Una hora con cinco prisioneros rusos en su celda de Ucrania
Son todos soldados detenidos durante la operación en Kursk. Aunque Moscú aseguró que iba a recuperar su territorio para el 1 de octubre, Kiev todavía mantiene control sobre parte del territorio ruso
Román tiene los ojos azules y una bala en la espalda. El miedo lo perdió el día que casi lo matan. Quizás por eso es el primero en hablar. O tal vez porque quiere fumarse un cigarro. Encorvado entre dos literas, estira su cuerpo vendado y se encoje de hombros. A sus 50 años, cumplía dos patrullando la frontera de Kursk con Ucrania. Ahora lleva semana y media entre rejas.
Cuatro hombres más levantan la cabeza cuando cae el candado. El portón chirría, la celda se abre. Son rusos de entre 19 y 60 años despojados de uniforme. Hasta hace poco, soldados con un fusil al hombro. Ahora, prisioneros de guerra encerrados en una cárcel ucraniana cercana a la frontera. La misma frontera que violó el Kremlin en febrero de 2022. La misma que les ordenaron defender y no pudieron dos años y medio más tarde, cuando las tropas de Kiev asaltaron Kursk, cambiando el curso de la guerra.
Hermanos de armas despojados de galones. Compañeros en un pequeño habitáculo en el que apenas caben tres camas, dos percheros, una tele y un banco. También hay un lugar seguro, el baño oculto detrás de una puerta de madera. Un hueco en el que desaparecer de una cámara que vigila cada movimiento, y de las miradas aburridas del resto. El 8…, el 11…, el 23… Cada uno llegó aquí en una fecha diferente, con rangos militares diferentes, procedente de brigadas diferentes que tenían misiones diferentes, y todas sufrieron derrotas similares.
—Sabíamos que los ucranianos atacarían, pero no imaginábamos que enviarían a todo su ejército. Esperábamos grupos más pequeños— resume Román. La inteligencia occidental está de acuerdo: Rusia anticipó la ofensiva ucraniana en Kursk. Pero no supo o no pudo pararla.
Sus compañeros asienten. Los cinco tan distintos y tan iguales. Todos con el temor inicial de ser torturados. Todos amaneciendo con la duda creciente de si algún día volverán a despertar en el colchón de su cama. Porque una de las pocas cosas que comparten los militares de la celda número 7 es que no conocen a ningún soldado ruso que fuera intercambiado.
"No estábamos preparados"
Hay dos cosas más en las que coinciden: el modelo de chancletas y el lugar en el que fueron capturados. Los cinco en el distrito de Sudzha. Román fue el último en entrar.
—Los comandantes cierran los ojos y actúan como si no pasara nada. Solo piensan en sí mismos y nos abandonan —balbucea Román con los brazos cruzados—. En Kursk no estábamos preparados.
Artem y Alexandr también quieren contar. Sergey, de tan solo 19 años, asiente. De ojos tímidos, piel blanca y cuerpo débil, apenas abre la boca. En la cárcel sigue habiendo normas y gradaciones, por más que sean prisioneros de guerra. El más veterano, tocayo del joven, es el único que se mantiene en pie durante todo el encuentro, estudiando las preguntas y respuestas del resto. Suspira, cabecea y resopla hasta arrancar.
Él, como comandante de un grupo de asalto, ordenó embestir a las filas ucranianas que avanzaban hacia el interior de Kursk. Los Storm-V, antes bajo la inicial Z, son unidades formadas por exconvictos, pero dirigidas por militares. Han participado en batallas importantes como la de Avdiivka o Bajmut como primera ola para saturar la defensa ucraniana hasta dejarla tiesa de armamento y descubrir su posición. El trato era jugarse la vida seis meses a cambio de la libertad. Una promesa sin cumplir: Rusia necesita carne de cañón.
