"No queremos ser Barcelona": Bali ataca el modelo turístico español... pero ya lo tiene
El 'Tourists go home' ha dañado la imagen de Barcelona. Pero lo que el ministro indonesio quiere decir es que "no queremos que los balineses se enfaden como los barceloneses"
Bali dice que no quiere convertirse en Barcelona. Así lo ha expresado el ministro de turismo indonesio, Sandiaga Uno, que puso a la icónica ciudad condal como ejemplo de lo que ellos no quieren convertirse. "Cosas como las protestas de Barcelona no deberían ocurrir en Bali, porque si la gente se siente incómoda con la presencia de turistas, surgen malos excesos", manifestó el mandatario.
A muchos kilómetros de la isla asiática del Pacífico, tres parejas de veteranos ingleses conversan a inicios de septiembre en un alojamiento de Damaraland, en medio del desierto namibio, y al enterarse de la presencia de un español manifiestan: "A nosotros nos encantaba ir a España, pero tras ver lo que ha pasado en Barcelona y otras ciudades parece que no somos más bienvenidos. Habrá que buscar lugares donde no les incomode nuestra visita".
Y unos kilómetros al norte de Damaraland, en Epupa Falls, Samuel, un himba propietario del Epupa Falls View Camp Site se lamenta de que este año una reconocida empresa de viajes española en África con sede en Barcelona no ha incluido casi en sus rutas parar en ese lugar: "Antes venían muchos españoles aquí, pero este año los camiones con turistas de tu país no han parado apenas en Epupa. Y se ha notado", explica.
Las tres frases, la del ministro, la de unos simples viajeros británicos y la de un guía de una tribu indígena, sirven para enmarcar lo complejo de este problema. ¿Qué modelo de turismo funciona para viajeros, vecinos y profesionales del sector?
El "Tourists go home" ha dañado la imagen de Barcelona, aunque el turismo demuestra que sufre de amnesia con facilidad. El modelo de vuelo barato con juerga barata en lugar bello, sin enfermedades y violencia acechando, es inmortal. Bali esto lo sabe muy bien. Las palabras del ministro indonesio lo que quieren decir es que "no queremos que los balineses se enfaden como los barceloneses", porque en todo lo demás, Bali, como toda la zona del sudeste asiático, existe un modelo de turismo masivo y económico, en el que se han invadido espacios culturales y sociales de la población autóctona desde hace décadas.
Un columpio en los arrozales
Los lugares más icónicos de Bali, como la llamada Puerta del Cielo, donde los viajeros se sacan una preciosa foto entre dos columnas, un volcán al fondo y sus cuerpos reflejados en el agua; el templo de Tirta Gangga, donde la instantánea es entre peces de colores; o los famosos arrozales, donde el verde se escalona entre terrazas infinitas, lo que no muestran es que, en el primero, hay una larga cola de gente esperando su turno. En el segundo hay que cerrar mucho el encuadre para que no salga gente apoyada en las plataformas limítrofes cebando el agua para atraer otros peces y, en los arrozales, junto a la idílica imagen de los campesinos, hay enormes corazones o columpios para instagramers. Nada, en todo caso, que no suceda en la totalidad de los lugares más turísticos del globo.
Y ahí entran en juego dos variables. El turismo representaba antes del covid el 80% del PIB de la isla. La pandemia puso toda la economía local contra las cuerdas. Ahora se está a punto de igualar los números de visitas de entonces, pero se están produciendo ajustes y quejas entre la población ante un modelo de cantidad más que de calidad. Hay webs de viajes especializadas en viajes que cifran el gasto medio diario en este "paraíso", incluyendo comer, dormir y transporte, en 70 euros.
Es cierto que la isla ha empezado a tomar medidas drásticas para evitar una masificación, que ya ha generado recientes controversias. Por un lado, han prohibido la construcción de nuevos alojamientos en las zonas más turísticas de la isla y, por otro, han comenzado a ser más estrictos con vigilar la caducidad de los visados y expulsar a los turistas que generan problemas. Recientemente, un ciudadano ruso que tuvo una bronca en un restaurante fue llevado al aeropuerto y devuelto a su país.
