La 'maldición Juncker': ¿y si es el final del poder el que ayuda a tomar decisiones difíciles?
El Gobierno francés afronta una impopular reforma de la jubilación que el presidente se puede permitir: no tiene que preocuparse por su reelección
“Todos sabemos qué (es lo correcto) hacer, pero no sabemos cómo ser reelegidos una vez que lo hemos hecho”. Esa frase tomó vida propia hasta convertirse en una maldición: la llamada “maldición de Juncker”, en honor a su autor, Jean-Claude Juncker, primer ministro de Luxemburgo y, después, presidente de la Comisión Europea entre 2014 y 2019. Lo dijo en un momento en el que muchos políticos se veían empujados a tomar las famosas “decisiones difíciles”. Medidas que el electorado iba a castigar pero que no había más remedio que aplicar. Muchas de ellas en el contexto de la austeridad impuesta desde Berlín.
Existen muchas dudas de que en realidad esa maldición exista. Pero esa tesis ha alimentado otra idea enormemente extendida: los regímenes en los que los líderes no están sujetos a una elección tienden a tomar más decisiones duras pero necesarias, porque no están sujetos al escrutinio público, no tienen que temer las consecuencias políticas. En una era de estrategia, llevan ventaja. La realidad es bien distinta. Un ejemplo claro es el caso de China y la gestión del coronavirus: muchos aplaudieron la mano dura de Pekín al inicio de la pandemia, sin mencionar, aunque dejando caer, que esas son las ventajas de no tener que acudir a las urnas, que puedes tomar decisiones que la población no va a entender pero que son necesarias. A largo plazo se ha visto que, en realidad, esa "mano dura" en los regímenes no democráticos rápidamente muta en medidas desproporcionadas con un nivel de oposición en el público que impide mantenerlas incluso en los sistemas autoritarios.
Pero la “maldición de Juncker” sí que tiene, en cambio, una parte de verdad: quien va a abandonar el poder tiene más capacidad para tomar decisiones difíciles. Y eso, el fin del poder como algo certero y como un proceso no violento, tiene beneficios. Uno de ellos es que se pueden tomar decisiones impopulares pero necesarias que los otros actores políticos no van a asumir por su alto coste. Un ejemplo claro se está viendo estos días en Francia con la reforma de las pensiones. El Gobierno de Emmanuel Macron, en contra de prácticamente todos los partidos, incluidos todos los sindicatos, está intentando forjar una mayoría para aumentar la edad de jubilación de 62 a los 64 años en 2030.
El 70% de los franceses se oponen a la reforma de las pensiones, Macron solamente cuenta con el apoyo externo de los conservadores de Les Republicains y ni siquiera el sindicato moderado se ha mantenido al margen de la negativa frontal de las formaciones sindicales. El precio político que va a pagar va a ser enorme. Pero se lo puede permitir: la constitución impide que se presente a la reelección y aunque vaya a ser una medida enormemente impopular no será él el que pague el precio político.
Por supuesto, existe una alternativa mejor: admitir que en ocasiones hay decisiones amargas que hay que tomar, y si todos los partidos la asumen en conjunto el precio político se repartirá. Pero otros partidos, como la izquierdista Francia Insumisa de Jean-Luc Mélenchon y la ultraderechista Marine Le Pen, niegan la mayor en este caso concreto: su propuesta es rebajar la edad de jubilación de los 62 a los 60 años. El 74% de los alemanes en la franja de edad de entre 55 y 64 años todavía trabajan, en Suecia el 83% de ellos siguen en sus mesas de trabajo y en el caso de España son el 63%. En Francia son solamente el 57%. El problema es real.
En el caso de Macron la reforma es una promesa electoral. Hizo su primer intento en 2019, con una fortísima oposición, y frenó la propuesta en 2020 por la pandemia. Volvió a prometerlo de cara a las elecciones presidenciales de 2022, y, esta vez sí, el presidente tiene intención de sacarlo adelante.
Pero aunque este no sea un “harakiri” en el último momento por parte de Macron, el hecho de no jugarse una reelección tiene un papel importante. El final del poder en aquellos sistemas con límites de mandatos ofrece una oportunidad para hacer lo correcto. En un sistema no democrático esa oportunidad no siempre existe: el poder puede durar hasta el segundo antes de perderlo, en muchas ocasiones de forma violenta. No hay una oportunidad para hacer “lo correcto” porque el poder se convierte en una forma de supervivencia, y el apoyo popular en una necesidad vital: en muchas ocasiones no hay espacio para tomar medidas duras si pone en riesgo tu popularidad y, por lo tanto, tu poder.
Pero no se trata de una estrategia suicida: propuestas draconianas sin sentido, sin negociación, y sin tener para nada en cuenta las consecuencias políticas (vale, Macron puede no presentarse a la reelección, pero su partido sí que tiene que preocuparse del precio político a pagar) llevaría a tomar medidas tan impopulares que serían totalmente inefectivas, por mucho que sobre el papel fueran certeras.
Para que las políticas públicas aguanten el paso y el envite del tiempo requieren de apoyo por parte de los ciudadanos. Y eso, de forma innegable, evita poder aplicar una simple “mano dura”. Obliga a negociar, a ceder, a admitir que las cosas no se pueden hacer por completo como supuestamente deberían hacerse. Pero garantiza que esas medidas, aunque imperfectas y algunas veces parciales, perduren en el tiempo. Pensar que se puede imponer, de forma indefinida, una medida ante la total oposición del público es algo absurdo. Como se ha visto, es absurdo incluso para un sistema como el de China.
Macron puede estar preparándose para pagar un alto precio por su reforma de la jubilación, pero es más moderada que la de 2019, ha hecho cesiones, ha aumentado las jubilaciones mínimas y busca durar en el tiempo. De lo que no hay duda es que no tener que presentarse a la reelección juega a su favor. La “maldición Juncker” puede llegar a ser una bendición cuando nadie quiere tomar decisiones difíciles.
“Todos sabemos qué (es lo correcto) hacer, pero no sabemos cómo ser reelegidos una vez que lo hemos hecho”. Esa frase tomó vida propia hasta convertirse en una maldición: la llamada “maldición de Juncker”, en honor a su autor, Jean-Claude Juncker, primer ministro de Luxemburgo y, después, presidente de la Comisión Europea entre 2014 y 2019. Lo dijo en un momento en el que muchos políticos se veían empujados a tomar las famosas “decisiones difíciles”. Medidas que el electorado iba a castigar pero que no había más remedio que aplicar. Muchas de ellas en el contexto de la austeridad impuesta desde Berlín.