“Firmé el contrato en abril. Si no estoy combatiendo, me pagan 70.000 rublos (algo menos de 700 euros). Si voy a primera línea pueden ser hasta 500.000 (alrededor de 5.000 euros), pero tienes que sobrevivir. Y no más de un 10% lo hace en cada ataque”, atestigua Sergey el viejo.
Él tuvo suerte. O no. Todavía no lo tiene claro. Transferido a Kursk el 6 de agosto, sus problemas comenzaron en Sudzha, la población más grande capturada por Kiev hasta la fecha. “Nuestro almacén estaba en la estación de tren. [Los ucranianos] empujaban tanto que nos obligaron a abandonar la posición, y no salió bien. La huida no tenía sentido. Estábamos rodeados”, recuerda captando la atención de los demás.
Aun así, un compañero y él no se dieron por vencidos. Dejaron todo atrás y se internaron en la maleza con el objetivo de esquivar el cerco. Su fuga duró 21 días. “Mientras uno descansaba, el otro hacía guardia, pero él se quedó dormido en su turno y nos atraparon”, explica. No hay rabia ni resentimiento. Solo una voz acelerada que recuerda el día que él hubiera querido que fuera el último.
“De no haberse dormido, de haber sido yo el que vigilaba, me hubiera volado con una granada”, confiesa. Sergey apoya las manos en los muelles metálicos de una litera sin manta ni colchón. La luz se cuela por la pequeña ventana, iluminando su cabeza desnuda.
—¿Sigues pensando que era la mejor decisión?
—Si Dios hace algo es por tu bien –responde.
—¿Y por qué crees que Dios te quiere aquí?
—Todavía no lo sé —reconoce—. Pero Dios nunca te pide más de lo que puedes soportar. Cada uno cree a su manera.
La fe y la confianza también juegan un papel importante con sus testimonios. Salvo Román, que pasó todo su servicio en el interior de Rusia, el silencio del resto permite intuir que combatieron en Ucrania. El dónde, cómo y cuándo son datos extraviados. Información que prefieren omitir, y sus captores conocer. También los agentes de la inteligencia ucraniana que les interrogan de vez en cuando.
De no ser intercambiados con prisioneros de guerra ucranianos en Rusia, sus actos podrían terminar en condena. Otros, represalias a su regreso. Según la ley firmada por Putin en septiembre de 2022, la rendición en el campo de batalla tiene una pena de 3 a 10 años de cárcel.
—El FSB [seguridad interior] vendrá cuando nos liberen. No hay duda de la culpa es de nuestros comandantes, pero a ver a quién encuentran ellos culpable…— lamenta Artem.
—Realmente no sabemos qué ocurrirá, pero habrá seguro muchas preguntas— pronostica Sergey.
—Los del FSB de fronteras fueron intercambiados muy rápido. Nosotros aquí estamos— acentúa Aleksander.
—Yo tengo claro que no volveré —sentencia Román con un pequeño hilo de voz—. Ni al Ejército ni al frente.
Negarse a servir también acarrea penas de prisión, pero él fue movilizado y ha cumplido la edad para dejarlo: 50 años. Menos optimistas parecen los chechenos que ocupan dos celdas de esta prisión. Apti Alaudinov, comandante del brutal batallón Akhmat, fue claro tras las primeras derrotas en Kursk: “No creo que merezcáis vivir. Estoy asombrado si pensáis que seguiréis vivos después de levantar las manos y haberos rendido como niñas pequeñas”.
Por esta y otras amenazas, y los propios derechos recogidos en la Convención de Ginebra, cada recluso tiene el la opción de declinar entrevistas o salir en las fotografías. La mayoría prefiere mantenerse al margen, aunque parezca difícil negarse con las puertas entreabiertas y el pasillo lleno de guardias ucranianos. ¿Rechazarla tendrá consecuencias? ¿Será la excusa para un castigo? ¿Hablar bien reportará beneficios? Dudas que rumian en silencio con la cabeza gacha el medio centenar de presos que vive en este pasillo bajo tierra.
