La Segunda Venida de Trump: así será su regreso a la presidencia de EEUU
Una segunda legislatura de Trump promete ser distinta de la primera. Por la naturaleza y las dimensiones de sus objetivos, pero, sobre todo, por las circunstancias en las que gobernaría
Estados Unidos ha acudido a las urnas este 5 de noviembre y Donald Trump vuelve a la presidencia con el apoyo de millones de norteamericanos; una mitad limpia del electorado que quiere que con él se restablezcan la claridad, el pragmatismo y la firmeza. Aunque vengan acompañados de transgresiones y bravuconerías. La otra mitad tiene miedo y se refugia en un mantra: bueno, se dicen a sí mismos, lo cierto es que Trump ya ha sido presidente. Si el país ya sobrevivió a cuatro años de mandato, sin duda sobrevivirá a otros cuatro.
Y seguramente sea así. Pero lo cierto es que, aunque Estados Unidos siga en el mismo sitio dentro de cinco años, una segunda legislatura de Donald Trump promete ser bastante distinta de la primera. Por la naturaleza y las dimensiones de sus objetivos políticos, pero, sobre todo, por las circunstancias en las que gobernaría.
Antes de repasar sus planes migratorios, su predilección por los aranceles y sus intenciones respecto a Ucrania y Oriente Medio, conviene colocar un poco de distancia entre el Donald Trump que inició su presidencia en 2017 y el Donald Trump que la retomaría en 2025. Un Trump que probablemente gobernaría con mayor libertad, con la veteranía de cuatro años y con un gabinete más a su medida.
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Cuando Trump ganó la presidencia en 2016, lo hizo a contracorriente de todos los poderes establecidos de Estados Unidos. Incluido el Partido Republicano. Por eso llegó a la Casa Blanca prácticamente desde la nada, sin experiencia pública, sin apenas respaldo oficial, sin una cantera de figuras afines y preparadas para trabajar con él. El presidente Trump tuvo que apoyarse en los profesionales que le proporcionó el Partido Republicano; en los burócratas, generales y próceres que ocuparon buena parte de las carterias ministeriales, o secretarías, de su gabinete.
Los roces entre su estilo colorido y personalista, y la manera tradicional de hacer las cosas de Washington, fueron obvios desde el principio y hasta se pueden medir con números. Según un análisis del think tank Brookings Institution, en los cuatro años del primer mandato de Barack Obama, por ejemplo, hubo un total de seis rotaciones en su gabinete; en el primer mandato de George W. Bush, cuatro rotaciones; en el de Bill Clinton, ocho. Durante el mandato de Trump hubo un total de 28 rotaciones. Es decir, casi tres decenas de sus ministros dimitieron o fueron despedidos.
Y la mayoría no fueron marchas amigables. Los testimonios de muchos de sus excolaboradores pintan un retrato de Trump igual o más oscuro que el que se puede leer en la prensa crítica. Figuras como el general Mark Milley, que fue presidente de la Junta de Jefes del Estado Mayor; el general James Mattis y Mark Esper, ambos exsecretarios de Defensa; John Bolton, exconsejero de Seguridad Nacional, y otros, lo han descrito como un líder caprichoso y destructivo que tenía que ser continuamente atemperado, guiado y a veces incluso engañado, por sus subalternos.
El que fuera su jefe de gabinete más duradero, el general John Kelly, le ha dicho a The New York Times que Donald Trump hablaba bien de Adolf Hitler y que “entra en la definición de fascista”. Kelley y los otros mencionados no son versos sueltos. En 2023, NBC News contactó con 44 antiguos miembros del Gobierno de Donald Trump. Sólo cuatro declararon que deseaban su reelección como presidente.
