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Muere Mijaíl Gorbachov: el zar blando que trajo la paz y liquidó su imperio
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Muere Mijaíl Gorbachov: el zar blando que trajo la paz y liquidó su imperio

El último presidente de la URSS y padre de la perestroika, Mijaíl Gorbachov, falleció este martes en Moscú a la edad de 91 años

Foto: El último dirigente de la URSS, Mijaíl Gorbachov, en 1991. (Getty/Sygma/Pascal Le Segretain)
El último dirigente de la URSS, Mijaíl Gorbachov, en 1991. (Getty/Sygma/Pascal Le Segretain)

El último presidente de la URSS y padre de la perestroika, Mijaíl Gorbachov, falleció este martes en Moscú a la edad de 91 años. "Esta tarde, tras una larga y grave enfermedad, falleció Mijaíl Gorbachov", reportaron fuentes del Hospital Clínico Central a la agencia RIA Nóvosti.

Lo apodaban “secretario mineral” porque prácticamente era abstemio: una de las muchas características que diferenciaban a Mijaíl Gorbachov, último líder de la Unión Soviética, de los dictadores rojos que lo precedieron. Relativamente joven, enamorado de su mujer, de talante abierto y voz timbrada en las tablas del teatro universitario, nadie se imaginaba que este señor amable del sur de Rusia, capaz de mezclarse con la gente y de hablar sin tener que leer un papel, sería capaz, en seis años, de poner fin a la Guerra Fría y hundir ese Imperio ruso camuflado que fue la Unión Soviética. Hitos celebrados en el mundo entero salvo en su propio país, Rusia, que ahora mismo se empeña en liquidar las herencias de la perestroika. Gorbachov ha muerto a los 91 años, en plena invasión rusa de Ucrania y en plena demolición de las libertades conseguidas bajo su batuta a finales del siglo pasado.

Foto: Foto de archivo: el presidente ruso, Vladímir Putin, junto a Mijail Gorbachov. (Reuters)

El presidente ruso, Vladímir Putin, para quien el final de la URSS fue “una importante catástrofe geopolítica”, siempre mandó un telegrama a Gorbachov por su cumpleaños, y otro que mandará esta mañana a la familia de este: expresando su “profunda simpatía” por el fallecido líder. Pero, por debajo de los gestos oficiales de rigor, se esconde el resentimiento de una clase política nostálgica. Tal y como han expresado recientemente Putin y algunos de sus ministros, el final de la URSS fue un error, y es hora de recuperarla, aunque sea parcialmente. Aunque sea, Ucrania.

[Álbum | Muere Mijaíl Gorbachov, el último presidente de la URSS]

También Gorbachov, en estos meses aciagos, habría confesado su propio resquemor. “Lo que hizo Mijaíl Serguéyevich Gorbachov está todo destruido”, declaró Alexéi Venediktov, periodista y amigo personal del jefe soviético. “Todas las reformas de Gorbachov. A cero, a cenizas, a humo”. Una serie de reformas que sorprendieron dentro y fuera de sus fronteras, y que transformaron el paisaje político global.

Una vez nombrado miembro del Politburó (1980), Gorbachov dirigió la regeneración del partido, que sufría claros achaques de gerontocracia

En principio, el motivo por el que Gorbachov lanzó sus famosos cambios no tenía nada de altruista. Las enfermedades inherentes a la economía centralizada, como las dificultades en la innovación, el divorcio entre la oferta y la demanda y por tanto el desabastecimiento, junto a la corrupción endémica, habían ido demasiado lejos. El absentismo laboral galopaba junto al alcoholismo, las estanterías estaban vacías, y el dinero había perdido tanto valor que el verbo “comprar” había caído en desuso, reemplazado por el “conseguir” del mercado negro y el tráfico de favores. La URSS se hundía en la agonía, y más con unos Estados Unidos de Ronald Reagan que la forzaba a gastar más y más en una carrera armamentística draconiana para los soviéticos.

