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Al padre Marcelo lo han logrado matar
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Asesinato de un hombre de paz

Al padre Marcelo lo han logrado matar

El sacerdote maya, profundamente religioso, hizo de su vida eso, verbo, con el que denunciaba un mundo criminal y miserable

Foto: Funeral del Padre Marcelo. (EFE/Carlos López)
Funeral del Padre Marcelo. (EFE/Carlos López)
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“Al padre Marcelo lo quieren matar. Como lo querían matar en 2015, cuando le conocimos en su parroquia de Simojovel, en Los Altos de Chiapas, México…”. Así empezaba el artículo publicado en este periódico el 28 de agosto de 2021. Y el domingo 20 de octubre de 2024, finalmente, al padre Marcelo lo mataron.

Ocho balazos le pegaron cuando salía de dar misa. Mataron a un hombre valiente, a un luchador por la paz y los derechos humanos, que sabía, así me lo dijo siempre, que querían acabar con él. Hasta que lo hicieron. Mundo cabrón, perdonen la expresión tan mexicana, en el que las sentencias de muerte se ejecutan a viva voz.

Hay hombres que saben que los van a morir, tal cual, los van a morir, porque la inacción del resto, autoridades que se dan golpes en el pecho de patria, los convierten en simples suicidas. Y así fallecen, con la sensación de que al no correr, al tener el arrojo de no dejar de levantar la voz, se murieron ellos solos por tener conciencia.

“La mañana de este domingo 20 de octubre de 2024, fue asesinado el sacerdote maya tsotsil, defensor de derechos humanos, Marcelo Pérez, que por años se dedicó a la lucha por la vida de los pueblos y a la construcción de la paz en Chiapas, así como a denunciar la violencia que se vive desde hace décadas en el estado, de la que el gobierno mexicano es responsable”, señala en una nota informativa el Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas (CDHFBC).

Foto: Imagen del padre Marcelo. (J.B.)

El padre Marcelo era el Verbo. En la Biblia se dice que “en el principio era Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios”. El sacerdote maya, profundamente religioso, hizo de su vida eso, verbo, con el que denunciaba un mundo criminal y miserable que sometía a los habitantes de un lugar tan pobre que a los muertos acumulados en los barrancos se les concede solo el rango de cadáveres.

“El pueblo se está levantando. La Iglesia se está levantando. Se han unido las tres diócesis ante esta avalancha de la violencia y que desgraciadamente el Gobierno no solamente no hace nada, sino que niega sistemáticamente la existencia de la violencia y cada vez hay más muertos, hay desplazados y secuestros”, dijo el párroco en una entrevista del 13 de septiembre en medio de la enésima marcha en la que exigía el final de la violencia. Fueron sus últimas palabras públicas, un domingo antes de que acabaran finalmente con él tras ejercer su oficio. No bajó tampoco ese día el tono, no se permitía ese lujo nunca, ya que decidió que subiría a su cielo a pie, por las escaleras, que al padre no le gustaban los atajos y ascensores.

Así me lo contó la primera vez que lo conocí, allá por 2015, cuando me acerqué hasta su Parroquia de Simojovel. Leí que un sacerdote se había puesto delante de una cruz y había trepado y descendido montañas con 15.000 indígenas detrás en una tierra sin ley. Fue una marcha de cuatro días en la que el religioso movilizó a miles de personas hartas de vivir bajo el yugo de la violencia. Los llevó hasta la capital, Tuxtla y, por unos minutos, consiguió que el hoyo olvidado que son Los Altos de Chiapas tuvieran un hueco en televisiones nacionales y periódicos. Y eso no le gustaba a sus poderosos enemigos, narcopolíticos, los llamaba él, que pusieron un precio a su cabeza: un millón de pesos.

Foto: Lugar del crimen, en Cosoleacaque. (Reuters/Tamara Corro)

¿Sabe que le pueden matar?, le interpelé entonces. “Nos enteramos de algún intento de emboscada del que pude huir y varias veces hemos tenido persecuciones", contestó entonces para añadir después: “Yo me niego a tener la protección que me ha ofrecido la Policía Federal por tres razones: yo gozaría de una protección que el pueblo no tiene; no confío en la Policía, todas están compradas aquí por los narcos; y somos pacifistas, no quiero que nadie muera por mi culpa, prefiero morir yo”.

Desde entonces, varias veces hicimos historias juntos. Sobre la falta de vacunas en las casuchas arrugadas de sus feligreses que se morían enfermos de pobreza, sobre las amenazas a los curas como él que calzaban sandalias y a la misa llevaban un botiquín, y sobre el negocio del ámbar y la droga que germinó el odio en sus montañas. La última charla presencial fue en 2018, cuando se repetía el mismo escenario que está sucediendo ahora y que le ha costado la vida por metiche, por denunciar hasta su último aliento que a las gentes pobres e indígenas de sus tierras las parieron para que vivieran muertas.

