Cruzando el mar rojo: lo que revelan tres paradas en el epicentro electoral de Estados Unidos
Hay tres escenarios en los que se decide el futuro del país: las antiguas localidades industriales que Trump hizo suyas, los suburbios donde los demócratas libran la batalla y los condados rurales en proceso de redefinir su identidad
Amanece en Pittsburgh y los primeros reflejos dorados se deslizan sobre la superficie del Allegheny, uno de los dos ríos menores que convergen en la ciudad para dar origen al Ohio. Mientras el taxi cruza uno de los 446 puentes que conectan las diferentes zonas de la urbe, la luz arranca destellos de las infraestructuras metálicas. Hablar de Pittsburgh es hablar de hierro y acero, de una identidad labrada a fuego y martillo que sobrevive incluso en el nombre de su equipo de fútbol americano, los Steelers.
Para entender el que se ha convertido en el epicentro electoral de Estados Unidos, vamos a recorrer Pensilvania de punta a punta en ferrocarril. John, el conductor del taxi, no ve con muy buenos ojos el plan. No por el destino, sino por el medio. Para él, que se autodefine como libertario, cualquier sistema de transporte que necesite del gobierno para ser rentable es un modelo fallido. "Es comunismo", sentencia. Este 5 de noviembre, John votará por Donald Trump.
Ese día, su voto, como el de cada uno de los 13 millones de habitantes de Pensilvania que acudan a las urnas, tendrá un peso desproporcionado a la hora de elegir quién, entre Trump y Kamala Harris, se convertirá en el próximo presidente de EEUU. De los siete estados considerados clave en estas elecciones —es decir, los siete donde el resultado todavía no está claro—, este es el más poblado y, por lo tanto, el que más votos electorales aporta. Y en una carrera tan ajustada como la de este año, ganar aquí es casi lo mismo que ganarlo todo. Según el modelo predictivo elaborado por el reputado analista de datos Nate Silver, el candidato que se lleve Pensilvania tendrá un 90% de probabilidades de conquistar la Casa Blanca.
Quizás era inevitable que, en una de las elecciones más reñidas de su historia, el destino de los estadounidenses vuelva a decidirse en Pensilvania. Un estado que fue testigo de la Batalla de Gettysburg, el punto de inflexión de la Guerra Civil, y que hoy sigue siendo escenario de las grandes divisiones del país. Que es a la vez parte del Cinturón de Óxido, como Ohio e Indiana, y del corredor atlántico, como Nueva York y Washington DC. Que es el quinto estado más poblado del país, pero al mismo tiempo cuenta con la mitad de sus habitantes concentrados en tan solo 7 de sus 67 condados. Pensilvania es urbana y rural, decadente y puntera, roja y azul; es Estados Unidos en miniatura.
Una ojeada rápida al mapa de resultados electorales de 2020 en el estado muestra unas pocas islas azules rodeadas por un vasto mar rojo: Filadelfia al este, Pittsburgh al oeste y otros pequeños núcleos urbanos dispersos. Entre ambas se extiende lo que los locales llaman "Pensiltucky" —en referencia a Kentucky, uno de los estados más conservadores de Estados Unidos—, una extensa franja central salpicada de montañas, explotaciones agrícolas, comunidades profundamente religiosas y antiguas ciudades manufactureras que hoy enfrentan un proceso de despoblación.
Una única ruta de tren operada por Amtrak, la estatal de ferrocarriles que John tanto detesta, atraviesa ese mar rojo y conecta las dos grandes urbes de Pensilvania. Una vía férrea apropiada para descifrar los tres escenarios en los que se decide el futuro del país: las antiguas localidades industriales que Trump hizo suyas hace años, los suburbios donde los demócratas libran su batalla más intensa y los condados rurales en proceso de redefinir su identidad. Un viaje al epicentro electoral de Estados Unidos.
Aquí había una ciudad
Escondida entre colinas y cruzada por un río, Johnstown fue durante décadas, como Pittsburgh, una de las mayores productoras de acero de todo Estados Unidos. Las acererías daban vida a la región, creando una economía vibrante que impulsaba restaurantes, tiendas y demás servicios. Anthony Mangos recuerda su apogeo, cuando la población de la ciudad superaba los 70.000 habitantes. "Aquí había taxis por todas partes y grandes almacenes", afirma el residente, jubilado tras casi cuatro décadas dedicadas al servicio postal.
