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"Bien resuelto": ese espectáculo de ficción que Europa llama problema de inmigración
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"Bien resuelto": ese espectáculo de ficción que Europa llama problema de inmigración

Europa sigue intentando resolver los retos migratorios. Mejor dicho: ese espectáculo de ficción que llama problema de inmigración, una especie de cine de miedo, pero con muertos de verdad

Foto: Una melillense pasea junto a la valla. (EFE/Miguel Osés)
Una melillense pasea junto a la valla. (EFE/Miguel Osés)

"Bien resuelto". Esta fue la primera observación del presidente español, Pedro Sánchez, ante lo que otros han calificado de masacre: el asalto de unos 2.000 inmigrantes subsaharianos a la valla de Melilla en junio pasado. Lo dijo antes de ver las imágenes de cadáveres tirados por el suelo y se retractó después. Pero en el fondo tiene razón: es así como Europa se ha planteado resolver el problema que ha creado en torno a la inmigración. O mejor dicho, en torno a ese espectáculo de ficción que llama problema de inmigración, una especie de cine de miedo, pero con muertos de verdad, como si se tratara de una 'snuff movie'.

Sabemos que hubo 37 muertos (23 reconocidos por Marruecos) y que la mayoría eran sudaneses que llevaban tiempo acampando en las colinas de Nador, con la vista puesta en la frontera. El asalto no fue del todo espontáneo, según averiguó la periodista española Laura J. Varo, sino propiciado por la propia policía marroquí al desmantelar los campamentos. Difícil saber hoy si los agentes pudieron prever que en lugar de dispersarse por el paisaje, los sudaneses iban a dirigirse en masa a la valla; si la situación se les fue de las manos a los gendarmes, que parece lo más probable, o si hubo cierto intento de incentivar el asalto con ánimo de tender una trampa, provocar exactamente el suceso que tuvo lugar y demostrar la eficacia de Marruecos como portero de Europa.

Foto: Interior del Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI) de Melilla. (Foto: J.G)

Porque el empleo de portero es un puesto codiciado y bien pagado. Ya se vio en febrero de 2020, cuando el Gobierno turco de Recep Tayyip Erdogan hizo correr el bulo de que Grecia había abierto las fronteras, fletó autobuses y envió a decenas de miles de inmigrantes al río Evros para echar un órdago a Bruselas, hacer temblar a los políticos y subrayar su poder. Solo que en aquel drama, Erdogan forzó a los guardas griegos a interpretar el papel del malo de la obra, mientras que en Melilla fue la propia policía marroquí la que asumió el papel. La diferencia se explica: Erdogan estaba haciendo un chantaje a la Unión Europea, Marruecos ya ha cobrado. Recuerden la carta de Pedro Sánchez en marzo pasado, en la que se pronunciaba a favor de integrar el Sáhara Occidental en Marruecos como región autónoma. El Sáhara a cambio de que Rabat sea un excelente vecino y además haga de portero fiel. Trato.

Lo que no se entiende es por qué Bruselas tiembla. Ni para qué Europa necesita contratar porteros armados con porras para asustar a quien se quiera asomar a la discoteca. Una discoteca vacía, en riesgo de irse a pique por falta de consumidores.

Foto: Vista de una zapatilla reventada por uno de los inmigrantes. (EFE/Paqui Sánchez)

Dirán ustedes que me repito, y es cierto. Pero, mientras tanto, también se repiten los asaltos a la valla, las cargas de la policía —sea marroquí o sea española—, los heridos, los muertos. Así que ahí va una vez más. Europa necesita urgentemente a inmigrantes. Y no a 100, ni a 1.000 ni a 100.000. Necesita un millón al año. Y me quedo corto. Porque es la magnitud de la población que pierde anualmente el mercado laboral por jubilación. Si no se remedia urgentemente, dentro de 30 años, la Unión Europea (y Reino Unido) tendrá 44 millones de trabajadores menos que hoy, prevén los expertos.