Fue justamente la llegada de ciudadanos de Rusia a la isla la que hace un año levantó una primera oleada de protestas. No fue lo de Barcelona en los que se les arrojaba agua a los visitantes, los balineses son más tranquilos, pero hubo una queja general. "Los rusos nos quitan la comida. Trabajan como conductores, guías turísticos, alquilan motos, hostelería… Hay muchos ejemplos", señalaba a este periódico Putu, un conductor balines dedicado a llevar turistas. ¿Y en qué os faltan el respeto? "Hace pocos días teníamos una de nuestras ceremonias religiosas del silencio. Se cortan las calles para que se hagan los rituales. Ellos no lo respetan y acabaron provocando peleas con la gente. Algunos han defecado en templos y lugares sagrados. Estaban borrachos. Otros han intentado entrar en el templo Tempuyang vestidos como balineses y sin querer pagar los tickets", decía el enfadado taxista balinés.
Putu, al que conocimos en agosto de 2022, pasó en un año de estar ansioso porque volviera un turismo desaparecido tras la pandemia, lo que dejó en la ruina a su familia, a querer poner ciertos lógicos límites. "Queremos que vengan turistas, claro que son bienvenidos, pero que sea gente educada y que respete nuestra cultura", reitera en septiembre de 2024.
El trasfondo del asunto está el modelo de negocio. En el sudeste asiático se impuso, tras la llegada en los años 60 de grupos de hippies occidentales que creaban comunidades espirituales, un modelo que ha ido evolucionando. Los hippies son ahora un hormiguero de mochileros que se mueven entre estos países como el que se mueve por el Metro de una gran ciudad. A eso se ha unido el masivo turismo chino, indio y de los países limítrofes. Y el cóctel, como prevé el ministro indonesio, está a punto de estallar o ya ha estallado.
Un mar de plásticos en Halong Bay
La Bahía de Halong, en Vietnam, es uno de esos lugares emblemáticos del planeta. Altas rocas que salen de un mar azul y tranquilo. Eso venden las agencias de viaje y las fotos que circulan por redes sociales. Sin embargo, la realidad es algo distinta. La idílica imagen de un barco anclado en medio de un paraíso es en realidad una sucesión de hasta 60 grandes cruceros anclados en la misma zona en la que de noche se puede llegar a escuchar a Los del Río y su popular "Macarena". Por la mañana, cuando todos esos barcos emprenden la marcha al amanecer, la basura que sueltan las navieras flota en el agua. Es un espectáculo triste.
No es barato el crucero por Halong, algunas naves pueden costar entre 200 y 500 euros la habitación doble la noche, pero es el capricho que muchos se dan en un viaje en el que, sin problema, se puede recorrer todo el país con un gasto medio de 40 o 50 dólares por persona y día.
Esa masificación, en el que en el muelle de partida hay cada día miles de viajeros que suben y bajan de barcas y algunos botes locales persiguen a los grandes buques para vender a los turistas refrescos o snacks, ha provocado primero una enorme contaminación. En 2023, 6,8 millones de personas visitaron la bahía. En 2010, lo hacían 1,6. Eso ha generado que más de la mitad de los corales han ya desaparecido y que 5.000 toneladas de plásticos acaben en esas aguas.
Pero generan también millones de dólares y apetitosas nuevas inversiones para un turismo que se cree que alcanzará pronto los diez millones de visitas anuales. Al final del año pasado, los vecinos protestaron ante la construcción de un nuevo megacomplejo hotelero y residencial que estaba previsto. El complejo de 318.000 metros cuadrados incluía 451 chalés, hoteles de siete pisos, áreas de servicio y centros comerciales. Las autoridades, ante la movilización de ambientalistas y vecinos, decidieron el pasado febrero suspender las obras. "Todo se lo llevan las grandes corporaciones. Para nosotros los pescadores no queda nada", se quejaba en abril el dueño de una barca que hacía giros pequeños por la bahía.
¿Y cuál es la solución? ¿Subir precios? Algunas voces apuntan a que el turismo barato que proponen en el sudeste asiático acaba siendo perjudicial y poco rentable. El turismo de alto nivel, por su parte, no repercute en ocasiones en los pequeños comerciantes, transportistas o restauradores ajenos a la industria hostelera. Subir los precios supone regresar a aquellos tiempos en el que solo las personas adineradas podían viajar. Cada país, o cada ciudad, apuesta por su propio modelo de negocio, pero no todas las playas pueden convertirse en Seychelles o Maldivas.