Pero esos días han quedado atrás. Al llegar la década de los 80, una combinación de la recesión económica, la competencia de otros países y una devastadora inundación iniciaron un rápido declive de la producción de acero en Johnstown. Finalmente, en 1992, Bethlehem Steel cerró la última planta y pronto la ciudad dejó de ser tal. Actualmente, poco más de 17.000 personas habitan en la localidad, que continúa perdiendo vecinos año tras año.
Historias como la de Johnstown son las que dan nombre al Rust Belt (Cinturón del Óxido), esa franja del noreste estadounidense que antaño fue el núcleo industrial del país y a la que la globalización dejó vacía de empleo y, a menudo, de propósito. "Era una comunidad de clase trabajadora", cuenta Anthony, "donde abuelo, padre e hijo trabajaban en la misma fábrica". Una columna vertebral sin la cual la región ha batallado para mantenerse erguida.
Este tipo de poblaciones industriales del Rust Belt siempre han mantenido valores sociales conservadores y una fuerte influencia religiosa, pero durante décadas sostuvieron lealtad firme al Partido Demócrata. Una alianza que se sustentaba en el poder de los sindicatos y en la percepción del partido como defensor de los derechos laborales y de la clase trabajadora, mientras que el Partido Republicano era visto como el de los empresarios y las élites. El condado de Cambria, al que pertenece Johnstown, no votó ni una sola vez a favor de un candidato republicano a la Casa Blanca entre 1960 y 2000.
Con el colapso de la industria y el debilitamiento gradual de la red sindical, muchos residentes de estas áreas fueron abandonando su lealtad al partido. Algunos se pasaron al bando republicano, mientras que otros, simplemente, dejaron de votar, convencidos de que la política, o quizá el sistema entero, les había traicionado.
Y entonces Donald Trump llegó en 2016 para decirles exactamente eso. Y todo cambió.
Paul Ricci, un experto en estadística y periodista independiente de Johnstown, recuerda cómo aquel año el candidato republicano logró reunir más de 6.000 personas, un tercio de la población de la ciudad, dentro del estado de hockey local. "Prometió que volverían los empleos en sector del acero y el carbón. Los aplausos eran atronadores", relata.
Pero Trump estaba lanzando algo más que promesas vacías sobre unos empleos que ya no tienen cabida en la actual economía de Estados Unidos. Ofrecía una narrativa a la que aferrarse. Al asegurarles que eran víctimas de una traición de la élite política y económica global que había abandonado a la clase trabajadora para favorecer sus propios intereses, les daba una razón de su desdicha y alguien a quien culpar: los políticos corruptos de Washington DC y, de paso, los inmigrantes indocumentados que cruzaban la frontera sur.
El resto es historia. Trump ganó en todos los estados del Rust Belt y convirtió antiguos bastiones demócratas como Johnstown en una de sus principales fuentes de votantes. En el condado de Cambria, destaca Ricci, el republicano ganó por 37 puntos, el mayor margen de victoria para un candidato en más de medio siglo.
Desde entonces, los trabajadores de "cuello azul" —una referencia al mono de trabajo que solían vestir, en contraste con el cuello blanco de los oficinistas— han seguido dándole la espalda a los demócratas. Joe Biden, originario de Scranton, Pensilvania, y con un historial de apoyo a los sindicatos, consiguió en 2020 recuperar suficientes votos en el estado como para vencer por un estrecho margen a Trump. Pero en el condado de Cambria, Trump arrasó nuevamente con los mismos 37 puntos de diferencia. A día de hoy, Kamala Harris probablemente firmaría por ese resultado, si pudiera.
La historia reciente de Johnstown no es solo una de decadencia. En los últimos años, una pequeña ola de gente venida de las más grandes ciudades del estado ha comenzado a instalarse aquí, atraídos por el bajo costo de la vivienda y el espectacular paisaje, especialmente en otoño. Nuevos pequeños negocios, como cafeterías o tiendas de calzado, han abierto sus puertas, y para residentes como Anthony, que votará por Kamala, esto representa un atisbo de esperanza. "El acero no va a volver, pero puede que haya otro futuro posible", señala.
