No os confundáis: Trump no es un 'outsider' de la política, ya es la nueva normalidad
El republicano ha ganado por delegados y por voto popular, ha ganado en todos los estados clave, ha mejorado en casi todos los segmentos demográficos, su partido ha recuperado el Senado y va camino de conservar su mayoría en la Cámara de Representante
Hace ocho años, la victoria de Donald Trump cogió por sorpresa a buena parte de Estados Unidos y del mundo. Puede que incluso al propio Trump. Su campaña fue rompedora en fondo y forma: en las ideas proteccionistas, en los insultos o en la estrategia de tierra quemada. Trump ganó, y su éxito fue interpretado como un berrinche, una rabieta de votantes desafectos que solo querían agitar un poco el sistema. Se habló de la "fiebre" trumpista, como si fuera una dolencia pasajera.
El segundo triunfo de Trump, hace una semana, se dio en un contexto completamente diferente. El pueblo estadounidense ha tenido ocho años para observar a Trump, para verlo hablar, actuar, gobernar y hacer campaña. Por eso, el voto de confianza que le han dado 74 millones de estadounidenses, incluidos el 46% de los latinos, el 41% de los asiáticos y el doble de afroamericanos que en 2020, ha llegado con toda la información sobre la mesa. Donald Trump no es un accidente de la historia de Estados Unidos. Donald Trump, ahora mismo, es Estados Unidos.
Otro indicador de que el trumpismo ya forma parte de la normalidad es la reacción de muchos demócratas. En 2016, las calles de Nueva York se llenaron de pancartas, megáfonos y manifestaciones. Había gente en estado de pánico. Una de las paredes de la estación de metro de la Calle 14 se llenó de mensajes en post-its de colores. Cada anónimo compartía sus sentimientos en pocas palabras, se desahogaba, daba consejos, animaba a resistir o a seguir adelante en medio de la tormenta.
Hoy, más allá de los vídeos de TikTok de jóvenes progresistas woke llorando como si los fueran a mandar a un campo de concentración, generando la mofa y el escarnio de los militantes trumpistas, lo cierto es que la mayoría de los demócratas se lo está tomando con resignación: han agachado la cabeza y han reconocido que, al final, el retorno del nacional-populismo también es culpa suya.
"Los demócratas, comprensiblemente, han tenido dificultades en averiguar por qué los americanos pondrían la democracia en riesgo, pero se nos escapa la realidad de que nuestra democracia es parte de lo que les enfada", escribe Ben Rhodes, exconsejero del presidente Barack Obama, en The New York Times (2). "Muchos votantes han acabado asociando la democracia con la globalización, la corrupción, el capitalismo financiero, la inmigración, las guerras eternas y las élites (como yo) que hablan sobre ello como un fin en sí mismo, en lugar de corregir la desigualdad, refrenar los sistemas capitalistas que están trucados, responder al conflicto global y fomentar un sentimiento de identidad nacional compartida".
A diferencia de en 2016, un neoyorquino ya no tiene que conducir un par de horas para cruzarse con algún votante de Trump. Ahora los seguidores del magnate son más numerosos en la propia ciudad o simplemente se expresan con más libertad que hace ocho años. La impresión de que este bastión demócrata ya no lo es tanto se confirmó el pasado martes, cuando casi uno de cada tres neoyorquinos respaldó a Trump. Sobre todo en los barrios habitados por mayorías de color.
This is a map of the shift to Trump in NYC.
— Mark D. Levine (@MarkLevineNYC) November 9, 2024
The surge didn’t happen in places like the Upper West Side or Park Slope.
It happened in Washington Heights, the West Bronx, Flushing, Richmond Hill, Bensonhurst—working class communities of color. 1/2 pic.twitter.com/93uawZRlvl
Una de las cosas que más han llamado la atención de esta campaña es que Donald Trump ha dado mítines en fortalezas demócratas como Nueva York, Nueva Jersey y California; algo que, desde un punto de vista estratégico, no tiene sentido. ¿Por qué derrochar tiempo y dinero en estados que no tiene ninguna posibilidad de conquistar y cuyos votos electorales, por tanto, no se embolsará? Ahora sabemos por qué: Trump quería ganar también el voto popular y romper esa imagen de que solo apela a los blancos. Cuando Trump vino a hablar al Bronx, el pasado mayo, se dio un baño de masas. Hace dos semanas, llenó el Madison Square Garden.
