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Los últimos días del África inhóspita: cómo desaparece la vida salvaje
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Adelanto Amador Guallar

Los últimos días del África inhóspita: cómo desaparece la vida salvaje

Ante nuestros ojos, lo que queda de la vida salvaje de África está desapareciendo a pasos agigantados. Pronto será demasiado tarde para muchas de las especies amenazadas por la caza furtiva

Foto: El periodista Amador Guallar, junto a un rinoceronte dormido (cedida)
El periodista Amador Guallar, junto a un rinoceronte dormido (cedida)

Ante nuestros ojos, lo que queda de la vida salvaje de África está desapareciendo a pasos agigantados. Pronto será demasiado tarde para muchas de las especies
amenazadas por la caza furtiva y la destrucción de sus hábitats naturales, tanto por la acción humana como por el cambio climático. El periodista Amador Guallar escribe Los últimos días del África Salvaje (editado por Diëresis), un libro de crónicas sobre el conservacionismo, sobre aprender el arte de cazar al cazador furtivo con unidades paramilitares privadas, descubriendo los secretos de las jirafas, persiguiendo a leones libres empapados en sangre, o viéndolos morir de pena en jaulas, andando por la cuna de la civilización y agujereando cuernos de rinoceronte para implantarles transmisores

***

—Tiene mala pinta, a lo mejor habrá que sacrificarlo —dice el veterinario. Al principio no lo escucho porque estoy ensimismado. Tocar a un rinoceronte negro es como palpar un mundo casi desaparecido y al que no estás invitado. Una reliquia vedada del tiempo en el que la humanidad vivía como parte de la naturaleza y no creyéndose su dueña. Tiene la piel rugosa, áspera como el papel de lija, dura como la corteza de un árbol, gruesa y tan resistente como el caucho.

Paso la mano por su gran barriga. Se infla y desinfla al respirar profundamente dormido. Está tendido en el suelo sobre el costado izquierdo. Le han amarrado las patas traseras con cuerdas gruesas como una serpiente pitón y le han cubierto la cabeza con una capucha por donde asoman sus preciosos cuernos y el tubo que va de su nariz a una bombona de oxígeno colocada en la parte de atrás de una camioneta que los guardabosques han aparcado delante del animal.

Las patas delanteras están libres, cosa que supone un gran riesgo si el rinoceronte se levanta de repente. Lentamente, dos jóvenes mujeres guardabosques lo salpican con agua para que, con el efecto de las drogas y el sol de justicia, no se deshidrate.

—¿De verdad crees que habrá que sacrificarlo? —dice una de ellas.

La segunda vez que pronuncian esa última palabra despierto del asombro que me tenía pegado y perdido en la maravilla que tengo delante y de la que sólo quedan 3.142 corriendo en libertad.

Foto: Alice Macharia, del Instituto Jane Goodall, en Uganda. (Cedida)

—Veremos —responde Gavin, el veterinario, encogiéndose de hombros—. Todavía no lo sé, primero tengo que examinar la herida de bala en la pierna. Si el hueso está roto, no habrá otro remedio —responde, ya junto a la pata donde el agujero causado por la munición de gran calibre es más que visible. Ya no sangra, y eso es una buena señal.

—Hace dos días este rinoceronte negro estaba en perfectas condiciones —dice David, el director ejecutivo de la reserva natural, que observa la escena con cara de asco e ira.

—La herida es reciente —confirma el veterinario, examinándola con los dedos mientras otro guardabosques sostiene la pata delantera.

—¿Iban a tumbarlo por los pies? —pregunto.

—Es lo normal. El rinoceronte negro siempre intenta ponerse de cara, es muy agresivo. Los cazadores le disparan antes de que cargue para inutilizarlo. Luego lo rematan en el suelo —responde Gavin.

La herida empieza a supurar. Vista de cerca es un agujero limpio y redondo un poco más grande que la punta de mi dedo meñique.

—¿Qué tipo de munición utilizan los furtivos?

—Les disparan con balas sólidas para que, al impactar, no se fragmenten y esparzan por el cuerpo. Necesitaría la máquina portátil de rayos X para ver los daños, pero no la hemos traído —se lamenta.

Tendrá que examinarlo manualmente, por lo que se limpia las manos y se pone unos guantes de plástico, mientras yo vuelvo a posar mi mirada sobre la espalda del animal. No puedo evitar una sonrisa. Cada vez que lo toco me siento como un niño.

—Si la bala ha roto el hueso, probablemente, tendremos que sacrificarlo —repite, dejando escapar un suspiro y negando con la cabeza.

La sonrisa se me borra de la cara y retiro la mano.

Foto: Roberto Fraile (i) y David Beriain (d).