Sin embargo, votantes de Trump como Danielle, una peluquera local, ven que con esos nuevos vecinos también han llegado los problemas de la gran ciudad, como el crimen, las drogas o la violencia. Factores que, según afirma, amenazan con desfigurar la poca comunidad que queda. "Una ya no se siente segura", lamenta.
La conquista de suburbia
Harrisburg es la capital de Pensilvania. Con apenas 50.000 habitantes, esta modesta urbe tiene una población 30 veces menor que la de Filadelfia, que acapara toda la fama. Su rol como centro político del estado se debe a su ubicación estratégica en el corazón de Pensilvania y a su posición al lado del río Susquehanna, el principal eje fluvial que atraviesa el estado.
Durante décadas, el Susquehanna ha sido mucho más que una simple vía fluvial para Harrisburg; ha representado una línea divisoria que carga con el peso de una historia de segregación racial. El río separaba a la población afroamericana, mayoritariamente asentada en el este, de las zonas predominantemente blancos al oeste. Una barrera que continúa presente a día de hoy.
"'La Costa Blanca', así es como la llamamos por aquí", comenta Brandon Agerton, mientras toma un descanso en el callejón trasero del restaurante donde trabaja, ubicado en la margen este. "Allá es donde están todos los votantes de Trump; aquí, la historia es otra", agrega. A apenas unos metros, en la misma calle donde se ubica este modesto puesto de Philly cheesesteaks —una combinación de queso fundido, ternera y pan, tan icónica como calórica, que es el orgullo culinario de Pensilvania— se encuentra el cuartel de campaña local de Harris.
Brandon no siente especial aprecio por la candidata, que considera más de lo mismo, pero votará por ella. "Lo que sea por evitar el desastre", afirma, antes de volver ante los fogones.
El Susquehanna es también una frontera entre dos subdivisiones administrativas con contrastes políticos marcados. En el lado este se encuentran Harrisburg, como tal, y el condado de Dauphin, en el que Joe Biden ganó con un 53.6% de los votos en 2020. En el oeste, se extiende el condado de Cumberland, que durante décadas ha sido un bastión republicano y donde Trump se impuso por un 54.5%.
Y, sin embargo, la victoria del expresidente en Cumberland fue la más precaria para un candidato republicano en más de tres décadas. Un resultado que forma parte de una tendencia en la que, elección tras elección, los demócratas han ido ganando terreno en el condado. Porque más allá de "Costa Blanca" se extiende una parte del principal campo de batalla electoral del siglo XXI y, quizá, la mayor esperanza de Kamala Harris: suburbia.
En España, los suburbios suelen asociarse a áreas de menor nivel económico o polígonos de viviendas sociales en las afueras de las grandes ciudades. Pero en Estados Unidos son la encarnación del sueño americano: vastas extensiones de casas unifamiliares con jardines impecables, porches para los vehículos y calles tranquilas en las que los niños pueden jugar sin peligro. Este modelo de urbanización se consolidó en la cultura estadounidense después de la Segunda Guerra Mundial, cuando millones de familias —casi exclusivamente blancas— accedieron a hipotecas asequibles. De ahí nació el fenómeno actual conocido como suburbia, en el que más del 50% de la población del país vive en este tipo de entorno residencial.
Los suburbios solían ser el entorno perfecto para el votante republicano: mayoritariamente blancos, con alto poder adquisitivo y un espíritu de individualismo que los alejaba de las dinámicas sociales urbanas. Pero, como demuestra Lower Allen, un área suburbana de 20.000 habitantes al sur de Harrisburg y en la orilla oeste del Susquehanna, esto está cambiando. Y muy rápido. En 2016, Donald Trump ganó aquí por más de 1.000 votos; en 2020, la cifra se redujo a apenas 129; el próximo 5 de noviembre, la campaña de Harris confía en volverla azul.
La predominancia de trabajadores con estudios universitarios, el crecimiento de la diversidad racial y una preocupación creciente por temas como la sanidad, el derecho al aborto y la educación pública han transformado el perfil del votante suburbano, inclinándolo hacia posturas más progresistas. En otro tiempo, la división política de Pensilvania podía trazarse claramente entre las ciudades demócratas y el resto; sin embargo, los diques que parecían contener el azul en las urbes se han roto, inundando los suburbios.
