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¿Escuchas esa bomba? Son las elecciones de Turquía que se acercan
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¿Escuchas esa bomba? Son las elecciones de Turquía que se acercan

Tirar la piedra y esconder la mano es algo raro en el mundo del terrorismo. Despedazar a transeúntes en la calle es un acto político, es escribir una pancarta con letras de sangre. En Turquía, casi siempre es una pancarta electoral

Foto: Funeral por las víctimas del atentado en Estambul. (Reuters/Kemal Aslan)
Funeral por las víctimas del atentado en Estambul. (Reuters/Kemal Aslan)
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Una mujer está sentada en la calle Istiklal, esa arteria de comercios, heladerías, bancos y un nostálgico tranvía que atraviesa el corazón de Estambul. Se queda quieta durante 45 minutos, algo poco habitual en una calle peatonal por la que cada día, dicen, transita un millón de personas. Luego se levanta y echa a correr. Momentos más tarde, un estallido. Son las 16:20 horas del domingo 13 de noviembre. Pánico. Y una decena de cuerpos en el pavimento.

Veinticuatro horas más tarde, una placa de mármol negro preside la fachada del lugar: condena el "traidor ataque con bomba de los terroristas". No figura aún el número de muertos; seis en este momento, aparte de cinco heridos graves. No parece importar. La placa conmemora el terrorismo. Quizás sea necesario, porque nadie se ha hecho cargo. Nadie ha reivindicado el atentado.

Foto: Erdogan observa un barco perforador turco en el Mediterráneo (EFE)

Tirar la piedra y esconder la mano es algo raro en el mundo del terrorismo. Porque despedazar a transeúntes en la calle es un acto político, es escribir una pancarta con letras de sangre. En Turquía, casi siempre es una pancarta electoral.

Turquía lleva en campaña electoral ininterrumpida desde hace años. Hay inauguraciones de alguna infraestructura casi a diario, y no son mítines electorales encubiertos. Lo son abiertamente, con el presidente de la nación animando a sus seguidores a pedir el voto puerta a puerta. La cita con las urnas —hay parlamentarias y presidenciales— es en junio y se va inclinando inexorablemente hacia abajo la curva de intención de voto del AKP, el partido que gobierna Turquía desde hace 20 años, y de su presidente, Recep Tayyip Erdogan. Si mañana fuesen elecciones, perdería. Pero no son mañana. Quedan siete meses para enderezar la curva. Y solo hay un método conocido: una guerra.

Es un método de demostrada eficacia. En junio de 2015, el AKP perdió la mayoría absoluta, pero la oposición no se supo poner de acuerdo para formar gobierno. Hubo que convocar nuevas elecciones. En julio, alguien entró en la casa de dos policías turcos en Ceylanpinar, en el sureste del país, y los disparó mientras dormían. Esto no era un acto de guerra, era un asesinato. Al día siguiente, el PKK, la guerrilla kurda de Turquía, difundió un comunicado para reivindicar el crimen. Se rompió la tregua vigente desde 2013. Tiroteos, artillería, bombas. Protestas, detenciones, juicios. En noviembre, el AKP recuperó la mayoría absoluta.

Si mañana fuesen elecciones, Erdogan perdería. Pero no son mañana. Quedan siete meses para enderezar la curva

Mientras tanto, los máximos cargos del PKK habían salido explicar que no, que en realidad ellos nunca habían ordenado aquel asesinato. Que había sido cosa de agrupaciones locales. Por qué pudo salir un comunicado oficial reivindicándolo —o quién era el topo situado lo suficientemente alto como para difundir un comunicado que desencadenara la guerra para dar la victoria al AKP—, eso nunca lo explicaron.

Reventar la oposición

La constelación política es hoy similar a la de 2015. Si mañana hubiera elecciones, la coalición del AKP con el cada vez más menguado partido ultranacionalista MHP quedaría sin mayoría absoluta, frente a un mosaico de partidos de los que seis —esencialmente dos grandes; el socialdemócrata CHP y el nacionalista IYI, escindido del MHP— se han unido en una mesa común. No tendrán mayoría tampoco. Solo podrán formar gobierno con el respaldo del partido de izquierdas, el HDP, hoy tercero en el Parlamento. ¿El problema? El HDP es el sucesor de los partidos fundados por kurdos que funcionaban como brazo político de la guerrilla y no puede deshacerse de este pasado, porque solo la mitad de sus votantes son izquierdistas. La otra mitad son kurdos que aún creen que el PKK los representa. Hay mucho nacionalista turco que con un partido así no quiere hacer causa común.