Es un cálculo sencillo. Baja natalidad, envejecimiento de la población, menos personas trabajando que crean riqueza, más personas que la gasten (jubilados), escasez de recursos públicos, estancamiento de la economía, empobrecimiento general. ¿Por qué creen ustedes que, en las últimas décadas, las reformas laborales europeas han retrasado la edad de la jubilación? Porque no hay trabajadores suficientes para pagar las pensiones de los mayores retirados. Y no hay manera de reemplazar esa mano de obra ausente ni con robots —para diseñar y fabricar suficientes máquinas se necesitaría un enorme volumen de mano de obra especializada— ni incentivando la natalidad. Las mujeres no se deciden de repente a tener tres, cuatro o cinco hijos, ni aunque se multiplique la oferta de guarderías. Hay una sola solución: traer a gente de fuera. De África, por ejemplo, que está al lado y sí hay jóvenes con ganas de trabajar.

Foto: El presidente de EEUU, Joe Biden, recibido por el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, esta tarde en el Palacio de la Moncloa para mantener un encuentro bilateral. (REUTERS/Juan Medina)

Esto no es una idea curiosa mía. Es lo que usted puede leer cualquier día en publicaciones como 'The Economist' o 'Forbes', por gente que entiende de economía y de estadísticas. "Ojalá Europa hubiera elegido la opción fácil de más inmigración", titula este año un ensayo de la fundación Robert Schuman, dirigida por empresarios y exministros de la derecha clásica, como el francés Jean Bizet o el alemán Wolfgang Schäuble. Sí, precisamente esos políticos que tanto se han opuesto a la inmigración, apelando a un voto racista, difundiendo el mito de que la inmigración es un problema, cuando en realidad es la solución. La única solución.

"Vienen a quitarnos el trabajo". Si ustedes aún se creían este mito, espero que la primera oleada del coronavirus les haya curado. Era apenas mayo de 2020 cuando vimos el terrible efecto que el cierre de fronteras tenía sobre la economía europea. Al impedir la llegada de jornaleros rumanos, búlgaros y polacos a Alemania, Reino Unido, Irlanda, Italia o Francia, las cosechas empezaban a pudrirse en el campo y los supermercados se quedaban sin verdura en los estantes. Por supuesto, hubo intentos de movilizar a estos millones de jóvenes en paro que aparecen en las estadísticas. Con sueldos de nueve euros la hora en Alemania. No hubo manera. A un licenciado en Historia de Arte no se le convierte en labrador.

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez (i), conversa con el vicesecretario general de la OTAN, Mircea Geoana, durante la primera jornada de la cumbre de la OTAN. (EFE/Rodrigo Jimenez)

Lo que llamamos falta de empleo en Europa es una sobrecualificación de la mano de obra, aunque la palabra es un eufemismo. Los licenciados que Alemania intentaba enviar al campo a recoger espárragos no sabían manejar un azadón. La solución fue organizar vuelos chárter, con permiso especial de saltarse las normas de la pandemia, para traer desde el sureste europeo a decenas de miles de obreros que sí sabían. Es lo que se hizo. Con el aplauso de los partidos de la ultraderecha, por cierto. Sus votantes también quieren comer hortalizas.

Claro, rumanos y búlgaros sí, dirán algunos. Son europeos. Lo que no queremos son africanos, sirios, pakistaníes. Pero el movimiento de población del sureste de Europa a los países más envejecidos del centro y oeste no soluciona nada a medio plazo. Deja despobladas vastas regiones de los Balcanes, que entran en declive demográfico y económico. "El covid, una oportunidad", titulaba la agencia EFE hace un año. La pandemia había fomentado la vuelta temporal de muchos emigrantes y los gobiernos serbio, búlgaro y rumano diseñaron estrategias para convencerlos a quedarse y frenar la muerte lenta del país. Hoy, países como Polonia y Lituania ofrecen a cualquier ciudadano europeo una serie de facilidades inauditas para registrarse como trabajador autónomo, accediendo a numerosos beneficios y jubilación completa... con la condición de efectivamente vivir en el país mientras tanto. Falta gente. Ahora mismo, Europa parece un juego de las sillas a la inversa. Hay demasiadas sillas y todas quieren atrapar a los que corren alrededor de la mesa.