El Donald Trump de 2025, sin embargo, estará en posición de minimizar estos roces y quebraderos de cabeza. En lugar de tener que recurrir a estos profesionales a los que se conocía, coloquialmente, como “los adultos en la habitación”, el magnate cuenta ahora con una cantera de republicanos personalmente leales. Congresistas, gobernadores y activistas que han demostrado su fidelidad a Trump estos ocho años y que formarían un gabinete más uniforme y sumiso.
El candidato no ha sacado ninguna lista ni mencionado nombres en público, pero las fuentes hablan y las quinielas están en marcha. Un granero de posibles ministros es el reducido grupo de supervivientes de su primera administración. Gente como Richard Grenell, que fue embajador en Alemania y director en funciones de Inteligencia Nacional, o Robert O’Brien, el único de los cuatro consejeros de Seguridad Nacional de Trump que no le ha dado la espalda, suenan como secretario de Estado. Y los congresistas Bill Hagerty y Mike Waltz, de lealtad probada.
La cartera de Defensa podría quedar en manos de otro superviviente del primer mandato, Mike Pompeo; del senador Tom Cotton, que en 2020 abogó por desplegar al Ejército para sofocar las protestas raciales, o del senador Marco Rubio, convertido al trumpismo y hace unos meses rumoreado vicepresidenciable.
Una cartera tan estratégica como Justicia, dadas las promesas de Trump de vengarse de sus enemigos, recaerá seguramente en un trumpista del núcleo duro. El abogado Jeffrey Clark, que contribuyó a los planes de perpetuar a Trump en el poder tras su derrota de 2020 y que está imputado por ello en el estado de Georgia, entra en las quinielas; y Mike Lee, senador de Utah y aliado, también, en las conspiraciones electorales. Para los departamentos del Tesoro o Comercio quedan algunos candidatos destacables del primer mandato de Trump, como el asesor Larry Kudlow y el embajador comercial Robert Lighthizer, más una serie de millonarios, inversores y abogados de Wall Street cercanos al candidato.
El iceberg bajo el agua
Pero más interesante que el gabinete de Trump es lo que pasaría justo debajo, en las capas medias del funcionariado del Gobierno federal. Entre esos burócratas y expertos que nadie conoce, pero que afinan y aplican las órdenes de arriba, accionando las miles de palancas invisibles de la administración.
Desventrar el servicio civil es una de las grandes prioridades de Trump, a juzgar por sus comentarios y por las dos iniciativas que le han hecho una agenda de gobierno. Una es más grande y más famosa, Proyecto 2025, un documento de 920 páginas con enorme profusión de medidas. Pese a que Trump ha dicho que no tiene vinculación alguna con esta plataforma, quizás debido a que las estrictas posiciones sobre el aborto podrían costarle votos, Proyecto 2025 está firmado por un centenar de grupos ultraconservadores cercanos a Trump. Y muchos de los miembros de su entorno han participado en su composición.
La otra iniciativa procede de America First Policy Institute (AFPI), un grupo más pequeño, pero más cercano a las estructuras de campaña de Trump y con una agenda muy similar a la de Proyecto 2025. AFPI ha preparado 300 decretos para que Trump los firme nada más regrese al poder. Como sucede con Proyecto 2025, los pensadores de AFPI creen que el mayor obstáculo para las políticas de Trump es el “Estado profundo”, que, atrincherado en la burocracia federal, frenaría o sabotearía los planes del presidente. De ahí la necesidad de destruirlo.
Cada vez que un nuevo presidente llega a la Casa Blanca, la rotación en el Gobierno federal es de unos 4.000 cargos elegidos a dedo. Los planes de estas personas de la esfera de Donald Trump sería ampliar esa rotación a unos 50.000 funcionarios, de manera que Trump pueda liquidar ese “Estado profundo” y reemplazarlo por gente a su medida, que lleva tiempo siendo cribada y seleccionada por AFPI y por el centenar de organizaciones conservadoras que están detrás de Proyecto 2025.