En peligro de extinción desde 1996, y ahora solo nativo del este y el sur de África, hace poco más de un siglo el rinoceronte negro marcaba con furia su territorio por casi todo el continente. Las listas me aburren, pero esta debería darnos un escalofrío: está extinto en Burkina Faso, Togo, Benín, Níger, Nigeria, Camerún, Chad, República Centroafricana, Sudán, Uganda, Sudán del Sur, la República Democrática del Congo, Eritrea, Yibuti y Somalia. Y después de su desaparición ha tenido que ser reintroducido en Ruanda, Zambia, Malawi, Suazilandia, partes de Botsuana y aquí, en Sudáfrica.

De este mamífero, uno de los más viejos del planeta y con un aspecto titánico e indestructible, ya solo quedan tres subespecies: el rinoceronte negro del este (dicevos bicornis michaeli) como el que estoy tocando; el rinoceronte negro del suroeste (dicevos bicornis) y el rinoceronte negro del sur (dicevos bicornis minor). Tenían un hermano, el rinoceronte negro del oeste (dicevos bicornis longipes) que vivía en Camerún y en Chad, pero se declaró extinto en 2011.

Uno de los asistentes del veterinario carga con una gran caja de herramientas y la deposita a los pies de Gavin. El doctor la abre y rebusca en su interior, el cual está bastante desordenado y con aspecto de llevar mucho tiempo sobre el terreno. Contiene tres compartimentos llenos de equipo e instrumental médico, medicamentos, botellas de plástico y pequeños frascos de cristal con largas etiquetas con información detallada de la droga en cuestión, vendas de gran tamaño, agujas que asustarían a cualquiera, gasas y objetos de plástico que no logro identificar.

Uno de ellos es un largo y delgado tubo blanco de plástico flexible, y es este precisamente el que saca de la caja. A continuación, con cuidado, lo introduce lentamente en la herida del animal provocando un chorro de sangre intensamente roja que se derrama sobre la hojarasca.

—¿Qué edad tiene?

—Este tiene 12 años. Está en plenitud —contesta con rabia—. En libertad pueden llegar a los 30 años y en cautividad a más de 40. El más anciano que he visto fue en Japón, tenía 46 años y se notaba que era demasiado viejo. Era un poco cruel, la verdad. Tenía un aspecto antinatural, demasiado delgado y chupado.

No puedo contenerme y vuelvo a posar la mano sobre el rinoceronte, esta vez sobre el lomo por encima de la pierna herida.

—Es tan extraño poder tocarlo. Nunca había sentido una piel así.

placeholder Portada del libro (cedida)
Portada del libro (cedida)

El veterinario sonríe. Es agradable ver cómo, a pesar de estar inmiscuyéndome en su trabajo para hacerle preguntas que, seguramente, considera primerizas y tediosas, solo muestra su benevolencia para que le entienda, mientras dentro de su cabeza debe decidir si el intento criminal de los cazadores, al final, ha tenido éxito.

—La piel se puede utilizar, es de muy buena calidad, sobre todo para los látigos y cosas así. Y su carne es totalmente comestible, pero despiezar al animal requiere mucho tiempo, por lo que en reservas pequeñas como esta solo entran para obtener los cuernos y salir rápidamente. El resto lo dejan —explica.

Gavin repite la operación con el tubo, no sin la ayuda de un asistente que está sujetando la pesada pata para que pueda examinarla por detrás. Cada vez que lo introduce, el veterinario empapa toda la zona de la herida con una solución desinfectante que burbujea alrededor del agujero de bala. Es difícil mantener la mirada. Cuando la botella que sostiene en la mano se le está acabando, otro asistente aparece a mis espaldas con una nueva, a la vez que me pide paso.

Consciente de que estoy empezando a convertirme en un estorbo, me echo a un lado. En ese momento, pienso en una frase que leí la noche anterior: «Lo que más me asusta es que, durante mi vida, el 95% de los rinocerontes del mundo han sido asesinados».

La dijo Mark Carwardine, uno de los zoólogos más importantes del mundo, además de escritor y fotógrafo, que es de mi generación, la de los años 70, cuando todavía había 60.000 rinocerontes negros en el continente. Este autor es conocido gracias a su proyecto conservacionista La Última Oportunidad para Verlos (Last Chance to See) que, durante décadas, emprendió expediciones para dar voz y visibilidad a muchas especies en peligro de extinción. De hecho, la frase la leí en un libro del famoso escri- tor de ciencia ficción Douglas Adams (autor de la inolvidable y necesaria hexalogía Guía del autoestopista galáctico), que lleva por título el nombre de la organización de Carwardine, y que creo que todo amante de la fauna debería leer al menos una vez en la vida.

Al retirarme, me coloco al lado de una de las guardabosques que está echando agua sobre la piel oscura y seca del rinoceronte para que no se deshidrate.