Foto: Una manifestación organizada por grupos de derechos humanos condena el acuerdo migratorio entre Ruanda y Reino Unido. (EFE/Andy Rain)

Pero si son sirios, entonces no. Entonces, que se queden encerrados en Lesbos, viviendo de la caridad pública, sin opción a trabajar. Si son afganos, se les dispara en la frontera griega. Si son sudaneses, lo bien resuelto es que se mueran ante la valla de Melilla.

Es tan absurdo pensar que Europa quiera evitar su propio bienestar económico, que intente hundirse en la pobreza adrede en lugar de crecer, que hace ya cuatro años formulé la frase: "Las vallas no sirven para impedir que lleguen inmigrantes. Sirven para que no se nos vayan".

Muchos pensaron que era una 'boutade', una metáfora. No lo es. Porque la migración es siempre una vía de doble sentido: quien va a trabajar a otro país, vuelve al suyo por temporadas si las condiciones no le convencen. Pero si el regreso ha de ser definitivo, si no puede volver a intentarlo nunca más, entonces se queda. Cuando un país rico empieza a exigir visado (con interminables colas y gastos burocráticos) a otro, que es origen de mano de obra inmigrante, ese influjo se reduce en un 67%, según un estudio. Pero la salida de inmigrantes de ese mismo colectivo hacia su país de origen se reduce en un 88%. Ya nadie se arriesga a volver a su tierra. Las complicaciones que la Unión Europea ha empezado a imponer a la llegada de turcos, marroquíes, latinoamericanos en las últimas décadas han forzado a esa población a quedarse. Los muertos de Melilla son un aviso a navegantes: ni se os ocurra abandonar Europa. Porque ¿en serio creen ustedes que marroquíes, senegaleses, marfileños —países, por cierto, relativamente ricos en el contexto de África— , muchos de ellos con estudios, estarían trabajando sin descanso bajo los invernaderos de Almería, viviendo en chabolas, sin luz, sin agua corriente, viviendo mucho peor que un trabajador medio en sus propios países?

'Europa es una trampa'

Europa es una trampa, ellos han caído, y ahora no pueden volver —este es el otro factor— sin asumir ante sus familias que han sido unos pardillos, que han sido engañados por las mafias como unos bobos. Así que se quedan.

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Las mafias no son solo aquellas que les han cobrado miles y miles de euros dándoles vueltas por media África antes de embarcarlas en alguna patera. O en más de una: cada intento se paga, a más fracaso, más ganancia. También son los empresarios españoles que siguen buscando exactamente esta mano de obra ilegal. En Almería hay africanos que están regularizados y ante la pregunta del patrón aseguran no tener papeles para ser contratados con más facilidad para la jornada. Ser ilegal es un valor comercial en alza.

Porque esa ilegalidad, directamente asociada a la obligación de quedarse, cercado por una valla que impide al mismo tiempo la llegada de más mano de obra, significa una ganancia a corto plazo para ciertos empresarios. Un ilegal no puede protestar. No tiene derechos laborales. No puede sindicarse. Es un trabajador amedrentado, dócil, explotable. Un esquirol en potencia ante cualquier amenaza de huelga. Y si encima viene frustrado, rabioso, apaleado por mil violencias vividas en el camino, con dificultados de convivencia humana tras meses o años de pasar de una mafia africana a otra, como cabeza de ganado, menos riesgo aún de que pueda hermanarse con los trabajadores españoles, unirse a sus demandas, formar un frente común. Siempre será un paria, un intocable, un indeseable. Encerrado en un gueto, su trabajo es un trabajo forzado.

Foto: Escuela Infantil de la Ciudad Financiera Grupo Santander. Autor: Sergio González.