Dado que el cuerpo de funcionarios está protegido por la ley y no puede ser objeto de despidos por capricho del presidente, Trump ha prometido que restablecería “el día 1” de su presidencia la llamada Schedule F: un decreto que aprobó al final de su primer mandato y que, mediante un cambio en la interpretación del vocabulario que determina qué empleos públicos están protegidos y cuáles no, podría permitirle despedir o amenazar con el despido un número mucho mayor de funcionarios que esos 4.000 que suelen rotar en Washington. Cuántos, concretamente, no se sabe. Joe Biden derogó el decreto.
Trump ha dicho explícitamente que quiere usar la Schedule F para “desmantelar el Estado Profundo” que le impidió cumplir plenamente su agenda la primera vez. Otra manera de verlo es que, en realidad, quiere reforzar el poder ejecutivo a expensas del legislativo y el judicial. Si el Trump de 2018, por ejemplo, quería emprender medidas polémicas, el Congreso podría pararle los pies. El Trump de 2027 podría pedirle a su cuerpo de funcionarios leales que aplicase esas medidas sin más.
Como escribe Russ Vought, antiguo responsable de la Oficina de Gestión y Presupuesto de la Administración Trump y director del Center for Renewing America, que firma Proyecto 2025, hay una “necesidad existencial para el uso agresivo de los vastos poderes de la rama ejecutiva”. El presidente tiene que usar la “audacia para doblegar o quebrantar a la burocracia bajo la voluntad presidencial”.
Como apunta Russell Berman en The Atlantic, pocas promesas políticas son tan populares como “doblegar” o “quebrantar” esa masa de burócratas sin rostro que, en el imaginario de millones de estadounidenses, tiene la culpa de todo: de los elevados impuestos, del excesivo papeleo, de las malas decisiones de política exterior, del aumento del crimen, etcétera. Cualquier cosa se les puede achacar, por eso otros candidatos republicanos, durante las primarias, hicieron promesas parecidas. Pero sin la experiencia, el apoyo y el apetito de Donald Trump.
Operación Aurora
Si Donald Trump quiere realmente cumplir sus promesas de campaña, va a tener que contar con un gobierno leal y preparado. De inmigración a economía, justicia y política exterior, sus promesas son ambiciosas.
El candidato ha prometido llevar a cabo la mayor operación de “deportación de la historia americana”, invocando una vieja ley de 1798, la Ley de Alienígenas Enemigos, que técnicamente le daría poderes de guerra y le permitiría usar a las Fuerzas Armadas para rodear a los migrantes, meterlos en campos y deportarlos. Trump ha prometido empezar lanzando la “Operación Aurora”, que detendría y deportaría a “cada migrante ilegal parte de redes criminales que operan dentro de EEUU”. Por esta razón se convertiría en “dictador por un día” nada más jurar la presidencia.
Luego pasaría a preparar una “deportación masiva”, lo cual ha inspirado críticas y estudios sobre cuál sería su coste. Un análisis del Center for Migration Studies calcula que la cantidad de inmigrantes sin papeles en Estados Unidos ha subido a los 11,7 millones. Deportarlos a todos saldría caro. El coste de deportar a personas indocumentadas, según las cifras de documentos judiciales revisados por CBS News, es de 19.599 dólares por inmigrante. Deportar a un millón, por tanto, costaría 20.000 millones. El doble del presupuesto anual de la policía migratoria.
“Si estás ilegalmente en este país, mejor ponte a mirar por encima del hombro”, dijo el magnate durante un mitin el pasado julio. Un análisis del Atlantic Immigration Council dice que la deportación de 11 millones de personas costaría 315.000 millones de dólares y tardaría unos 10 años en completarse.
Aun así, Donald Trump y su campaña lo han priorizado y han redoblado la retórica antiinmigrante. El año pasado, Trump dijo que los inmigrantes ilegales estaban “envenenando la sangre de la nación” y recientemente aseguró que en EEUU “había muchos genes malos”, en referencia a los indocumentados que cometían crímenes.
