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Atrapados en la burbuja ucraniana: por qué nos cuesta tanto dudar de Kiev en esta guerra
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La celda cognitiva de la guerra

Atrapados en la burbuja ucraniana: por qué nos cuesta tanto dudar de Kiev en esta guerra

Por muy noble que sea la causa ucraniana, hay que ser conscientes de los instintos que nos llevan a distorsionar un paisaje que, a veces, debería ser observado con algo más de entereza

Foto: Un niño ondea la bandera nacional ucraniana en una exhibición de vehículos militares rusos destruidos en Kiev. (Reuters/Valentyn Ogirenko)
Un niño ondea la bandera nacional ucraniana en una exhibición de vehículos militares rusos destruidos en Kiev. (Reuters/Valentyn Ogirenko)
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La polarización, el tribalismo y las burbujas informativas no son nada nuevo. De hecho, llevan con nosotros desde nuestros orígenes como especie y nos han resultado bastante útiles. Cosas como el sesgo de confirmación han servido para mantener la cohesión del grupo, agilizar las decisiones tomando atajos cognitivos y, en resumen, elevar nuestras posibilidades de sobrevivir en un entorno hostil. Así que, cuando vea que alguien se aferra a un prejuicio pese a las pruebas en contra, no se enfade: piense que esa estúpida obcecación es una de las razones de que nuestros antepasados escaparan de las fieras y usted y yo estemos vivos.

Pero más allá de la utilidad evolutiva del pensamiento grupal, la realidad es que estamos en 2022 y que lo que nos servía como cazadores-recolectores puede resultar un obstáculo para comprender y lidiar con los problemas contemporáneos. Cosas complejas, multidimensionales y decisivas como la guerra en Ucrania.

Foto: Vadim Tarasenko, residente de Mariúpol, en las ruinas de su ciudad tras los ataques rusos. (Reuters/Alexander Ermochenko)

Ya que los comentaristas prorrusos, o equidistantes, o los del “sí, pero” están, a la luz de las encuestas, en minoría, y, por tanto, suelen salir más escaldados en los periódicos y en las redes, sería interesante centrarnos en los del campo contrario: los comentaristas más abiertamente proucranianos. Pues, por muy noble que sea la causa, los instintos tribales siguen ahí, dispuestos a encendernos la sangre y a distorsionar un paisaje que, a veces, debería ser observado con algo más de entereza. Vamos a enumerar una serie de razones por las que la causa ucraniana tiene tanto tirón en Occidente, y por qué ese tirón, al final, incluye un lado oscuro.

La ucraniana es la causa justa

Este punto ya huele, de por sí, a la obcecación tribal de la que hablábamos al principio. Una toma de partido directa: la causa ucraniana es la causa justa. Lo digo porque es la verdad. Luego podemos debatir sobre los intereses que tiene EEUU en apoyar al país, sobre los antecedentes del conflicto o sobre lo que usted quiera, pero reconozca que, para empezar, la invasión de Ucrania pulveriza todos los tratados internacionales que también firmó la propia Rusia. Y lo hace llevándose por delante la independencia, la dignidad, el bienestar y la vida de los ucranianos. Si a estas alturas aún le quedan dudas y no se fía de ningún medio ni organización occidental, simplemente vea la televisión rusa. En ella se emite a diario, en vivo y en directo, la retórica genocida que tiene sórdida confirmación en el terreno de los hechos, en los bombardeos, los secuestros, las torturas y las fosas comunes. Otras crisis internacionales son moralmente grises y confusas. Esta no es una de ellas.

La causa ucraniana eleva el estatus de quien la defiende

Hay un concepto útil para aplicar a casos como el de Ucrania y es el de “capital simbólico”. Según Pierre Bourdieu, el sociólogo francés que acuñó esta expresión, el capital simbólico es el prestigio que dan las proezas. Un héroe de guerra tiene capital simbólico, por ejemplo; un premio Nobel, un campeón del mundo, un político victorioso. Y el prestigio es un imán. Todo el mundo quiere participar en este capital simbólico, sacarse fotos con gente reputada y famosa, chupar un poco de su renombre para elevar su propio estatus.

Ahora mismo, el país con más capital simbólico del planeta es Ucrania. Los ucranianos han logrado reformular uno de los mitos más poderosos y reconocibles: el de David contra Goliat. Gracias a su respuesta a la invasión, lo que en principio parecía una lucha perdida se ha convertido en una trágica epopeya de coraje, inventiva y sacrificio, con episodios de resistencia numantina contra un país, Rusia, que se ha esforzado en perfilarse como el villano perfecto.

En este contexto real, pero ensalzado por la propaganda, ser proucraniano es tendencia. Las celebridades que peregrinan a Kiev para sacarse una foto con Volodímir Zelenski lo hacen para mostrar su apoyo, pero también para rebañar unas migas del prestigio del presidente ucraniano. El entonces primer ministro Boris Johnson, o el presidente Emmanuel Macron, al menos, le mandaban armas después. Pero ¿qué pintan los actores, historiadores, presentadores de televisión, analistas y académicos que aguardan en fila india para darle la mano al gran hombre? ¿No tiene Zelenski otras cosas que hacer, como liberar el 15% del territorio ucraniano?

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Esta es otra de las razones por las que Ucrania suscita un apoyo tan amplio en la opinión pública de Occidente, porque su gesta es rentable en términos de crédito social. Es, como dicen los cínicos en Estados Unidos, the current thing. La moda del momento. Y adherirse a una moda, la mayoría de las veces, requiere poco esfuerzo. Lo cual nos lleva al siguiente punto.