Si Erdogan quiere reventar la mesa de la oposición, lo que necesita es forzar a socialdemócratas y nacionalistas a pelearse por el tema kurdo. Necesita una guerra kurda. Y no basta con los tiroteos diarios y un goteo de partes militares triunfales y ocasionales ataúdes de reclutas en el norte de Iraq, donde el PKK resiste en la retaguardia. Esto ya es rutina.

Foto: Los presidentes de Rusia y Turquía reunidos en Sochi en 2021. (Reuters) Opinión

El 26 de septiembre pasado, dos mujeres con mochilas bomba y fusiles atacaron una residencia de policía en Mersin, en la costa mediterránea de Turquía. Mataron a un agente y se hicieron explotar. El Gobierno atribuyó el ataque al PKK. Atacar comisarías es parte de las tácticas clásicas de la guerrilla. No lo es hacerlo en Mersin, ciudad situada a 500 kilómetros de lo que se suele considerar el Kurdistán turco. El PKK esta vez no reivindicó nada. A los pocos días, el incidente parecía olvidado. La guerra kurda no tuvo lugar.

Hasta el atentado de la calle Istiklal. El Gobierno apuntó al culpable menos de doce horas después: de nuevo el PKK. O mejor dicho, su rama siria, las milicias kurdas YPG. Para Ankara, esto es lo mismo, tanto que casi siempre escribe PKK-YPG para hablar de la organización siria. O para redondear, PKK/PYD/YPG, agregando las siglas del partido kurdo de Siria vinculado a la milicia.

Horas más tarde, el PKK sacó un comunicado asegurando que no habían sido ellos. Rechazaban todo implicación y daban sus condolencias. Casi a la vez, el YPG hizo lo propio , y lo reiteró Mazloum Abdi, comandante máximo de las FSD, la coalición del YPG con milicias locales que domina la franja nororiental de Siria, con respaldo de Estados Unidos. Nadie estaba enarbolando la pancarta con el mensaje sangriento. ¿Cuál era el mensaje?

"Hemos recibido el mensaje", dijo el ministro del Interior turco, Süleyman Soylu. Quizás quiso decir: Hemos enviado el mensaje

La mujer del banco, dijo la policía al día siguiente del atentado, era una agente del YPG entrenada en Kobani, la ciudad que en 2014 simbolizó la resistencia de la población kurda contra el yihadismo y que se salvó finalmente porque Estados Unidos empezó a financiar y armar al YPG. Muy contra la voluntad de Ankara. "Hemos recibido el mensaje", dijo el ministro del Interior turco, Süleyman Soylu, el lunes. Quizás quiso decir: Hemos enviado el mensaje.

Porque el mensaje era este: Turquía tiene razón al considerar al YPG terrorista y Washington se equivoca al apoyarlo. Washington, la OTAN y la Unión Europea entera, que ha elevado a las milicias kurdas a escudo de la civilización contra la barbarie yihadista, colgando banderas del YPG en los pasillos del Parlamento Europeo. Ankara lleva tiempo denunciándolo: imagínese que alguien colgara en Bruselas la bandera de ETA. La diferencia es que de ETA constan múltiples bombas colocadas en calles y supermercados, y del YPG, ninguna. Por eso la insistencia de Ankara en que YPG y PKK son lo mismo: del PKK sí constan atentados con bomba en ciudades turcas, aunque habitualmente dirigidos contra militares o policías.

Erdogan no se hace el sueco

Es innegable que los lazos son estrechos. En las marchas del YPG en Siria se enarbolan retratos de Abdullah Öcalan, el fundador del PKK; los jóvenes del sureste de Turquía que lanzaron una guerrilla urbana contra la policía a finales de 2015 se traían las armas directamente de las milicias kurdas de Siria. Pero el YPG, nacido en la constelación de la guerra civil siria, tiene un objetivo distinto al PKK. Eso sí aún se puede decir que el PKK tenga un objetivo: no sabemos cuál es.

