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La guerra y los sesgos: cómo la indignación por la invasión de Ucrania nos nubla la vista
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La ceguera de la moral

La guerra y los sesgos: cómo la indignación por la invasión de Ucrania nos nubla la vista

La invasión rusa de Ucrania y su tratamiento informativo nos exigen revisar las dinámicas cognitivas que dan forma a nuestras percepciones y que, muchas veces, cavan una trinchera a nuestro alrededor

Foto: Rebeldes proucranianos rusos tras regresar de su operación en la región de Belgorod, en Rusia. (EFE/Sergey Kozlov)
Rebeldes proucranianos rusos tras regresar de su operación en la región de Belgorod, en Rusia. (EFE/Sergey Kozlov)

A la hora de examinar los fenómenos que limitan o contaminan el paisaje informativo, solemos centrarnos en dos. Por un lado, la vieja censura de siempre, con esa imagen del burócrata casposo tachando párrafos de un libro o tratando de acallar informaciones perjudiciales para el régimen; por otro, las noticias falsas, cuya imagen sería la de una inmensa boca de desagüe digital de la que salen rumores y mentiras. Una marea de aguas fecales que embarra el debate y ahoga la verdad. Pero hay otro fenómeno, más orgánico, generalizado y por tanto más sibilino: la tendencia humana a disolverse en comunidades morales que piensan al unísono y que levantan a su alrededor un muro que proteja su consolidada visión del mundo.

Nada de lo anterior es nuevo ni original, sobre todo a la luz de los últimos años de inestabilidad política en Occidente, pero la invasión rusa de Ucrania y su tratamiento informativo nos exigen revisar, una vez más, las dinámicas cognitivas que dan forma a nuestras percepciones y que, muchas veces, cavan una trinchera a nuestro alrededor. Sobre todo cuando hablamos de un fenómeno tan trágico, sensible y polarizante como una guerra. Dado que las simpatías proucranianas son las que dominan la opinión pública en Occidente, este artículo va a estar centrado en ellas, en sus fundamentos. Porque se trata de los sesgos más influyentes, los que moldean nuestro menú informativo y aquellos de los que deberíamos estar más al tanto.

Foto: Fuegos artificiales iluminan el cielo nocturno sobre el edificio de la Universidad de Moscú. (EFE/Yuri Kochetkov)

A pesar de plantear este artículo como un análisis desapasionado de la manera en que la moral puede nublar nuestro entendimiento, es inevitable empezar por este aspecto de la guerra para explicar el sesgo proucraniano. Uno puede examinar los antecedentes de la invasión, las implicaciones de la ampliación de la OTAN a Europa del este, destacar las advertencias de varios líderes, plantear comparativas con la actuación de EEUU en otros escenarios y tirar del hilo de la historia hasta llegar al siglo IX. Pero un hecho claro permanece: Rusia atacó un país soberano cuyas fronteras habían sido reconocidas por la propia Rusia en numerosos tratados. Desde entonces, ha matado, torturado, secuestrado y anexionado con la cobertura de un lenguaje propagandístico reminiscente de la Alemania nazi. Supongo que este párrafo me coloca de lleno en el seno de una comunidad moral, pero hubiera sido tramposo ignorar una premisa tan determinante en el juicio de la opinión pública.

Añadamos también, siguiendo por esta senda, un segundo factor de afinidad ideológica. Mientras Rusia se ha ido deslizando hacia el autoritarismo, sobre todo desde 2012, Ucrania ha ido acercándose cada vez más a las instituciones de la democracia liberal que nos son propias en Occidente. Desde el año 2000, Rusia ha sido gobernada por el mismo hombre (si incluimos sus cuatro años de primer ministro); en el mismo periodo, Ucrania ha tenido cuatro presidentes de los más variados estilos e ideologías. El mismo contraste se da si examinamos la cambiante composición parlamentaria de la Rada con la estólida Duma del partido Rusia Unida, o los límites de la libertad de expresión en ambos ecosistemas mediáticos.

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El tercer factor que explica los dominantes sesgos proucranianos es la manera en que comenzó la invasión a gran escala. En directo, con todo el mundo pendiente desde hacía semanas, con miles de periodistas sobre el terreno esperando el primer bombardeo, con la posibilidad de ver detalladamente el horror en los medios y en las redes sociales, a todo color, con sonido, en tiempo real. Los gritos de las familias, las caravanas de escapados, los disparos, los misiles, más tarde los cadáveres y los cuerpos torturados y arrojados a zanjas con las manos atadas. Este interés, parcialmente, fue generado por la política estadounidense de alertar y compartir en tiempo real las informaciones que tenía sobre el despliegue las intenciones rusas. Washington logró focalizar la atención en Ucrania, arrebatarle a Rusia la iniciativa del relato, y hacer que todos estuviéramos mirando cuando empezase el ataque.