—Son realmente bellos —digo para romper el hielo.

—Cada uno de estos grandullones es una joya única —responde.

Es una chica joven, pequeña, de poco más de veinte años, vestida con el atuendo de safari y la camisa un tanto entreabierta por la que asoma una cadena con una cruz dorada. Seguramente está haciendo el curso para convertirse en cuidadora a tiempo completo. Tiene los ojos azul cielo, el pelo rubio, liso y largo atado en una coleta y recogido con una gorra de la reserva. En su mirada de asombro, casi como si estuviese tocando a Dios en persona, se ve reflejada la mía que, aunque atea, siente lo mismo.

—Y cada vez hay menos —comento.

—No si podemos evitarlo —contesta, risueña—. Aunque no es fácil, solo tienen bebés cada dos o tres años, con lo que el tiempo se agota. Cada vez que los furtivos matan a uno es una gran catástrofe.

Lo cierto es que la palabra catástrofe se queda corta. Solo durante las últimas tres generaciones el número de rinocerontes negros africanos se ha reducido en un 90%, según asegura la African Wildlife Foundation (AWF). Hoy en día, el mayor peligro al que se enfrentan es la caza furtiva que casi ha acabado con este animal majestuoso. Aunque las cifras en Sudáfrica, el país más afectado porque es el que cuenta con más ejemplares, alcanzaron su punto máximo en 2014, con 1.215 rinocerontes negros muertos, la consecuente disminución de animales asesinados en el período de 2018 a 2020, con 769 cazados furtivamente en 2018, 594 en 2019 y

394 en 2020, fue solo un espejismo.

En 2021, el número de víctimas volvió a ascender hasta los 451 animales asesinados por sus cuernos de los que, solo entre 2018 y 2020, la policía incautó 1.116 enteros. O, lo que es lo mismo, 558 ejemplares individuales que suponen, aproximadamente, el 4% de la población estimada de rinocerontes negros en Sudáfrica, según asegura AWF.

Gavin sigue examinando la herida. Saca el tubo y empieza a doblarle la pierna al animal con todas sus fuerzas. El agujero, redondo y hediondo, justo debajo de la rodilla, escupe otro gran chorro de sangre cuyo color rojo sigue siendo demasiado puro para encajar con los verdes pálidos y amarillos secos del bosque polvoriento que nos rodea. El veterinario repite la acción una y otra vez, cada vez con más fuerza, hasta que la sangre se convierte en pus blanca y luego no sale nada, momento en el que limpia de nuevo la herida y vuelve a introducir el tubo. El animal permanece totalmente ajeno a todo. La droga para dormirlo está funcionando.

—¿Tiene el hueso afectado? —pregunta el guardabosques que ha traído los botes de desinfectante.

Otros dos siguen detrás atendiendo las cuerdas con las que inmovilizan las patas traseras. Y, delante, una tercera comprueba que el largo tubo del oxígeno conectado directamente a su nariz sigue bombeando aire sin problemas.

—Hay agujero de salida —dice el veterinario—. Estoy convencido de que la bala entró y salió por detrás. No hay fragmentos en el interior, así que son buenas noticias.

Gavin se levanta con una sonrisa de oreja a oreja. Entre la gente situada alrededor del animal el suspiro de alivio es más que sentido. Rá- pidamente, las caras serias y de circunstancias dan paso a una alegría generalizada. El humor de las buenas noticias, dentro de lo que cabe.

Como ha indicado el jefe de la reserva natural, la herida es muy reciente. Dos días, como mucho, por lo que los furtivos que lo intentaron matar no deben andar muy lejos y, seguramente, querrán volver para acabar el trabajo.

Tras administrar otra dosis de calmante para que el animal no se despierte antes de hora, Gavin vuelve acuclillarse frente a la pata para seguir con las curas, mientras el resto de los miembros del equipo se prepara para la siguiente operación, implantarle un transmisor de seguimiento en el cuerno, que era lo que, antes de darnos cuenta de que estaba herido, habíamos venido a hacer en primer lugar.

Ante nuestros ojos, lo que queda de la vida salvaje de África está desapareciendo a pasos agigantados. Pronto será demasiado tarde para muchas de las especies
amenazadas por la caza furtiva y la destrucción de sus hábitats naturales, tanto por la acción humana como por el cambio climático. El periodista Amador Guallar escribe Los últimos días del África Salvaje (editado por Diëresis), un libro de crónicas sobre el conservacionismo, sobre aprender el arte de cazar al cazador furtivo con unidades paramilitares privadas, descubriendo los secretos de las jirafas, persiguiendo a leones libres empapados en sangre, o viéndolos morir de pena en jaulas, andando por la cuna de la civilización y agujereando cuernos de rinoceronte para implantarles transmisores

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