Así que Trump tiene un mandato firme, mucho más firme que en 2016. El republicano ha ganado por delegados y por voto popular, ha ganado en todos los estados clave, ha mejorado en casi todos los segmentos demográficos y ha avanzado cerca de 10 puntos en los estados demócratas mencionados; su partido ha recuperado el Senado y va camino de conservar su mayoría en la Cámara de Representantes. A nivel de los estados, los republicanos han mantenido el tipo y logrado alguna conquista: han roto las "trifectas" (allí donde los demócratas dominan la gobernatura y las dos cámaras legislativas) de Michigan y de Minnesota. Ahora los conservadores controlan 27 gobernaturas, frente a las 23 demócratas.
El Tribunal Supremo que se encontrará Trump, además, es de mayoría conservadora. Los tres jueces que Trump nombró en su primer mandato siguen ahí, y está previsto que nombre uno o dos más, dada la relativamente provecta edad de Clarence Thomas y Samuel Alito, de 76 y 74 años respectivamente.
Pero no solo hay que tener en cuenta el número de republicanos en los órganos electos, sino su color ideológico. En 2016 la mayoría de los republicanos del Congreso eran de la vieja escuela neoliberal: defensores del libre mercado en lo económico y del intervencionismo en lo geopolítico. Hoy en día, la mayoría de los últimos republicanos que llegaron al parlamento bicameral lo hicieron con la bendición de Donald Trump, necesaria para vencer en las primarias y luego en las elecciones. El magnate ya no tendrá que negociar o retorcer brazos para sacar adelante su agente. El partido está modelado a su imagen y semejanza.
Mientras tanto, los demócratas están culpándose unos a otros. Hay quienes hacen responsable a Joe Biden, que tenía que haberse limitado a gobernar un mandato, tal y como había dicho en 2020, permitir unas primarias y dejar que fueran los votantes quienes eligieran, con tiempo, un nuevo y flamante candidato. En lugar de eso, el presidente se aferró a su candidatura hasta que lo echaron y Kamala Harris, elegida a dedo de manera urgente, solo ha tenido tres meses para hacer campaña.
Otros, en cambio, culpan a Barack Obama y Nancy Pelosi de orquestar el golpe interno contra Joe Biden durante el verano y causar todos estos problemas. Fuentes del equipo del presidente piensan que Biden hubiera tenido más posibilidades que Harris, una persona poco apreciada en el círculo del presidente, que ha ido filtrando detalles poco elogiosos sobre Harris desde el principio de la administración. Lo cierto es que, tras el debate crucial entre Trump y Biden, las posibilidades demócratas se hundieron. La candidatura de Harris restableció el equilibrio.
Pero quizás aún es pronto para cincelar estas conclusiones en una lápida. Lo que sí tienen en común estas elecciones con las de 2016 es que buena parte de la izquierda está, todavía, patidifusa, intentando comprender qué ha sucedido y cómo se puede salir de este brete. A veces la mejor manera de aclarar las cosas es la comedia.
"Estábamos preparados para todos los escenarios, y todos los escenarios eran del tipo: ¿cómo va Donald Trump a trampear para volver a la Casa Blanca? ¿Cómo usará los principios antidemocráticos? ¿Qué medida de intimidación y turbias artimañanas utilizará para colarse de nuevo en el Despacho Oval?", dijo el presentador y cómico progresista Jon Stewart. "Y resulta que utilizó nuestro sistema electoral, tal y como está diseñado. Y, en ese momento, pensé: Joder. No estoy seguro de que tengamos un equipo de abogados para esto".
Hace ocho años, la victoria de Donald Trump cogió por sorpresa a buena parte de Estados Unidos y del mundo. Puede que incluso al propio Trump. Su campaña fue rompedora en fondo y forma: en las ideas proteccionistas, en los insultos o en la estrategia de tierra quemada. Trump ganó, y su éxito fue interpretado como un berrinche, una rabieta de votantes desafectos que solo querían agitar un poco el sistema. Se habló de la "fiebre" trumpista, como si fuera una dolencia pasajera.
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