Es también un efecto obvio de la tecnología y de la hiperconexión. Se ha dicho que la crónica de guerra está viviendo sus últimos días. Difícilmente puede una pluma competir con la avalancha de vídeos grabados desde un dron o desde el uniforme de un soldado, con esas carreras bajo las balas entre las ruinas del Donbás.

Esta abundancia sin precedentes de materiales audiovisuales sobre una guerra tiene su reverso en la escasísima información que viene del lado de los invasores. Salvo muy contadas excepciones, muchas de ellas casos evidentes de propagandistas haciéndose pasar por reporteros, el frente por el lado de Rusia sigue siendo un gran desconocido. A muchos de los periodistas que cubren Ucrania se les acusa de no querer mostrar la perspectiva rusa. La realidad es más complicada. Cualquier periodista occidental estaría encantado de visitar Donetsk o Luhansk y de escuchar de labios de los propios rusos cuáles son sus quejas, sus ilusiones, sus miedos o sus necesidades armamentísticas, si tienen esto o les falta aquello, etcétera. Pero no solo no se les permite, sino que acercarse a los rusos puede pagarse con el secuestro o la muerte.

Es posible que los más activistas de la comunidad moral proucraniana arruguen la nariz ante la idea de que un periódico dé espacio a la narrativa rusa, a los testimonios de los ocupantes, pero es que esa es la labor del periodismo, la de pintar el retrato más completo posible de lo que sucede, con todos sus claroscuros. Si luego los entrevistados rusos se ponen a verter falsedades, ya que llevan una década recibiendo una imagen adulterada de Ucrania, es el deber del periodista verificarlo y explicarlo. Los contadísimos testimonios de soldados rusos que afloran a la prensa son valiosos, entre otras razones, porque reflejan cómo se ha ido preparando psicológicamente a una nación para acabar atacando al país vecino.

Foto: Unos soldados, antes de una marcha para conmemorar el aniversario de la anexión de Crimea a la Federación de Rusia en Sebastopol, en marzo de 2015. (Getty/Alexander Aksakov)

Este profundo desequilibrio entre la masiva cobertura del lado ucraniano y la escasa o nula del lado ruso es problemática por motivos obvios, tal y como observó Timour Azhari, jefe de la Oficina de Reuters en Líbano, Siria y Jordania. "¿Os imagináis a la CNN empotrada con los combatientes de la resistencia palestina en Israel, luchando contra la ocupación israelí?", declaró Azhari sobre la cobertura de Ucrania durante una conferencia en la Universidad de Chicago. "Ambas situaciones son esencialmente las mismas y creo que eso ha hecho que se planteen preguntas".

Además, este hueco da a Ucrania una ventaja extraordinaria. Dado que los rusos operan prácticamente en un vacío informativo, los ucranianos están encantados de llenarlo con sus vídeos y sus relatos. A pesar de que entre los 200.000 invasores que ocupan partes del este y el sur de Ucrania tiene que haber historias de todo tipo, incluidas operaciones complejas que salen bien o actos de sacrificio entre camaradas de armas, los que nos llegan son todos episodios de una crueldad y de una estupidez asombrosas. Muchos de estos actos espantosos (como las torturas, como las ejecuciones con martillo) son verdaderos, pero hay una diferencia entre percibir todo el paisaje y solo algunas de sus partes.

El Gobierno de Kiev también aplica apagones informativos selectivos

Tampoco ayuda, desde el punto de vista del afán de examinar el conjunto, que uno de los pocos accesos que tenemos a la perspectiva rusa sea precisamente su propaganda televisiva. Las amenazas que profieren sus presentadores y tertulianos son tan horripilantes que sonarían a comedia de no ser por sus tintes claramente genocidas y su constante invocación de la guerra nuclear. Sin embargo, como explicaba Maxim Alyukov en The Moscow Times, programas como el de Vladímir Solovióv no reflejan necesariamente el clima político de Rusia ni tampoco la manera en la que piensan sus dirigentes. Serían más parecidos a Sálvame o El Chiringuito. Un intento de epatar y de mantener entretenidos a televidentes, muchas veces, de la tercera edad.