Una incógnita, en política interior, es si Trump armamentizará el Departamento de Justicia contra sus adversarios políticos. Los republicanos suelen retratar los procesos judiciales contra el candidato como una “caza de brujas” y Trump no deja de prometer que se vengará. Desde 2022, ha pronunciado más de un centenar de amenazas en este sentido, diciendo que investigará o castigará a sus oponentes, a quienes se ha referido recientemente como el “enemigo interno”.
Como explica este artículo a ocho manos de The New York Times, la tradicional distancia entre la Casa Blanca y el Departamento de Justicia, que desde el escándalo del Watergate se esfuerza en funcionar de manera relativamente independiente, no está basada en leyes, sino en costumbres. Unas costumbres que podrían ser arrolladas.
Trump tendría que nombrar a personas de probada lealtad en los 93 puestos de fiscal y asistente de fiscal que gestionan las agencias federales, hacer que los apruebe un Senado, potencialmente, de mayoría republicana, y ordenarles que deshagan o ablanden las protecciones legales del cuerpo de funcionarios. Luego empezarían las investigaciones contra los rivales, que, aunque no acabasen en una condena, serían de por sí costosas para el bolsillo, la vida personal y la reputación de los perseguidos. Y un mensaje para quienes se opongan a Trump.
La palabra más bonita: aranceles
La presidencia de EEUU, en la práctica, es un puesto imperial. Cualquier cosa que se decida en un país cuya economía representa la cuarta parte del PIB global, que acoge a siete de las 10 empresas más grandes del mundo y que gasta en defensa más del triple que China y que toda la Unión Europea, tiene un alcance extraordinario. Estos días a los gabinetes extranjeros les inquieta, fundamentalmente, los planes comerciales de Trump y su postura respecto a Ucrania y Oriente Medio.
En la línea de la filosofía transaccional y mercantilista desvelada en su primer mandato, el candidato republicano ha prometido subir los aranceles entre un 10% y un 20% “a los países extranjeros que nos han estado estafando desde hace años”: una categoría que podría afectar a las importaciones de todas las naciones del mundo. Algunos países, como China, pagarían más: entre un 50% y un 60%.
Estos números han bailado en ocasiones, pero siempre son relativamente elevados. Donald Trump ha sopesado imponer aranceles de hasta un 200% a corporaciones como la fabricante de maquinaria agrícola John Deere, por ejemplo, dada su intención de relocalizar parte de la producción a México, o directamente del 100% a los coches que vengan del vecino sureño: el destino de grandes porciones del tejido manufacturero que ha ido abandonando EEUU desde hace 30 o 40 años.
Para el magnate, que se ha autodenominado Tariff Man, los aranceles son las solución a una serie de problemas socioeconómicos. Las tarifas llenarían las arcas públicas; reducirían, por tanto, el déficit, bajarían el precio de los alimentos al incentivar su producción en EEUU y crearían millones de empleos en factorías nuevas. En una reciente y contenciosa entrevista con el jefe de Bloomberg News, Trump dijo que las tarifas asustarían a los competidores y los forzarían a fabricar sus productos en territorio norteamericano para evitar dicho castigo. Impondría un arancel “tan alto, tan horrible, tan descarado, que vendrán rápidamente” a EEUU.
Las otras patas destacadas de su agenda económica son los recortes fiscales y la desregulación. Trump quiere extender las rebajas fiscales que aprobó en 2017 y que redujeron la carga por todo el paisaje impositivo. El recorte más importante fue el del impuesto a las corporaciones, que pasó de un 35% a un 21%, lo cual hizo que los demócratas acusarán a Trump de beneficiar a los ricos y fomentar la desigualdad. La reforma de Trump caducará en 2025, de manera que este quiere, si gana, renovarla. Trump también ha barajado reducir este impuesto corporativo al 15%.