Recorriendo las repetitivas avenidas de Lower Allen, clavados sobre los céspedes teñidos del rojo, ámbar y marrón de las hojas otoñales, se observan más carteles de respaldo a Harris que a Trump. Signos silenciosos de quién va ganando la batalla por suburbia.
Esta transformación no ha pasado desapercibida para Luke, exfuncionario que decidió irse a vivir a los suburbios, precisamente, para escapar de la zona rural en la que habitaba antes. "Me cansé de vivir entre gente con una mentalidad tan cerrada", relata. Tampoco para Mike H., residente de Lower Allen y que votará por Trump estas elecciones. "Esta vez hay muchos más carteles (demócratas) que en 2020. No sé si es porque han convencido a más gente o si sus votantes están más orgullosos de anunciarlo", comenta, acompañado por su mujer embarazada y su hijo. "Sea como sea, les han lavado el cerebro", espeta.
La onda expansiva
La ciudad de Lancaster parece, a simple vista, un retrato de la América conservadora, una postal casi inmutable en el tiempo. Sus calles, bordeadas de arquitectura colonial y victoriana, se conservan intactas en el distrito histórico como vestigios de otra era. Se encuentra rodeada por la mayor comunidad amish de Estados Unidos, cuyos miembros aún recorren sus caminos en carruajes tirados por caballo. El condado que lleva su nombre es también el más productivo del país en agricultura de secano, y sus fértiles tierras han sido durante generaciones el emblema de un estilo de vida rural.
Sin embargo, como ha podido atestiguar David Bair, tras esta fachada de aparente intemporalidad se perfila una de las transformaciones políticas y culturales más profundas de Pensilvania. Bair pasó su juventud en Lancaster, antes de mudarse a Nueva York y Nueva Jersey. Finalmente, ya jubilado, decidió regresar hace una década con su familia, solo para descubrir una ciudad que apenas reconocía. "Cuando me fui, esto eran granjas enormes con una pequeña ciudad en el centro", recuerda. "Ahora, es exactamente lo contrario".
En las últimas décadas, el área metropolitana de Lancaster ha experimentado un crecimiento frenético, especialmente para formar parte de un estado que avanza a paso de tortuga. Mientras que la población de Pensilvania apenas se expandió un 10% entre 1980 y 2020, esta zona ha triplicado su número de habitantes, pasando de 158.000 a 497.000.
Este crecimiento se debe, ante todo, a las nuevas oportunidades laborales en los sectores sanitarios, educativos y STEM, impulsadas por los hospitales, universidades y empresas tecnológicas que han florecido en la región. Un dinamismo cuyo origen se encuentra a 130 kilómetros al este, en el epicentro de la onda expansiva que está transformando la región: Filadelfia.
La expansión de Filadelfia, el mayor núcleo urbano de Pensilvania, ha convertido su periferia en una extensión que crece y se entrelaza, donde los suburbios, antes claramente delimitados, ahora se funden y avanzan hacia áreas como Lancaster. Lo que empezó en los condados más próximos ha impulsado la frontera urbana hacia el corazón de comunidades rurales, cambiando el perfil del votante. Ahora, los amish y los propietarios de granjas comparten urnas con millennials y Gen Z que crecieron en la gran ciudad.
La hija de David, Kelsey Bair, es un ejemplo de un perfil cada vez más común en Lancaster: joven, con estudios universitarios, valores progresistas y un profundo desdén por Donald Trump. "La mayoría de las mujeres con las que hablo aquí están aterradas ante la idea de criar a sus hijos en un Estados Unidos donde él vuelva a ser presidente", comenta, mientras intenta, en vano, que su pequeña, Gracie, se mantenga tranquila durante un minuto. Tanto ella como su marido, que trabaja en una compañía tecnológica local, votarán por Kamala Harris.
También lo hará su padre, pero fruto de una transformación que poco tiene que ver con la demografía. "Yo he sido republicano durante toda mi vida, pero ya no reconozco al partido por el que tantas veces voté", afirma. "Solía significar menos gobierno y una reducción de impuestos que beneficiaba a todas las clases sociales. Pero ahora es un partido dominado por una persona que quiere ser un dictador", sentencia.