La ficción de la izquierda europea de que trata de liberar por las armas un territorio kurdo de Turquía no solo dejó de ser realista hace muchos años, sino que desde 2013, el PKK la rechaza expresamente. Por otra parte, esa misma izquierda europea que aún cree en la "lucha de la liberación popular" (siempre que se haga lejos de su propia casa) da la razón a Ankara, al ondear banderas no del YPG sino del PKK y pidiendo que se legalice —lo han pedido varios diputados en el Parlamento de Suecia— una organización que coloca bombas al paso de coches de policía.

"Mi pueblo me pide cuentas cuando ve a los terroristas ondear sus banderas en las calles de Suecia y Finlandia. No puedo decir que no"

Suecia podría ser el primer destinatario del mensaje sangriento de Istiklal y su placa de mármol negro. Entre las condiciones firmadas en junio pasado en Madrid entre Ankara, Estocolmo y Helsinki para que Turquía desbloquee el acceso de los países nórdicos a la OTAN no solo está la extradición de ciudadanos turcos que Ankara considera terroristas; también figura la exigencia de categorizar al YPG como terrorista. Ahora, si Estocolmo se cree la versión policial turca, tendría incluso un motivo legal para hacerlo.

Si al recién nombrado primer ministro sueco, Ulf Kristersson, le conviene meterse en este berenjenal legislativo es otra pregunta. Porque haga lo que haga, Erdogan no va a retirar el veto antes de las elecciones turcas. Eso lo dijo con una claridad apabullante en una rueda de prensa con Kristersson este mes: "Mi pueblo me pide cuentas cuando ve a los terroristas ondear sus banderas en las calles de Suecia y Finlandia. No puedo decir que no: en siete meses tenemos elecciones. Nuestros amigos en la OTAN nos deben apoyar. Hablo de las elecciones presidenciales y parlamentarias de junio. Tenemos que manejarnos muy bien frente al pueblo para prepararlas. Eso se lo he explicado a mi amigo", gesto hacia su invitado, que se hacía el sueco. Por supuesto, añadió, no se trataba de Suecia. "Los terroristas pululan igualmente por Alemania, Francia, Holanda y Dinamarca", recordó. Pero ahí no hay opción de hacer campaña electoral, le faltó por agregar.

Foto: Fotografía tras la reunión del presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, con Suecia y Finlandia. (Reuters/Yves Herman)

Ilegalizar el YPG tendría poca repercusión práctica —el PKK lleva ilegal toda la vida y eso no impide que sus simpatizantes alcen sus banderas en todas las manifestaciones en Europa— y menos efecto en la campaña electoral turca. Erdogan necesita mucho más: un respaldo político y hasta militar para lanzar la guerra que le permitirá ganar las elecciones de junio. Necesita tomar Kobani. Es darle a la izquierda kurda donde más le duele.

Es la única manera de sacar a la calle a esa izquierda kurda, forzarla a convocar protestas que derivarán en enfrentamientos, destrozos, homicidios —hubo 46 muertos en las protestas por el asedio del Daesh a Kobani en 2014 al enfrentarse militantes kurdos de izquierda con ultraislamistas kurdos— y meter una cuña en la mesa de la oposición. Porque la oposición inevitablemente se dividirá entre quienes eligen protestar contra una guerra absurda y quienes aplaudirán al heroico soldadito turco dispuesto a morir por la patria. Se despedazarán entre ellos; gana Erdogan. Es matemático.

El problema de la operación Kobani es que tras la incursión turca en la franja kurda de Siria en 2019, el YPG entendió que no puede resistir solo a Ankara e invitó a las fuerzas regulares del régimen de Asad a sus trincheras. Y donde van los tanques de Asad van los blindados rusos y la aviación de Moscú, esa que lleva siete años garantizando la supervivencia del régimen. Hay una cosa que Ankara no puede hacer, y es disparar contra aviones rusos. De ahí que Erdogan intentara convencer a Putin, primero en la cumbre de Teherán en julio y luego en Sochi en agosto, de que le diera vía libre. Por la cara con la que volvió el mandatario turco, Putin había dicho Niet.