Cacahuetes
En el sudeste asiático empieza a haber un debate sobre el modelo de turismo que aquí ya se ha implantado. Paraísos como las islas tailandesas se han convertido, en muchos casos, en guetos de mochileros donde se come y hasta duerme por entre 10 y 30 dólares al día y se recibe de propina masaje, con opción de final feliz, por una cantidad similar. "Peanuts" (cacahuetes), que resume Takao, un tailandés con una barca que lleva turistas de paraíso en paraíso en la zona de Pukhet. Peanuts que afectan al entorno ecológico.
Eso ha llevado a que lugares como Maya Bay, el famoso arenal de la película La Playa, de Leonardo DiCaprio, haya acabado limitando el número de visitantes. En 2018, las autoridades decidieron incluso cerrar la bahía, tras provocar las barcas y visitantes la muerte de todos sus corales. En 2022, reabrió al turismo, tras una cierta recuperación ecológica de sus fondos marinos y, desde entonces, se limita la llegada de viajeros. La medida parece que ha sido efectiva.
Tailandia es quizá el ejemplo más claro de un país que no termina de saber qué hacer con su turismo, pieza fundamental de su economía. Antes del covid, el país recibía 40 millones de visitas, lo que suponía, se calcula, entre un 11% y un 20% de su PIB (hay estudios diversos). El Ejecutivo acaba de legalizar el uso de la marihuana y se plantea levantar el veto sobre la prohibición del juego. Tailandia sabe que los casinos son importantes, especialmente para el clave turismo chino, y parece dispuesta a no perder ese importante trozo de tarta que en la actualidad se comen países como la limítrofe Camboya.
El problema es la imagen y la incomodidad que muchos locales tienen ante un turismo poco rentable, invasivo y muy alejado del decoro de sus costumbres. Prostitución masiva encubierta, juergas low cost y habitaciones de hotel a 30 euros, junto a algunos hoteles, restaurantes, tiendas y residencias de primer nivel mundial, forman parte del paisaje de Bangkok. Y algunos tailandeses están hartos de la primera imagen y quieren potenciar la segunda.
Eso pasa, por ejemplo, con Pattaya, la urbe cercana a Bangkok señalada mundialmente por ser una especie de ciudad del pecado y los excesos. El pasado mes de julio, cientos de vecinos y comerciantes salieron a protestar contra la imagen que se da de su localidad. Hartos de que Pattaya sea solo reconocida por lo que sucede en Walking Street, una zona peatonal donde se suceden los prostíbulos, shows eróticos y discotecas, decidieron ponerse tras varias pancartas y decir: "Queremos que los medios muestren el lado bueno de Pattaya de una manera más creativa. Cada ciudad tiene un lado oscuro, no solo Pattaya. Esta es una ciudad de oportunidades", decía Bunanan Pattanasin, director de la Asociación de Negocios y Turismo de Pattaya, en el Bangkok Post.
Ese es el debate del futuro. Para Barcelona, Bali, Halong Bay, Bangkok, Pattaya… En la ciudad condal salieron cientos de manifestantes a protestar contra un turismo masivo que sienten que les ha robado la ciudad y que, por otro lado, es el sustento de decenas de miles de personas. Lo mismo empieza a suceder en todas partes. Hay muchos espacios en el globo que no tienen más industria que sus playas, templos y bares. La gente allí quiere comer y quiere vivir con cierta tranquilidad a la vez. ¿Es posible? ¿Cuántos taxistas, camareros, guías o vendedores de souvenirs irían a manifestarse si se limita la llegada de turistas?
Bali dice que no quiere convertirse en Barcelona. Así lo ha expresado el ministro de turismo indonesio, Sandiaga Uno, que puso a la icónica ciudad condal como ejemplo de lo que ellos no quieren convertirse. "Cosas como las protestas de Barcelona no deberían ocurrir en Bali, porque si la gente se siente incómoda con la presencia de turistas, surgen malos excesos", manifestó el mandatario.
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