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Gallinero ingobernable: el pacto económico que explica por qué Estados Unidos está roto
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"El sistema está roto y paralizado"

Gallinero ingobernable: el pacto económico que explica por qué Estados Unidos está roto

El acuerdo para establecer un techo de deuda en Estados Unidos ha expuesto a un Congreso fragmentado que refleja los problemas de un sistema político frágil y disfuncional

Foto: El presidente de EEUU, Joe Biden. (Reuters/Evelyn Hockstein)
El presidente de EEUU, Joe Biden. (Reuters/Evelyn Hockstein)
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Hubo una época en que Estados Unidos tendía a ser referenciado como un modelo a seguir. El país del que habían emanado las instituciones de la democracia liberal y cuya combinación de espíritu práctico, retórica visionaria e imperialismo lo habían colocado como líder global indiscutible. Hoy, sin embargo, es casi un sinónimo de disfuncionalidad social y política. El país del negacionismo electoral, de la epidemia de los opioides y de la violencia de las armas, y con un Congreso que se parece cada vez más a un gallinero bronco e ingobernable, ha perdido prácticamente la capacidad de manejar el timón de la que sigue siendo primera potencia del planeta.

Esta semana, Estados Unidos ha conseguido desbloquear el acuerdo para establecer un techo de deuda, después de días de negociaciones por las trabas que ha puesto el ala extremista del Partido Demócrata y Republicano. Finalmente, el país ha conseguido salvarse económicamente y lograr un pacto, pero este caso ha puesto de relieve la grave fragmentación política.

Foto: McCarthy explica la posición republicana. (EFE/Jim Lo Scalzo) Opinión
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"Creo que es un problema real", declaró recientemente Robert Gates, secretario de Defensa con George W. Bush y Barack Obama, en referencia a las dificultades para acordar algo tan fundamental como elevar el techo de la deuda y así evitar una declaración de impagos. "Y alimenta la narrativa, particularmente, de China: que nuestro sistema no funciona, que está roto, que está paralizado, que no puede completar las cosas, que su modelo es más estable y más efectivo que el nuestro...".

La preocupación de Gates y de tantos otros observadores y miembros de la vieja guardia se puede contar con palabras o con números. Un número: en 1984, 190 de las 435 circunscripciones electorales de EEUU, donde se vota a los congresistas de la Cámara de Representantes, tenían voto mixto. Es decir, en ellas podía ganar tanto un demócrata como un republicano. Era una competición abierta donde la opinión evolucionaba y se podían dar sorpresas. En 2016, la cifra había bajado a 35. La mayoría de circunscripciones han pasado a ser algo más parecido a feudos, o taifas, donde la oposición al partido dominante casi no tiene ninguna opción de ganar.

Foto: El presidente de EEUU, Joe Biden. (Getty/Nathan Howard)

Otro número: antes, los candidatos presidenciales ganaban las elecciones con un margen de delegados extremadamente variable. Bill Clinton, por ejemplo, sacó más del doble de delegados que Bob Dole en 1996. En 1984, Ronald Reagan ganó las elecciones en todos los estados de Estados Unidos, con excepción de Minnesota, el estado del que venía su malhadado contrincante, Walter Mondale. Las elecciones podían resolverse de manera amplísima o ajustadísima o algo entre medias. Las personas tendían a cambiar más de opinión. En las dos últimas presidenciales, Donald Trump y Joe Biden sacaron 304 y 306 delegados respectivamente. Victorias justas, números casi inamovibles, en un paisaje donde los estados clave, aquellos donde los votos están igualados, se han reducido a un puñado de cinco o seis.

Los que ya no confían en el sistema

Si hablamos de la calidad, o grado de ideologización, también vemos un cambio. Según un estudio de la agencia sociológica Pew Research Center publicado el año pasado, en la legislatura de 2021-2022 solo quedaban en las dos Cámaras de Congreso "dos docenas de moderados", frente a los 160 que se contaban en la legislatura de 1971-1972. Los demócratas se han escorado a la izquierda y los republicanos, con más intensidad, a la derecha. En otras palabras: el centro del tablero político ha desaparecido, mientras crece la animadversión mutua.

Esta encuesta de Gallup recoge que la mayoría de los republicanos ya no creen en las instituciones políticas, los medios de comunicación ni los procesos electorales. Y las simpatías hacia el uso potencial de la violencia contra el adversario también han crecido. Uno de cada cinco norteamericanos justifica en cierta medida la violencia política, una proporción que sorprendió y alarmó a los autores del estudio.

Foto: Kevin McCarthy, el líder de los republicanos en la Cámara Baja. (Reuters/Jonathan Ernst)

El resultado es un país tribalizado, en el que los espacios de consenso continúan estrechándose, de manera que cada vez es más difícil negociar soluciones funcionales que contenten a la población, allanando el camino, de paso, a figuras divisivas como Donald Trump y a más polarización. Como sugiere, entre otras cosas, los escollos para lograr un compromiso en el techo de la deuda. Un tipo de acuerdo que ya se había alcanzado en 78 ocasiones desde el año 1960.