Entonces había miles de desplazados que huían de sus casas por una ola de violencia en la que narcos y políticos sometían a miles de pobladores. Había campamentos desperdigados por las montañas en los que cientos de ancianos, hombres, mujeres y niños vivían bajo lonas de plástico. El padre Marcelo nos puso en contacto con el CDHFBC y conseguimos introducirnos en una zona con cortes de carretera y controles de los paramilitares. Eran las parroquias como la suya las que cuidaban de miles de desplazados a los que quemaron sus casas. Cuerpos endebles y tristes tirados por un suelo de polvo y piedra. No se oía nada, apenas hablaban para que no los descubrieran, hasta que los niños lloraban de hambre o de miedo porque sonaban disparos entre las ramas. “Es una masacre consentida. El pueblo merece protección”, señalaba el cura. Y eso era él, protección de un religioso del que nunca descifré si no tenía miedo a morir o es que tenía más miedo a que murieran los otros e irse a la cama con la conciencia hueca de no haber hecho nada. Entendí que lo primero le inquietaba, pero pánico le tenía a ser cómplice de esa nada.

La última vez que hablamos por teléfono fue en 2021. Nunca dejaba de mandar mensajes denunciando corruptelas, crímenes e injusticias. Entonces recibió una amenaza de muerte directa que él consiguió grabar. Le amenazaba a él, y a su familia, y a sus feligreses. El audio estremecía. Por la impunidad, el tono condescendiente, los diminutivos, la crudeza, los refranes y silogismos.

-No creo que sería grato a su persona que yo tuviese que interrumpir en alguna celebración suya de misa o cualquier festejo tradicional aquí en la parroquia, y tenga que desatar una masacre a mansalva dentro de ella. Malamente dejando la cabeza de sus fieles seguidores, de sus feligreses, en el umbral de su bella y linda parroquia. No creo que sea necesario y no creo que sería algo grato para su persona, ¿o sí padre?”, le decía una voz que se identificaba como miembro del Cartel Jalisco Nueva Generación (CJNG).

-Y entonces el padre Marcelo, se limitaba a responder “¿Qué más quiere decir? (…) Buscamos siempre la paz para el pueblo”.

-De este llamado depende la tranquilidad y vida de cada uno de los suyos (…) En estos momentos, fuera de la parroquia, hay dos camionetas negras tipo suburbano con ocho de mis mejores sicarios esperando a que yo y usted terminemos de dialogar. (…) Si usted hace las cosas bien padre, yo no tengo por qué entroncar el bonito porvenir ni de usted ni de nadie de los suyos, pero de aquí de antemano si usted piensa que este llamado es un juego o una broma, se lo juro por el mismo Dios que usted cree y yo creo que usted va a hacer las noticias el día de mañana.

Foto: Armas incautadas a uno de los grupos disidentes de las FARC en Colombia. (Reuters/Luisa González)

-¿Algo más tiene qué decir?, responde el sacerdote.

-¿Podemos darle solución a esto por la vía pacífica o quiere que le demos solución por la vía violenta?

-Yo no tengo ningún problema.

(…)

-¿Nos quiere tener al CJNG como amigos y protectores o nos quiere tener como enemigos o verdugos?

-Yo no tengo enemigos, a todos los veo como hermanos. A toda la humanidad.

-De antemano, le voy a decir la situación: ‘en boca cerrada no entran moscas’. Usted lo sabe bien que en este tipo de mañas ‘vive más el que sabe menos’, concluye el sicario.

Y el padre Marcelo, que sabía, así me lo confesó, que aquella no era una amenaza más, no se calló. Pudo hacerlo, pudo huir, pudo quedarse en su parroquia con los quehaceres de sus rosarios y sus velas, sin levantar la voz, sin volver a denunciar a tanto nauseabundo miserable, y aferrándose a esa idea de que todo lo que sucede es de alguna manera bajo el manto de Dios. Pero no, él cumplió la palabra dada a su espejo y a sus feligreses, y mantuvo su compromiso con la comunidad, con denunciar, con ser verbo, entra tanta inmundicia.

Y el asesino que estaba al otro lado de aquel teléfono también cumplió la suya. Y él, u otros como él, mataron al padre Marcelo, como todos sabían desde hace años que iba a suceder sin que nadie hiciera nada. “Por supuesto que sé que hay personas que me quieren matar. Yo he optado por dar mi vida por la paz. La paz es más importante que mi vida”, me dijo en 2021. Y murió sin que haya esa paz que anhelaba, sin que se atisbe siquiera en los Altos de Chiapas, un hombre bueno, un soldado pacífico de su Dios.

“Al padre Marcelo lo quieren matar. Como lo querían matar en 2015, cuando le conocimos en su parroquia de Simojovel, en Los Altos de Chiapas, México…”. Así empezaba el artículo publicado en este periódico el 28 de agosto de 2021. Y el domingo 20 de octubre de 2024, finalmente, al padre Marcelo lo mataron.

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