Israel no sale del trauma del 7-O con su futuro a examen y un Netanyahu aferrado al poder
Las últimas operaciones militares refuerzan la figura del primer ministro y dejan en segundo plano el estancamiento en Gaza, la liberación de los rehenes y la solución de importantes problemas internos
Israel afronta el primer aniversario de la matanza del 7 de octubre sin haber podido superar aún el trauma del mayor ataque terrorista de su historia. Lejos de resolver la guerra en Gaza y la liberación de los rehenes, el Ejército hebreo se centra ahora en nuevos frentes con otros enemigos tradicionales. Las operaciones sobre el Líbano, el descabezamiento de Hezbolá y las hostilidades con Irán han amortiguado el rechazo a la figura del primer ministro, Benjamin Netanyahu. La contienda también ha postergado la solución a importantes retos internos como la inestabilidad parlamentaria, los asentamientos o la integración de los ultraortodoxos, aspectos clave para el futuro del sionismo.
La sociedad israelí revivió sus peores fantasmas. El asesinato de cerca de 1.200 personas y el secuestro de otras 250 recordó al Estado hebreo su vulnerabilidad. El brutal atentado de los islamistas palestinos de Hamás fue la mayor matanza de judíos en un solo día desde el holocausto nazi. Se calcula además que dejó 5.000 heridos y un estado de shock a nivel nacional. Además, la ONU confirmó que hay "información clara y convincente" de que los terroristas llevaron a cabo agresiones sexuales durante el asalto y tras el rapto de decenas de mujeres, en su mayoría jóvenes que disfrutaban de un festival de música cerca de la Franja.
"No conozco a nadie de mi círculo de amigos que no tuviese que ir a un funeral", dice desde Tel Aviv la jueza Nava Ben-Or, dedicada a acumular indicios de la violencia sexual. El golpe sacudió a casi todo un país de apenas nueve millones de habitantes. "Cambió la historia de Israel y del pueblo judío", afirmó el entonces portavoz del Ministerio de Exteriores, Lior Haiat. Desde su Departamento acostumbran a usar un dato para contextualizar los hechos: atendiendo al número de víctimas y población, el 7-O para Israel es como si en el 11-S de Nueva York hubiesen matado a 48.000 personas.
Los más veteranos recordaron durante aquella mañana la zozobra vivida tras el ataque sorpresa del Yom Kipur de 1973, cuando Siria y Egipto asomaron a Israel al abismo de su desaparición. La diferencia es que aquella vez se repusieron con rapidez en el campo de batalla, mientras que ahora no se atisba un final a corto plazo ni un plan definido. Medio siglo después, la primera lección del 7-O es que Israel sigue sin poder bajar la guardia en un vecindario con demasiados enemigos. La contienda en Gaza permanece estancada, incluso Hamás se repone en algunos puntos del enclave que ya se dieron por controlados.
Todavía no hay respuesta para el día después, si es que se logra acabar con Hamás. Un ataque selectivo asesinó en Irán al líder de la rama política del movimiento islámico, Ismail Haniye, pero el jefe del aparato militar que diseñó el atentado, Yahya Sinwar, sigue escondido. De los 250 rehenes, se liberaron un centenar en noviembre, pero el resto siguen bajo cautiverio. Se sabe que muchos han muerto y algunos fueron liberados en operaciones especiales. Las negociaciones para un acuerdo de alto el fuego han encallado una y otra vez y las familias de los secuestrados culpan a Netanyahu. El tiempo juega en contra de los capturados y se estima que apenas quedan decenas de ellos con vida.
Las calles de Israel siguen un año después empapeladas con las fotos de los fallecidos y secuestrados. Los lazos amarillos que simbolizan el movimiento de solidaridad está presente en las puertas de los comercios, en instituciones oficiales, en las solapas de las chaquetas. El lema Bring Them Home Now (Traedlos a casa ya) cuelga de balcones y fachadas. Durante estos 12 meses, la programación de los canales de televisión se han dedicado casi en exclusiva a informar de los avances de la guerra y dar voz a los testimonios de las víctimas. Es como si el país hubiese encallado en esa fecha. Por contra, apenas se ven imágenes de lo que sucede dentro de Gaza, casi siempre planos traseros que enfocan a los militares hebreos. Los israelíes viven pegados a sus teléfonos móviles, pendientes de las aplicaciones que les avisan dónde caerá el próximo misil.
Israel descuidó su seguridad los años previos al atentado. Se sumergió en una permanente crisis política provocada por la inestabilidad parlamentaria. A esto, se sumó una polarización extrema por la reforma judicial con la que Netanyahu pretendía blindarse frente a acusaciones de corrupción.