Apoyar a Ucrania desde un teclado es barato

Este punto vale para muchas otras causas políticas y sociales. La ampliación de internet a nuestros teléfonos móviles ha abaratado el activismo hasta límites insospechados. Antes, ser activista podía costar un porrazo en la cara, meses de prisión o incluso la muerte. Ahora, en muchos casos, también, pero la mayor parte del activismo contemporáneo tiene lugar en las redes. Es fácil y económico. No hay que salir a poner tu cuerpo en la calle, en una manifestación o en una sentada. Se sube un lema o una bandera al perfil de Facebook, se comparte un mensaje y ya está. No hay ni que mostrar la cara o el nombre. Uno puede arrojar una piedra o lanzar una difamación y hacerlo todo desde el calorcito del anonimato.

Por eso, en Twitter las acciones no suelen tener consecuencias. Uno puede mentir, insultar o darse ínfulas sin pagar ningún precio. En un debate cara a cara, ha de primar un mínimo de concordia, porque el coste de que se vaya de las manos puede ser alto. En Twitter, da igual: uno puede calumniar gravemente a alguien y, a continuación, seguir con su vida, sin riesgo a que le quiten las gafas de un guantazo.

Foto: El presidente ucraniano, Volodímir Zelenski. (EFE)

Si bien las redes sociales ofrecen muchas ventajas —como el acceso a visiones distintas, el contacto con gente interesante o el seguimiento del conflicto con imágenes y sonido casi en tiempo real—, la falta de exigencia y la nula implicación personal más allá de un clic de ratón degradan la calidad del debate sociopolítico. Por no hablar de la presencia de bulos que deforman la percepción de la realidad.

La propaganda ucraniana es excelente

Los ucranianos libran una lucha existencial, así que echan mano de todos los instrumentos a su disposición. Uno de estos instrumentos es la guerra informativa. El Gobierno de Zelenski, que antes de presidente fue productor audiovisual de éxito, proporciona junto a las cohortes de activistas una sabrosa narrativa de heroísmo que resulta ser real en esencia, pero que a veces se adereza, se impulsa y se mezcla con historias cuestionables. Sus campañas para recabar apoyo son originales y de excepcional factura, y, como reverso, tenemos el continuo suministro de vídeos de soldados rusos ejerciendo la crueldad o muriendo en circunstancias ridículas.

Aún habría un nivel de influencia más profundo. El historiador de la región y analista geopolítico Stephen Kotkin dijo recientemente que el vacío informativo de la guerra (no nos referimos a la cobertura periodística, que está siendo continua y variada, sino al misterio que envuelve a los datos de bajas o a la composición de las tropas defensoras) está siendo llenado por una sofisticada operación de la Inteligencia militar ucraniana, que exagera las victorias y minimiza los problemas, introduciendo en los ecosistemas de opinión materiales precocinados. Una manera de elevar la moral en Ucrania y asegurar el flujo de armas de los impresionados aliados.

Foto: Soldados ucranianos viajan en un vehículo militar cerca de la ciudad de Artemivsk, en la región de Donetsk. (EFE/Alex Rom)

Se trata de una declaración delicada por parte de Kotkin, pero está en línea con las quejas del Gobierno estadounidense de que los ucranianos no sueltan prenda respecto a sus operaciones, o con el hecho, como dice el editor de defensa de The Economist, Shashank Joshi, de que la cobertura de la acción en el frente es muy limitada y apenas hay periodistas que acompañen a las tropas, como sí ha habido en otras guerras. Es decir: pese al amplio y completo seguimiento de la invasión de Ucrania, siempre cabe la posibilidad de que, en ocasiones, estemos masticando propaganda ucraniana a dos carrillos sin darnos cuenta.

Otra tendencia, dados los ingentes recursos disponibles, es la de ver esta guerra como si fuera un videojuego. Un paisaje digital de mapas, gráficos, cifras y materiales audiovisuales que dan una impresión de limpieza. Pero la guerra no es eso, o no solo. La guerra, vista de cerca, es una criatura sucia, salvaje e impredecible.

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Esta no es una llamada a la equidistancia, sino a la serenidad. Son dos cosas distintas. La suma de estos cuatro puntos, el carácter moral de la causa ucraniana, la inflación del oportunismo, la degradación del debate en las redes sociales y la dificultad en discernir realidad de propaganda, nos obliga a estar especialmente alerta. Pues son estos cuatro puntos los que tienden a excitar nuestros instintos primarios, invitándonos a tachar de erróneo, malvado o estúpido aquello que no case con nuestra visión y a meternos, al final, en una estrecha celda cognitiva. A lo mejor los ucranianos actúan mal y pierden una batalla, o suceden acciones malvadas detrás de las cuales no siempre está Rusia. Cosas de este tipo pueden suceder, y sería adecuado saber aceptarlas con rigor. La incertidumbre ya es lo suficientemente grande como para que nos dejemos arrastrar, además, por nuestros arrogantes instintos.

La polarización, el tribalismo y las burbujas informativas no son nada nuevo. De hecho, llevan con nosotros desde nuestros orígenes como especie y nos han resultado bastante útiles. Cosas como el sesgo de confirmación han servido para mantener la cohesión del grupo, agilizar las decisiones tomando atajos cognitivos y, en resumen, elevar nuestras posibilidades de sobrevivir en un entorno hostil. Así que, cuando vea que alguien se aferra a un prejuicio pese a las pruebas en contra, no se enfade: piense que esa estúpida obcecación es una de las razones de que nuestros antepasados escaparan de las fieras y usted y yo estemos vivos.

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