“Los presos de Kursk no provocan peleas. Se portan muy bien”, confirma Volodímir Alifanov, vicealcaide de la prisión. Con ocho años de experiencia, y víctima de un bombardeo ruso que calcinó su casa, resume con pragmatismo el sentir de muchos en Ucrania: “Como civil estoy enfadado con ellos, pero estamos preparados para ser profesionales. Haciéndolo así, confiamos en que traten igual a los nuestros en Rusia”.
Un secreto a voces
La cárcel es un espejo del campo de batalla. Las capturas más recientes confirman lo que el Kremlin niega: cada vez son más y mejores tropas las enviadas por Moscú para retomar su propio territorio. O al menos para no seguir perdiéndolo.
Si al inicio la mayoría de prisioneros eran conscriptos o guardianes de fronteras, ahora el grueso son profesionales llegados Vovchansk, Donbás y Zaporiyia. Putin pidió recuperar Kursk para el 1 de octubre y, en el momento de escribir esta crónica, parece lejos de conseguirlo.
A falta de resultados, Rusia bombardea noche y día los pueblos fronterizos y la capital de Sumy. En las últimas semanas han destruido dos hospitales, un geriátrico y varias decenas de casas de civiles. Por la noche, las ametralladoras rasgan el cielo para derribar drones shahed de gran tamaño. Todos –asegura Artem mirando al resto— han pensado que podrían ser el objetivo.
“Cada uno tiene sus miedos en la cabeza. Pero no hay nada peor que el Baba Yaga”, dice Sergey, en referencia al dron ucraniano capaz de transportar 20kg de munición. “Ese sonido…”.
Su suspiro tapa la boca del resto. Cada jornada, entre seis y siete drones de este tipo bombardeaban las posiciones que sostenían él y sus hombres. Cinco o seis más al caer el sol, explicará después. “Las tropas ucranianas no sabían cuántos éramos, pero nos impedían abandonar la posición. Nos bombardeaban sin descanso”, recuerda.
—¿Anti drones tení…?
—¿Anti dron? — Interrumpe Sergey con una carcajada sarcástica—. Yo pertenecía a un grupo de asalto dividido en dos. Mientras uno protegía la retaguardia, el otro atacaba Sudzha. Hasta que entraron, no supimos la que se nos venía encima.
Un fuerte golpe metálico interrumpe la conversación. Los ojos se vuelven hacia el pasillo. La puerta se ha cerrado.
—Bueno, creo que ahora somos compañeros de piso.
—Te dejamos gratis la litera de arriba— bromea Sergey, sonriendo por primera vez.
Todos se echan a reír.
Son hombres nerviosos que no saben a ciencia cierta quién es su interlocutor, para quién trabaja o cómo utilizará sus palabras. Personas que nunca se imaginaron entre rejas. Soldados que, a diferencia de otros muchos en esta invasión rusa, una guerra de agresión, peleaban en el interior de su país. En el interior de sus fronteras. Una diferencia sustancial que afecta a todos los niveles. También, a los periodistas ucranianos. Algunos vienen a esta cárcel y otros prefieren no hacerlo, la mayoría, simplemente, se sienten raros.
Anna* es una de ellas. Al final de la visita, entra unos minutos a la celda número siete. La conversación con los Sergeys, Aleksander, Artem y Roman es tensa y breve. Sale nerviosa. Con la mirada perdida. “No sé lo que pienso ni lo que siento ahora mismo”, murmura en el pasillo. “Han venido a matarnos. Bueno, no ellos directamente, pero Rusia vino a matarnos. Y parecen tan humanos…”.
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El Confidencial ha modificado el nombre de la periodista ucraniana para respetar su intimidad.
Román tiene los ojos azules y una bala en la espalda. El miedo lo perdió el día que casi lo matan. Quizás por eso es el primero en hablar. O tal vez porque quiere fumarse un cigarro. Encorvado entre dos literas, estira su cuerpo vendado y se encoje de hombros. A sus 50 años, cumplía dos patrullando la frontera de Kursk con Ucrania. Ahora lleva semana y media entre rejas.