Sobre la desregulación, una nota de Goldman Sachs dice que Trump aligeraría la burocracia en un amplio abanico de industrias, especialmente la energética. Los autores de la nota piensan que Trump suspenderá los límites actuales a las emisiones de metano y reanudará las licencias para exportar gas natural licuado.
Trump también ha mostrado interés en establecer un control sobre la Reserva Federal, órgano relativamente independiente del Gobierno. Un asesor suyo, Scott Bessent, posible aspirante a secretario del Tesoro, barajó en una entrevista con Barron’s que Donald Trump podría nombrar un presidente de la Fed “en la sombra”, que poco a poco sería reforzado hasta reemplazar al presidente original de la Fed, que en este momento y, en principio, hasta 2026, es Jerome Powell.
La opinión económica publicada, en su mayoría, está en desacuerdo. Un informe del Committee for a Responsible Federal Budget calcula que las propuestas de Trump, cotejando las medidas que elevarían el déficit y las que lo recortarían, añadirán 7,5 billones (trillions) de dólares a la deuda nacional hasta 2035.
The Wall Street Journal hizo una encuesta entre 50 economistas para ver qué pensaban sobre los posibles efectos de las propuestas económicas de Kamala Harris y Donald Trump. El 68% cree que los precios subirán más rápido con Trump que con Harris, frente al 12% que dice que sería al revés. Docena y media de economistas galardonados con el Premio Nobel están de acuerdo: en junio firmaron una carta en la que decían que las propuestas de Trump “reencenderían” la inflación, que llegó a alcanzar un 9,1% interanual en 2022 y que ahora está de nuevo bajo control.
Estas advertencias invitan, por otro lado, a añadir una nota de cautela. Como dicen hoy muchos estadounidenses fatigados, “Trump ya ha sido presidente”, y antes de que jurara el cargo en 2017 conocimos una serie de predicciones económicas poco alentadoras que luego no se cumplieron.
En el verano de 2016, la agencia Moody’s publicó un preocupante estudio sobre lo que le pasaría a la economía estadounidense si Donald Trump llegaba a la Casa Blanca. “La economía será significativamente más débil si las propuestas económicas de Trump son adoptadas”, escribían los cuatro autores del informe. “Los ingresos del hogar medio americano, descontando la inflación, se estancarán, y los precios bursátiles y el valor real de la vivienda declinarán”. También se perderían 3,5 millones de empleos y el dato del paro subiría a máximos desde la Gran Recesión.
Pese a que Trump hizo en buena medida lo que había prometido, desde los recortes de impuestos a las clases altas a la renegociación de tratados comerciales y la aplicación de aranceles a productos chinos y europeos, nada de esto se cumplió. De hecho, la memoria de su gestión económica entre 2017 y 2020, hasta la pandemia, sigue siendo uno de los puntos fuertes de la candidatura de Trump. Todos los indicadores eran saludables: el PIB, el empleo, el consumo. Y sin alta inflación.
En esta pila de señales y promesas de cara a 2025, destaca una de las más ambiciosas: la de acabar con la guerra de Ucrania “en 24 horas”. Antes incluso de que Trump jurase la presidencia, si la gana, en el periodo que va del 5 de noviembre al 20 de enero. El “cómo” continúa envuelto en el misterio.
Ucrania en 24 horas
Donald Trump no ha revelado ningún detalle del plan, bien porque no quiere mostrar su mano antes de tiempo, bien porque dicho plan no existe. Pero su número dos, el candidato vicepresidencial JD Vance, sí que se ha pronunciado. Durante una entrevista a The Shawn Ryan Show, Vance propuso crear una “zona desmilitarizada” a lo largo de la línea del frente, fortificar Ucrania para disuadir a Rusia de futuras invasiones y hacer que Ucrania se comprometa a ser “neutral”. Un plan que, según los críticos, es parecido a lo que desearía Vladímir Putin, ya que implicaría la cesión de los territorios ocupados y la promesa de que Ucrania no entraría en la OTAN.