El 7 de octubre sorprendió al Ejército, que tardó horas en intervenir. Hamás hizo saltar por los aires el prestigio de una de las mayores potencias militares y tecnológicas del mundo, también de sus servicios de inteligencia, al menos del Shin Bet (seguridad interior). Es una deuda demasiado grande con una sociedad que entrega varios años al servicio militar obligatorio y luego se convierte en reservista durante décadas. Un año después de la tragedia, la que es una de las instituciones vertebradoras del Estado, no ha depurado sus responsabilidades. Tampoco ha contestado a preguntas necesarias para cerrar la herida, como qué falló y por qué no se detectaron las señales.
El atentado lo asumió un Gobierno sostenido por complejas alianzas, que le convierte en el más radical de los 76 años de vida de Israel. Los socios de Netanyahu tienen un poder exagerado, incluso en un contexto de paulatina derechización del país. Este bloque junta en la Knesset 64 escaños, solo tres por encima de la mayoría absoluta. El partido del primer ministro, el Likud, representa 32 asientos y su principal aliado, los ultraortodoxos sefarditas de Shas, ya aporta 11. El segundo socio son los sionistas religiosos de Bezalel Smotrich, con ocho escaños. Esto significa que cualquier tibieza en el campo social o con los palestinos le costaría el Gobierno a Netanyahu.
Esta encrucijada explica muchas de las decisiones adoptadas por el Ejecutivo a lo largo de este año. Si mantiene esos apoyos, el dirigente democrático más longevo del siglo XXI, podrá seguir gobernando al menos hasta agotar la legislatura, en 2026. Es difícil vaticinar el final de un político que sobrevive a sus rivales, sabe jugar con los tiempos y siempre cuenta con una vida extra. El clamor por su renuncia fue abrumador tras el atentado. En las calles de Israel, principalmente en Tel Aviv, se repetían mucho unas pancartas rojas con su cara y letras grandes que le señalaban directamente: "Tú eres la cabeza, tú eres el culpable". Pero tras estos 12 meses, la situación ya no es tan clara.
La urgencia de la guerra, las llamadas a la unidad y la movilización de decenas de miles de reservistas han diluido la fuerza de la sociedad civil que invadió las calles contra su reforma judicial. El contexto bélico actual es más complejo y Netanyahu ya no aglutina el rechazo transversal previo al atentado. Hace una semana, el Canal 12, uno de los más importantes del país, publicó una encuesta sobre valoración de voto tras el asesinato del líder de Hezbolá, Hasan Nasrallah. El resultado es que el Likud volvería a ganar y que Netanyahu es el líder mejor valorado. La oposición sumaría más escaños, pero eso nunca es garantía de nada con un 'Bibi' acostumbrado a tejer alianzas imposibles.
Eso a pesar de que el atentado del 7-O es también la constatación del fracaso de la estrategia que ha seguido el líder del Likud a lo largo de toda su carrera. Desde su primera aparición como primer ministro, en 1996, dejó claro que nunca creyó en los Acuerdos de Oslo que fijaron la primera piedra para un futuro Estado palestino. Su plan siempre se centró en lograr la paz con los países del entorno y dejar morir lentamente las aspiraciones de autodeterminación de una causa palestina sin interlocutor claro, por la división entre Hamás, en Gaza, y Al Fatah, en Cisjordania.
Y lo cierto que las cosas marchaban bien para sus intereses. Egipto y Jordania ya no eran un problema. Los llamados Acuerdos de Abraham para la normalización de relaciones entre Israel y los países árabes contaba con el patrocinio de Estados Unidos y la firma de Marruecos y Emiratos Árabes Unidos. Todo hacía presagiar que Arabia Saudí sería el siguiente, lo que hubiese supuesto un aislamiento peligroso para Irán. El régimen de los ayatolás es hoy la mayor amenaza para Israel y el antagonista secular de los saudíes en Oriente Próximo. La brutal respuesta de Tel Aviv en Gaza con decenas de miles de muertos ha dejado en punto muerto el camino emprendido por Netanyahu.
"Hamás ha ganado el primer round, entendió al mundo y la mentalidad israelí", decía semanas después del atentado Alberto Spektorowski, colaborador en las negociaciones de paz con los palestinos en Camp David (2000). Se refería a que los islamistas sabían que la respuesta de Israel sería feroz y eso pondría de nuevo en el centro de la agenda la cuestión palestina. Las muertes de civiles en Gaza sumirían a Israel en el descrédito y la comunidad internacional le empujaría a sentarse a negociar. Sin embargo, la contienda en Líbano y, sobre todo, el enfrentamiento con Irán, ha obligado ahora a revisar conceptos y a muchos agentes internacionales a reposicionarse, principalmente por la amenaza que supone Teherán.