Las razones de este panorama fragmentario son múltiples y las hemos repasado muchas veces. Entre ellas, la distancia cultural y económica generada por los efectos de la globalización entre las empobrecidas regiones interiores de EEUU y las enriquecidas y multiculturales ciudades costeras; la práctica desaparición de la prensa local, cuyo hueco ha sido llenado por unas redes sociales en las que los rumores y las teorías conspirativas circulan igual o más rápido que las informaciones veraces. O la precarización, gracias a internet, del ecosistema mediático, que empuja a las televisiones y los periódicos a emplear grandes dosis de alarmismo y en ocasiones de mala fe para enganchar a sus audiencias y mantenerse a flote.

Un sistema encorsetado

También hay un factor de conspiración consciente, resumido en el atrincheramiento en el poder de los dos grandes partidos, que han levantado barreras a la libre competencia democrática con otras formaciones, bloqueando así la renovación del sistema. Este sería, de hecho, uno de los pocos espacios de consenso entre demócratas y republicanos: la cooperación para no dejar que terceros partidos mermen su poder.

Foto: Edificio del Capitolio estadounidense. (EFE)
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"Las barreras de entrada que afrontan los nuevos competidores (como un partido político) o sustitutos (como los independientes) son colosales, y el duopolio coopera para fortalecer esas barreras siempre que sea posible", escriben los académicos Katherine M. Gehl y Michael E. Porter, autores de La industria de la política: cómo puede la innovación política romper la paralización partidista y salvar nuestra democracia. "Por ejemplo, para mantener fuera a los nuevos aspirantes, el duopolio creó reglas de recaudación de fondos que permiten que un donante único aporte 855.000 dólares anuales a los partidos políticos nacionales (demócratas, republicanos, o ambos), pero solo 5.600 dólares por ciclo electoral (dos años) para el comité de un candidato independiente".

Según Gehl y Porter, todo el sistema político del país, a niveles nacional, estatal y local, a nivel mediático y a nivel de los lobbistas que trabajan para este duopolio, está sometido a este sistema binario. Por eso, a los estadounidenses les resulta muy difícil imaginarse paisajes como el de España, Italia, Bélgica o Alemania, donde los partidos dominantes tienen que negociar con toda una panoplia de formaciones más pequeñas para poder ganar y gobernar establemente. En EEUU, el universo caleidoscópico de la democracia está encorsetado en dos partidos inamovibles.

Las dinámicas internas de los partidos también tienen un efecto polarizante. Dado que el 80% los distritos electorales de EEUU son marcadamente demócratas o republicanos, allí lo que importan son las elecciones primarias. Sea cual sea el candidato del partido favorito que venza en este proceso, ganará luego en las generales. Y las primarias son procesos muy ideológicos, ya que suelen ser el coto de expresión de las bases del partido, que son los votantes más motivados y politizados, lo cual incentiva a los candidatos a alejarse del centro para granjearse el apoyo de las bases.

Foto: Ron DeSantis. (Reuters/Henry Nicholls)

Una vez ocupan su escaño en Washington, sin embargo, no adquieren la libertad política de votar las leyes de acuerdo a su deliberación lógica y su conciencia. Además de estar sujetos a la tradicional disciplina de partido, los congresistas continúan siendo rehenes de las bases. Dado que los escaños de la Cámara de Representantes se renuevan cada dos años, los congresistas tienen poco margen de maniobra para aprender y experimentar en el cargo. En cuanto se apartan de la línea dura prometida cuando ganaron las primarias, les salen contrincantes internos que huelen sangre y son esas mismas bases quienes lo apartan del poder.

Uno de los principales responsables de blindar el poder de los grandes partidos y de militarizar sus operaciones fue el republicano Newt Gingrich, presidente de la Cámara de Representantes entre 1995 y 1999. Durante su mandato, acortó la semana laboral parlamentaria con el objetivo de que los congresistas dedicaran más tiempo a recaudar fondos para sus campañas, e incentivó que estos pasaran el fin de semana en sus respectivos estados. Gracias a Gingrich, la vida social de Washington entró en declive. Los miembros de ambos partidos ya no cenaban o jugaban al golf, formando lazos que luego se reflejarían en un trabajo legislativo más amable, sino que volvían a sus taifas a preparar sus siguientes movimientos.

Esta separación se puede ver físicamente en el Congreso, donde ambos partidos, además de sentarse en bancadas distintas, dejan sus abrigos en roperos distintos y comen y cenan en zonas distintas. Como apuntan Gehl y Porter, nada de esto está especificado en la Constitución. Hay maneras, al menos parciales, de recorrer el camino inverso: de limitar el peso del dinero en política, de incentivar la socialización entre rivales y de reformar el sistema de voto (recurriendo a listas de cinco candidatos favoritos) para recuperar algo de funcionalidad y bajar un poco la estridencia. Otros problemas son más difíciles de solucionar.

Hubo una época en que Estados Unidos tendía a ser referenciado como un modelo a seguir. El país del que habían emanado las instituciones de la democracia liberal y cuya combinación de espíritu práctico, retórica visionaria e imperialismo lo habían colocado como líder global indiscutible. Hoy, sin embargo, es casi un sinónimo de disfuncionalidad social y política. El país del negacionismo electoral, de la epidemia de los opioides y de la violencia de las armas, y con un Congreso que se parece cada vez más a un gallinero bronco e ingobernable, ha perdido prácticamente la capacidad de manejar el timón de la que sigue siendo primera potencia del planeta.

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