Si bien la cobertura del lado ucraniano posiblemente no tenga parangón en lo que respecta al volumen y la variedad de los materiales, el Gobierno de Kiev también aplica apagones informativos selectivos. El número de bajas, por ejemplo, es una de las grandes incógnitas de la guerra. Una fundamental para entender el nivel de desgaste que sufren ambos bandos y que podría iluminar sus capacidades reales de lucha en los próximos meses. Recientemente, en medio de los rumores de la inminente contraofensiva (que puede llevar semanas en curso con operaciones de preparación, logística, etcétera), Ucrania limitó el acceso de los reporteros a varias zonas del frente, estableciendo una jerarquía de zonas rojas, amarillas y verdes, siendo las rojas las inaccesibles y las verdes las de acceso sin oficial de prensa.

Foto: Protesta en Boston contra la OTAN. (EFE/CJ Gunther)

Aún así, no solo de periodistas vive la cobertura de la invasión de Ucrania. En redes sociales como Telegram o Twitter se vierten montones de contenidos y análisis osint (acrónimo en inglés de "inteligencia de fuentes abiertas"). Una miscelánea de vídeos, fotografías, imágenes por satélite, datos del tráfico aéreo, ondas de radio sin encriptar o simples mensajes colgados en las redes que pueden ser recabados y sintetizados en valiosa información. Un arma de doble filo que, por un lado, nos permite observar el curso de la guerra con gran detalle, y por otro puede ser también una fuente de ruido y de informaciones no verificadas o incluso perniciosas.

A los expertos en inteligencia les gusta señalar la diferencia entre los profesionales y los aficionados, muchos de los cuales habrían saltado a la arena de la cobertura ucraniana. "Los autoproclamados osint bros están entre los peores diseminadores de información en Twitter", escribía Shayan Sardarizadeh, del servicio de verificación de noticias de la BBC. "La verdadera osint consiste en recolectar hechos y pruebas utilizando datos de fuentes abiertas para explicar acontecimientos complejos, no en compartir afirmaciones sin verificar para generar tráfico e influencia".

Como consecuencia, a veces se produce un espejismo. La percepción de que, como estamos sepultados en toneladas de información que no tendríamos tiempo de consumir aunque viviéramos varias vidas, estamos excelentemente informados sobre lo que ocurre en Ucrania. Lo cual nos puede llevar a la vanidad de ignorar la persistente niebla de la guerra y el aprovechamiento gubernamental de ésta para escoger, en la medida de lo posible, lo que consume la opinión pública.

Todos estos factores, la simpatía natural hacia la causa ucraniana, la constante exposición a los dramáticos pormenores humanos y visuales de la guerra desde el punto de vista de las víctimas, los vacíos informativos selectivos y las sofisticadas operaciones que se aprovechan de estas circunstancias, han cementado una comunidad moral rica en sesgos cognitivos. Entre otros, el sesgo de confirmación, que nos hace absorber aquellos contenidos que refuerzan nuestro punto de vista; el sesgo retrospectivo, que nos hace percibir los acontecimientos, a posteriori, como algo que nosotros habíamos predicho; o el sesgo de anclaje, por el que nos dejamos influir por la primera noticia que aparece sobre un acontecimiento. Un principio, este último, que Kiev tiene muy presente. Véase como ejemplo la reciente operación de esos rusos que habrían partido a liberar Rusia, empezando por Bélgorod. Un enormísimo troleo, por usar la expresión tuitera, que tiene las huellas de la inteligencia ucraniana.

El resultado es una comunidad moral que puede tener de su lado la causa ética más importante de nuestro tiempo, pero cuyo entendimiento del conflicto podría estar tan nublado, tan contaminado de simpatías, como el de los hinchas en mitad de un fragoroso partido de fútbol.

Aquí llegamos al punto más interesante de este asunto: la línea que separa el activismo del periodismo. Los portavoces de la comunidad moral dirán que, si el efecto final de este ecosistema informativo es un apoyo sólido y mayoritario a la defensa de Ucrania, bien configurado está. El periodista, en cambio, está en el negocio de explicar. Porque, si las cosas no se explican (y esto no es una sugerencia de que algo vaya a acabar de una forma o de otra), luego llegan las sorpresas.

A la hora de examinar los fenómenos que limitan o contaminan el paisaje informativo, solemos centrarnos en dos. Por un lado, la vieja censura de siempre, con esa imagen del burócrata casposo tachando párrafos de un libro o tratando de acallar informaciones perjudiciales para el régimen; por otro, las noticias falsas, cuya imagen sería la de una inmensa boca de desagüe digital de la que salen rumores y mentiras. Una marea de aguas fecales que embarra el debate y ahoga la verdad. Pero hay otro fenómeno, más orgánico, generalizado y por tanto más sibilino: la tendencia humana a disolverse en comunidades morales que piensan al unísono y que levantan a su alrededor un muro que proteja su consolidada visión del mundo.

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