Los planes militares de Netanyahu han tensado al máximo la relación con Estados Unidos, su principal aliado, pero no han llegado a romperse. Ni siquiera las elecciones a la Casa Blanca de noviembre pondrán en riesgo el apoyo de la primera potencia del mundo, ya sea con Donald Trump o Kamala Harris. Las críticas de Washington a las decisiones de Netanyahu no han condicionado la autonomía del país hebreo. El propio Netanyahu fue invitado en julio como orador en el Congreso estadounidense. Fue su cuarta intervención ante la cámara, superando con ello a Winston Churchill como el líder internacional con más comparecencias.
Además, que los acuerdos de Abraham quedasen congelados no quiere decir que no puedan retomarse en el futuro. Ninguno de los firmantes los ha revocado y en los países árabes no ha habido un levantamiento popular tras la guerra en Gaza. Tampoco lo ha habido en Jerusalén ni en Cisjordania, donde residen cerca de tres millones de palestinos. Tampoco entre los árabes israelíes, que representan el 20% de la población del Estado hebreo. Una de las ciudades con mayor presencia de barrios judíos y árabes es Haifa. "Pienso que ese 20% se ven parte de la sociedad israelí y también ellos sufren el ataque que viene del Líbano y el que vino de Gaza, incluso hubo secuestrados árabes", opina Aaron Kababie, vecino de Haifa y veterano de la guerra de 2006 en Hezbolá en Líbano.
Samuel Tobías es neurocirujano del Hospital de Galilea, hoy con una planta subterránea con capacidad para 1.000 pacientes para resguardarse de los misiles de Hezbolá: "La gran mayoría de mis médicos residentes son musulmanes, hay árabes cristianos y tengo drusos, y no hay ningún conflicto en lo más mínimo". Sin embargo, algo se rompió tras el atentado del 7 de octubre entre un sector de la población judía, tradicionalmente más proclive a un acuerdo con los palestinos. Eso se debe a la brutalidad del atentado y a que se cebara especialmente con los kibutz de los alrededores de la franja de Gaza.
En Israel se usa el término yafei nefesh (almas bonitas) para definir despectivamente a los moradores de los kibutz, las comunidades agrícolas autogestionadas donde se vota principalmente a la izquierda. En el comedor del kibutz Nir Oz, arrasado por Hamás, había un tablón de anuncios que anunciaba la organización de un desplazamiento ese mismo sábado a Tel Aviv para manifestarse contra Netanyahu. Mucha de la gente con este perfil experimentó un antes y un después del 7-O en su manera de concebir la relación con los árabes.
El doctor Tobías se define dentro de ese espectro ideológico progresista y admite haber cambiado: "Te da una bofetada. Han derribado toda la esperanza que tenía. Siempre he apoyado la coexistencia y los dos estados. ¿Cómo sostienes el discurso de que quieres hacer la paz con alguien que no quiere hacer la paz contigo? Y quienes quieren hacerlo, no tienen forma de alzar la voz". Termina su reflexión con una frase que atribuye a Golda Meir: "Espero que algún día los árabes amen a sus hijos tanto como odian a los judíos".
Una evolución parecida ha experimentado el matrimonio Chepelinsky, dueños de una fábrica de chocolates en los Altos de Golán, territorio conquistado a Siria en la Guerra de los Seis Días de 1967. Tienen un hijo sirviendo en Gaza y son residentes en el kibutz Ein Zivan, a dos kilómetros de la frontera siria: "Hay que ser el malo de la película porque ser el bueno demostró que no sirve. Aparentemente, en Medio Oriente, al que se le tiene más miedo es el que tiene derecho a vivir en paz. Y lo digo con bronca y tristeza, porque yo no soy así".
Tanto el doctor Tobías como los chocolateros del Golán rondan la cincuentena. Sus opiniones contrastan con las de los kibutz de la generación anterior. El matrimonio formado por Yehuda e Illana Goffer supera los 80 años de edad y llegó desde Argentina en 1972. Hoy viven realojados en un hotel en Tiberíades y no renuncian a la paz con los palestinos a pesar de todo: "Tienen que apoyarnos y nosotros a ellos, tienen un porvenir como el nuestro, esta zona es rica en todo", dice él. Preguntados acerca de si el proyecto sionista tiene futuro en estas circunstancias, ella contesta rotunda y optimista: "Sí, y vamos a hacer todo lo posible para que siga funcionando y podamos seguir viviendo aquí".