Eso en el aspecto económico. En el sociopolítico, ya nadie se creía los mitos acartonados del comunismo. Había un momento en la vida de todo soviético en el que se experimentaba una revelación, una epifanía. Un momento en el que el ciudadano miraba a su alrededor y solo veía mentiras, excusas y fingimientos: un abismo insalvable entre la vida oficial y la vida privada, donde los desfiles obligatorios, las loas al Partido y el lenguaje de las proclamas marxista-leninistas se repetían como una farsa de la que luego se mofaba uno en la intimidad de su cocina.

Poco después de llegar al poder lanzó la perestroika (reforma política) y poco después la 'glasnost' (transparencia informativa)

Muy mal tenían que estar las cosas para que el Politburó, que todavía incluía a faraones momificados de la era de Stalin, eligiese por unanimidad a alguien del perfil de Mijaíl Gorbachov. Pero así estaba la URSS, en decadencia moral y biológica. Solo había que mirar hacia arriba, hacia los actos oficiales. Los tres anteriores líderes soviéticos se habían muerto, por causas naturales, en menos de tres años.

Gorbachov intuía los problemas soviéticos. Su relativa juventud y su cercanía a la clase burocrática-profesional del imperio, que veía las enfermedades extenderse por el sistema, lo convencieron de la necesidad de emprender reformas. Dicen que, una vez en el Kremlin, cuando se asomó a los archivos del único órgano que veía la realidad nacional tal y como era, y no como se deseaba que fuera, el KGB, Gorbachov entendió la magnitud del peligro y aceleró sus planes. Las opciones eran dos: o dejar que la URSS colapsara por su propio peso, o lanzar una ambiciosa campaña de renovación, apertura y recorte de pesos muertos. La única manera de aligerar el pesado equipaje y de renovar la fe en el sistema de una fatigada ciudadanía.

Foto: Mijaíl Gorbachov. (EFE) Opinión

El primer movimiento de Gorbachov, en retrospectiva, fue uno de los más torpes. La Unión tenía un gravísimo problema de alcoholismo, así que Gorbachov cerró destilerías, subió los impuestos al vodka, prohibió su venta en los restaurantes antes de las dos de la tarde y eliminó la ingesta de alcohol en los actos públicos. El consumo bajó, pero sucedieron otras cosas: los ingresos del Estado disminuyeron, el mercado negro proliferó, las intoxicaciones de vodka casero aumentaron, y la popularidad del secretario general sufrió una mella de la que ya no se recuperaría.

Luego vinieron sus iniciativas más famosas: la perestroika, o “reestructuración”, que liberalizó los precios de determinados productos, permitó la existencia de cooperativas y abrió ciertos sectores económicos a la inversión extranjera; la glasnost, o “transparencia”, que redujo los aparatos de la censura y animó a los ciudadanos a criticar al sistema con la idea de mejorarlo; y la democratsiya, que traería, en 1988, las primeras elecciones democráticas al parlamento soviético.

placeholder George Bush y Mijaíl Gorbachov. (EFE)
George Bush y Mijaíl Gorbachov. (EFE)

A las reformas internas iban aparejadas las externas. Como la URSS ya no estaba en condiciones de seguir gastando, según distintos cálculos, en torno al 40% de su PIB en defensa, mientras sus habitantes solo podían encontrar, con suerte, unos arenques caducados en las tiendas estatales, Gorbachov hizo de la paz su prioridad. El líder soviético retiró las tropas de Afganistán y tendió una mano amiga a su némesis, el presidente Ronald Reagan. Este se la estrechó, y juntos hicieron gala de una química que traería cierto desarme nuclear y el final de la Guerra Fría.

Alabado en Occidente y odiado en su tierra

Pero, más allá de los cálculos políticos, también había en Gorbachov una llama de ternura, incluso de ingenuidad. El ruso tenía dentro la primavera, el sueño del “socialismo de rostro humano”, abortado casi 20 años atrás en Praga por los mismos tanques soviéticos que Gorbachov ahora gobernaba. El líder máximo había sido compañero de habitación, durante sus años universitarios, del reformista checo Zdenek Mlynar, uno de los cabecillas del fracasado intento de democratización, y estaba más que familiarizado con estas aspiraciones generacionales.