Pese a las palabras de Vance, las expresiones de admiración de Trump por Putin y las críticas del tándem republicano a la reciente asistencia a Ucrania, el carácter impredecible de Trump puede dar margen para sorpresas. Una variable que el Gobierno ucraniano tiene en mente y que explica, más allá del mero pragmatismo, su interés en cultivar lazos con los círculos republicanos. Con Kamala Harris habría más de lo mismo: la ayuda justa para seguir respirando. Con Trump, quién sabe.
La que fue consejera de Asuntos Rusos y Europeos de la Administración Trump, Fiona Hill, ha declarado que lo que más le importa a Donald Trump es pasar a la historia como un inmenso estadista. Una prioridad mucho mayor que su simpatía hacia “hombres fuertes” como Vladímir Putin o el húngaro Víktor Orbán. Según Hill, si Trump ve que Putin le puede humillar en el embrollo ucraniano, no sería raro que este adoptara algún tipo de respuesta firme.
Al fin y al cabo, Trump es responsable de haberle impuesto sanciones más duras al régimen ruso de las que había aprobado Barack Obama, de haber bombardeado las posiciones de los aliados rusos en Siria y de haber elevado la asistencia militar a Ucrania, con el envío de los útiles misiles portátiles antitanque Javelin. Si las circunstancias lo justifican, puede darse el caso de que Trump, una vez esté tras el Escritorio Resolute, vuelva a adoptar algunas políticas sólidas frente a Moscú.
Una opción, en caso de que los rusos se nieguen a discutir una fórmula de paz presentada por la administración norteamericana, sería ir a por las compras de gas y petróleo por parte de India y China y que permiten financiar la economía de Rusia. Todavía quedan opciones en la caja de herramientas de Estados Unidos.
La política hacia Oriente Medio es menos enigmática. Las dudas y divisiones sobre el apoyo tradicional de EEUU a Israel han surgido dentro del Partido Demócrata, donde se nota un palpable cambio generacional, entre los jóvenes, hacia posturas propalestinas. Los republicanos siguen siendo casi unánimemente proisraelíes.
A diferencia, también, de los demócratas, que de puertas afuera siguen aferrándose a esa causa quimérica que es la “solución de dos estados”, Trump hace tiempo que se bajó de este tren políticamente correcto. Sus Acuerdos de Abraham implicaban normalizar las relaciones entre Israel y sus vecinos árabes, metiendo las inquietudes de los debilitados palestinos debajo de una alfombra. Joe Biden continuó las políticas de Trump en la región, hasta que todo estalló hace poco más de un año.
Trump, que durante su primer mandato reconoció Jerusalén como la capital de Israel y se ha autodenominado “protector” del Estado judío, ha dicho que bajo una presidencia de Kamala Harris Israel se enfrentaría a la “aniquilación”. Al mismo tiempo, ha pedido que la guerra se termine cuanto antes. No mediante un alto el fuego, como piden los demócratas, sino mediante una rápida victoria hebrea.
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Este es el retrato, necesariamente somero y general, del aspecto que puede tener una segunda presidencia nacional-populista en Estados Unidos. Otros factores pueden incidir en ella, como el paisaje estratégico del Congreso. Los márgenes electorales en las cámaras también son exiguos y pueden darse diferentes resultados, moderando o incitando los impulsos del potencial futuro presidente de EEUU.
Estados Unidos ha acudido a las urnas este 5 de noviembre y Donald Trump vuelve a la presidencia con el apoyo de millones de norteamericanos; una mitad limpia del electorado que quiere que con él se restablezcan la claridad, el pragmatismo y la firmeza. Aunque vengan acompañados de transgresiones y bravuconerías. La otra mitad tiene miedo y se refugia en un mantra: bueno, se dicen a sí mismos, lo cierto es que Trump ya ha sido presidente. Si el país ya sobrevivió a cuatro años de mandato, sin duda sobrevivirá a otros cuatro.