Yo, o el caos

Durante unos meses, Erdogan ha agitado el fantasma de una guerra contra Grecia, pero es un recurso retórico sin efectos prácticos. El camino a la victoria electoral pasa por Kobani. Llevarse bien con Putin obviamente no funciona para obtener luz verde. Quizás porque Putin prefiere llevarse aún mejor con Irán, y para Teherán, la supervivencia del régimen de Asad es absolutamente clave en su confrontación con Arabia Saudí por la hegemonía en Oriente Próximo. Vale que Kobani no es más que un trocito de 50 por 30 kilómetros. Pero para los kurdos ya es simbólico; si Asad quiere seguir contando con ellos, no puede ceder.

Y eso no lo cambiarán ni Suecia ni Bruselas. Pero hay un país que podría cambiarlo. Si Joe Biden personalmente llamara a Putin y le pidiera, por el teléfono rojo, ese trocito para Erdogan, a cambio de, no sé, ¿Crimea? entonces quizás sí. Y por eso, la campaña electoral de Erdogan ahora mismo es un pulso con Estados Unidos. El mensaje sangriento de Istiklal se envía directamente a Washington. Lo dijo Süleyman Soylu al día siguiente del atentado. "No aceptamos las condolencias de la embajada estadounidense. Las rechazamos. Tenemos que cuestionar nuestra alianza con un Estado que desde su propio Senado manda dinero a Kobani y alimenta la región terrorista".

Foto: Putin y Erdogan, en una foto de archivo. (Reuters/Vyacheslav Prokofyev)

Lanzarle la sangre de Istiklal a la cara a Biden es apostar muy alto. Porque ahora todo depende de si Biden quiere que Erdogan vuelva a ganar las elecciones. Dice la estrategia clásica de Henry Kissinger y herederos que siempre es más fácil tratar con un dictador estable que con una democracia dando bandazos, sujeta a las veleidades de la voluntad popular. El problema para Washington y Bruselas es que Turquía no es aún una dictadura clásica. Tiene aún mucho de democracia. Precisamente por eso, a diferencia de los muy estables aliados Marruecos, Jordania, Egipto o Arabia Saudí; Erdogan necesita su campaña electoral, prácticamente año tras año. Y esa necesidad lo hace más inestable que ninguna democracia.

Porque en una democracia siempre hay algún tecnócrata, al menos en el Banco Central, dedicado a preservar el sistema al margen de los cambios del Ejecutivo. Bajo Erdogan no lo hay. Todo el aparato del Estado está al servicio de una campaña electoral que dura ya años. El hundimiento brutal de la economía turca, que no ha sido precisamente beneficioso para las grandes empresas europeas, no es otra cosa que campaña electoral: Erdogan no puede permitirse sanear la economía, pinchar la burbuja del crecimiento inflacionista, mientras necesita ganar elecciones.

Meterle palos en las ruedas de la OTAN, él mismo lo dijo, es campaña electoral. Su alianza con Putin lo es. No hay posicionamiento geopolítico de Ankara que no sea parte de un cálculo electoral. Y la esperanza de que una nueva victoria del AKP en las urnas calmaría las cosas y permitiría al presidente pensar por fin en el bien del país, se ha revelada vana año tras año. Porque tras una cita electoral ya asoma la siguiente. Y el pueblo turco tiene ese incómodo hábito de protestar contra la represión, de seguir creyendo en la democracia.

Quizás Erdogan crea que en Bruselas y Washington, ante la disyuntiva del "Yo o el caos", lo prefieran a él. Pero para Washington, Bruselas y la OTAN, ahora mismo el caos es él.

Una mujer está sentada en la calle Istiklal, esa arteria de comercios, heladerías, bancos y un nostálgico tranvía que atraviesa el corazón de Estambul. Se queda quieta durante 45 minutos, algo poco habitual en una calle peatonal por la que cada día, dicen, transita un millón de personas. Luego se levanta y echa a correr. Momentos más tarde, un estallido. Son las 16:20 horas del domingo 13 de noviembre. Pánico. Y una decena de cuerpos en el pavimento.

OTAN Estambul
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