Ese espíritu titilaba en Gorbachov, y sus acciones apuntan a que todavía confiaba en lo que, de momento, y pese a los numerosos y catastróficos intentos, ha sido imposible de conseguir: un comunismo democrático. Un estado complejo en el que los seres humanos trabajásemos para el colectivo, de lunes a viernes, sin necesidad de ser amordazados, ni arengados, ni de notar el frío cañón de una pistola en la sien, sino movidos por una generosidad innata, espontánea, imparable. Transformados en genios renacentistas capaces, como decía Marx, de “cazar por la mañana, pescar por la tarde, criar ganado al atardecer y criticar después de la cena”.

El ruso tenía dentro la primavera, el sueño del “socialismo de rostro humano”

Pero eso no fue lo que sucedió. La apertura parcial del sistema generó distorsiones y la atrincherada nomenklatura vio zozobrar su estatus. Los ciudadanos hicieron caso al Partido y presentaron sus quejas: sacaron montones de cadáveres del armario. Recordaron a sus abuelos, a sus padres, a sus tíos desaparecidos, ejecutados, tragados por el horror del Gulag. Se fundaron radios, revistas y pequeños partidos políticos, y el clamor de la crítica fue tan fuerte que se tambalearon los cimientos del sistema.

Inmediatamente se formaron dos bandos. Por un lado, los liberales, las nacientes fuerzas democráticas, que habían notado cómo el aire fresco les llenaba los pulmones y ya no estaban dispuestos a renunciar a él. Tenían proyectos. Querían más. Por otro, el de la línea dura del Partido, los generales, los servicios de seguridad, temerosos -y en esto el tiempo les daría la razón-, de que tanta apertura iba a echar a perder no solo el comunismo, sino también el euroasiático imperio moscovita.

placeholder Mikhail Gorbachov se abraza con el líder de Europa del ESte, Erich Honecker en 1986. (Reuters)
Mikhail Gorbachov se abraza con el líder de Europa del ESte, Erich Honecker en 1986. (Reuters)

Entre estas dos fauces, notando cómo el vacío crecía a su alrededor, Gorbachov optó por complacer a ambos bandos, y por tanto no complació a ninguno. El poder, en otras palabras, había abierto la mano, y hasta los estados vasallos de Moscú, que llevaban 40 años sin decir una palabra más alta que otra, no tardaron en atar cabos. Poco a poco, fueron probando, tensando, lanzando globos sonda. Cuando vieron que los tanques no aparecían, fueron un poco más allá, y un día de noviembre de 1989 comenzaron a caer, uno tras otro, los carcomidos regímenes de Europa del este.

Foto: Convoy de tanques rusos en Mariúpol. (Reuters/Alexander Ermochenko)

Luego les tocó el turno a las propias repúblicas soviéticas, pero Gorbachov se quedó mirando, indeciso, impasible. Había puesto en marcha una maquinaria imparable, cuyas consecuencias políticas estaban cantadas: los recalcitrantes dieron un golpe de Estado, que los liberales, capitaneados por Borís Yeltsin, aprovecharon para salir a las calles a desafiar a un sistema totalitario que ya nadie temía.

El destino de Gorbachov estaba sellado. En diciembre de 1991, Yeltsin convenció a los presidentes de Ucrania y Bielorrusia, fundadores originales de la URSS, para que disolviesen dicha unión. Gorbachov protestaba, impotente, al otro lado del teléfono. Poco después renunciaba a su cargo y afrontaba una forzosa jubilación.

Desde entonces, el líder ruso ha vivido en un limbo, a medio camino entre el desdén de sus compatriotas, que lo han visto anunciar comida de Pizza Hut y bolsos de Louis Vuitton mientras ellos pasaban por unos insufribles años noventa, y la simpatía hacia un hombre amable que soñó con un mundo mejor, dándose de bruces con la realidad de que el sistema soviético, en realidad, era irreformable. Tan irreformable como los fundamentales instintos humanos.

El último presidente de la URSS y padre de la perestroika, Mijaíl Gorbachov, falleció este martes en Moscú a la edad de 91 años. "Esta tarde, tras una larga y grave enfermedad, falleció Mijaíl Gorbachov", reportaron fuentes del Hospital Clínico Central a la agencia RIA Nóvosti.

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