En un entorno donde la lealtad republicana fue casi un acto reflejo durante décadas, el rumbo del partido bajo Trump ha llevado a votantes como David a reconsiderar su apoyo. La mayoría de quienes se replantean su voto tienen un rasgo en común: la educación universitaria. Estas elecciones parecen destinadas a profundizar esa brecha. A nivel nacional, Harris lidera entre los graduados universitarios por 19 puntos, superando los 17 que Biden obtuvo en 2020. En cambio, Trump va rumbo de ampliar su ventaja entre los votantes sin estudios superiores, con una ventaja de 9 puntos frente a los 5 que logró cuatro años atrás.
Lancaster encierra muchas historias que merecerían reportajes completos. Durante décadas, grupos cristianos han facilitado el reasentamiento de miles de refugiados, incorporando comunidades de cubanos, camboyanos, butaneses y somalíes, entre otros. A la par, han florecido grandes comunidades de retiro alrededor de la ciudad, atrayendo a jubilados de toda la región del Atlántico, incentivados por un costo de vida accesible y beneficios fiscales.
Estas historias, como tantas otras, quedarán ocultas bajo el rojo —más tenue, eso sí— que probablemente coloreará el condado de Lancaster en el nuevo mapa electoral que nacerá el 5 de noviembre.
El mar rojo no existe
En 1986, el estratega político demócrata James Carville acuñó la frase más popular para describir la geografía política de Pensilvania: "Filadelfia y Pittsburgh, con Alabama en el medio". Así, la vasta región central quedó en el imaginario popular como un bloque homogéneo, un "Pensiltucky" que reducía toda su diversidad a un estereotipo rural, blanco y conservador. Sin embargo, esta etiqueta ignora las complejidades de un territorio que abarca desde antiguas áreas industriales en declive y suburbios en expansión hasta comunidades agrícolas adaptándose a nuevos mercados y ciudades en plena revitalización, una mezcla de realidades a veces convergentes, a veces contradictorias.
Quien observe con atención al cruzar el mar rojo que muestran los mapas electorales llegará a una conclusión clara: ese mar rojo no existe. Es, en realidad, un vasto archipiélago de núcleos azules, suburbios teñidos de morado y campos rojos que se entrelazan unos entre otros y donde las fronteras son cada vez más difusas. Es el corazón cambiante del estado que explica, en gran medida, por qué la contienda entre Donald Trump y Kamala Harris sigue siendo tan cerrada.
Mientras los condados rurales del norte y oeste del estado continúan perdiendo población y respaldando cada vez más a Trump, el sureste se ha convertido en un imán para nuevos residentes atraídos por la expansión de los suburbios de Filadelfia y Harrisburg. Esta afluencia ha transformado antiguas áreas profundamente conservadoras en comunidades mixtas, donde el perfil del votante es cada vez más diverso. Al mismo tiempo, las distinciones tradicionales, como la división racial, empiezan a difuminarse frente a una creciente fractura por clase y nivel educativo.
Pensilvania no es solo el epicentro de estas elecciones por ser el estado clave más poblado, sino porque representa mejor que ningún otro cómo las placas tectónicas políticas de Estados Unidos se están transformando y moviendo en direcciones opuestas al mismo tiempo. El próximo 5 de noviembre se decidirá qué pesa más: el realineamiento partidista de la clase trabajadora que favorece a Trump o los cambios demográficos y sociales que benefician a Harris.
Si algo tienen en común prácticamente todos los entrevistados, de Pittsburgh, a Filadelfia, es que no creen que el país salga ileso de esta batalla. "Siento que todos estamos mirando una carrera de NASCAR", lamenta David Bair. "Todos estamos esperando al gran choque".
Amanece en Pittsburgh y los primeros reflejos dorados se deslizan sobre la superficie del Allegheny, uno de los dos ríos menores que convergen en la ciudad para dar origen al Ohio. Mientras el taxi cruza uno de los 446 puentes que conectan las diferentes zonas de la urbe, la luz arranca destellos de las infraestructuras metálicas. Hablar de Pittsburgh es hablar de hierro y acero, de una identidad labrada a fuego y martillo que sobrevive incluso en el nombre de su equipo de fútbol americano, los Steelers.