Estos dos ancianos representan otro de los grandes retos tras el atentado: los desplazados. Dar solución a este problema empuja a Israel a continuar sus incursiones en Líbano y Gaza. Tras el 7 de octubre fueron 240.000 las personas desalojadas de 96 localidades; 54 cercanas a la Franja de Gaza y 42 en el norte. Algunos van regresando poco a poco, otros se resisten a volver mientras no se garantice su seguridad. En su mayoría están ubicados en hoteles de todo el país a cargo del Estado. A la escasez de turismo extranjero se le une la dificultad para liberar plazas hoteleras para el turismo nacional. Los cultivos de las localidades abandonadas se han malogrado y muchos reservistas han perdido su trabajo o se han arruinado al tener que interrumpir sus negocios. Ya no es solo un problema de seguridad, sino económico.
En cuanto a los jóvenes, al menos en las calles de Tel Aviv, presentaron esta semana durante las noches del año nuevo judío un aspecto vivo y multitudinario con terrazas y bares abarrotados. Sigue la vida en la gran urbe israelí. No son fiestas de celebración desaforada. Es una puesta en escena más propia de una tarde de domingo en La Latina madrileña. Pero en un simple vistazo se aprecia que falta un rango de edad de entre 30 y 40 años, movilizados en la reserva. En uno de estos bares hay un joven alto y de complexión fuerte que pertenece a esa generación. Cruza la sala del local con una cojera evidente porque tiene una pierna biónica.
Según el Instituto Internacional de Estudios Estratégicos (IISS), citado por la BBC, Israel tiene alrededor de 178.000 soldados en servicio, además de unos 460.000 militares de reserva. Eso le convierte en uno de los ejércitos más numerosos del mundo en proporción a su población. Son necesarios muchos efectivos para a hacer frente a todos sus enfrentamientos en Oriente Medio: Gaza, Cisjordanía, Hezbolá en Líbano, Siria, Irán, los hutíes de Yemen y las milicias chiíes de Irak.
La guerra, a la larga, también supone un desafío en un campo que es orgullo nacional. La considerada start up nation se arriesga a la fuga de cerebros hacia Estados Unidos y otros destinos más seguros para la industria. El plano social, según datos del Ministerio de Aliá e Integración, 31.000 judíos decidieron establecerse en el país durante este último año, en su mayoría rusos. Pero la cifra de los que se han marchado podría llegar a ser el triple, según algunas estimaciones. Este verano, el diario Haaretz se hizo eco de una encuesta, según la cual uno de cada cuatro judíos israelíes abandonaría Israel y se iría a otro país si pudiera. Esto aporta señales respecto al estado de salud del sionismo.
Fuentes consultadas por este periódico ponen el acento no solo en el número, sino en el perfil de los que se van y de los que llegan. Advierten de la entrada de personas con menores recursos, tradicionalmente relacionados con la derecha israelí, y más radicalizadas, lo que refuerza los sectores más beligerantes de la sociedad. La punta de lanza son los colonos en Cisjordania (se estima que en torno a 300.000), protagonistas de episodios violentos contra la población local palestina que suponen un riesgo potencial para la estabilidad también en el otro enclave palestino.
Si bien el principal problema a largo plazo del Estado, tal y como fue concebido por sus fundadores, como un régimen democrático de Estado de derecho laico, es la demografía y principalmente la tasa de natalidad de los ultraortodoxos. Actualmente, de los nueve millones de habitantes, los judíos laicos y tradicionalistas representan el 57%, el 21% son árabes, y el 13%, ultraortodoxos. El experto en demografía judío Sergio Della Pergola maneja datos de futuro que dan la vuelta a ese mapa.
Según sus estudios, el país tendrá 15 millones en 2048 y 20 millones en 2065, pero los ultraortodoxos —con una tasa de natalidad de 6,5 hijos— representarán entonces el 24%, mientras que los árabes israelíes se mantendrán en el 21. Eso obligará a repensarse a un Estado que ni siquiera ha sido capaz de aplicar todavía la resolución judicial que obliga a integrar a los haredim en el Ejército, con el riesgo que eso supone para Netanyahu de enfadar a su socio prioritario. Estos y otros debates urgentes han quedado, sin embargo, aplazados en un país que vive ahora pendiente de las alertas de su móvil que avisan del lanzamiento de un misil cercano y de las noticias que especulan sobre la respuesta de Israel al último ataque iraní.
Israel afronta el primer aniversario de la matanza del 7 de octubre sin haber podido superar aún el trauma del mayor ataque terrorista de su historia. Lejos de resolver la guerra en Gaza y la liberación de los rehenes, el Ejército hebreo se centra ahora en nuevos frentes con otros enemigos tradicionales. Las operaciones sobre el Líbano, el descabezamiento de Hezbolá y las hostilidades con Irán han amortiguado el rechazo a la figura del primer ministro, Benjamin Netanyahu. La contienda también ha postergado la solución a importantes retos internos como la inestabilidad parlamentaria, los asentamientos o la integración de los ultraortodoxos, aspectos clave para el futuro del sionismo.
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