Esta es la filosofía que subyace tras la política de vallas y policías: evitar que haya trabajadores legales y procurar que los haya ilegales. Es una política común a toda la Unión Europea. E igual que la negativa a legalizar las drogas demuestra el poder de los clanes del narcotráfico —su negocio es la prohibición—, la negativa a legalizar la inmigración demuestra el poder de los círculos ultracapitalistas decididos a sacar el máximo rendimiento al trabajador, al estilo de las peores épocas de la Revolución Industrial. Hipotecando el futuro de todo el continente.

Fue en la Revolución Industrial cuando nació el socialismo, movimiento obrero dispuesto a conquistar condiciones laborales dignas. Se consiguieron avances, se puso en pie cierto estado de bienestar —pongamos el de los años ochenta en España— que en las últimas dos décadas se ha vuelto a desmantelar. Es la tragedia de Europa que los herederos de ese socialismo, en todo el arco de la izquierda europea, callen ahora y colaboren con el discurso xenófobo dedicado a dividir entre nacionales y foráneos, entre trabajadores e inmigrantes.

Porque esto es lo que hacen los movimientos que denuncian la masacre de Melilla, las muertes en el Mediterráneo y en el mar de Canarias como un ataque a los derechos humanos de unos desposeídos que huyen del hambre y la miseria, empujados a Europa por la necesidad de sobrevivir. Su discurso pretende concienciar a los europeos sobre su obligación de ayudar a los inmigrantes, porque son gente necesitada. Para ello, difunde la ficción —radicalmente falsa— de una vasta África hambrienta, dispuesta, incluso obligada, a comer el pan de Europa. Dibuja a los africanos como víctimas, desposeídos, mendigos. Esta postura, que engarza perfectamente con el discurso racista de la ultraderecha —vienen a quitarnos lo nuestro—, ha arraigado tanto en la izquierda que el otro día me recriminaron incluso mis argumentos a favor de la inmigración: "Considerar a los inmigrantes como numeritos en un mercado laboral es deshumanizarlos". ¿Y cómo cree que los políticos europeos, a la hora de diseñar políticas económicas, le consideran a usted, ciudadano lector? Pretender que los inmigrantes no deben ser considerados parte de este sistema —capitalista de mercado, al fin y al cabo— en el que vivimos, eso sí es racismo.

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Esto no es lo peor. Lo que no perdono a la izquierda es que, además, colabora con el discurso de la ultraderecha, que a los inmigrantes de cualquier país vagamente musulmán los considera terroristas en potencia y conquistadores a sueldo de Mahoma, aunque sabemos que la inmensa mayoría de atentados islamistas cometidos en Europa no fueron obra de inmigrantes sino de hombres nacidos y criados en Europa, producto del gueto europeo que con tanto ahínco alimentan las políticas de ilegalización. Pero en este caso, la izquierda no solo colabora con el discurso sino que directamente coloca las bases para hacerlo posible: financiando mezquitas, pagando a imanes, apoyando a predicadores islamistas que llama "moderados". Crea, con dinero público destinado a fomentar la religión como marca segregadora, las bases para que la inmigración se pueda convertir en el auténtico problema social que la derecha dice que es.

Lo inexplicable es que Europa, para mantener este sistema de fronteras y vallas que perjudica su economía, socava su desarrollo, destroza su futuro, dinamita su paz social y destruye su convivencia, esté encima pagando, en dinero y en concesiones políticas, a los autócratas ante sus puertas. Somos el camarero de una discoteca vacía que paga al portero para que le dé a él mismo con la porra en la cabeza. Quizá lo merezcamos. Por gilipollas.

"Bien resuelto". Esta fue la primera observación del presidente español, Pedro Sánchez, ante lo que otros han calificado de masacre: el asalto de unos 2.000 inmigrantes subsaharianos a la valla de Melilla en junio pasado. Lo dijo antes de ver las imágenes de cadáveres tirados por el suelo y se retractó después. Pero en el fondo tiene razón: es así como Europa se ha planteado resolver el problema que ha creado en torno a la inmigración. O mejor dicho, en torno a ese espectáculo de ficción que llama problema de inmigración, una especie de cine de miedo, pero con muertos de verdad, como si se tratara de una 'snuff movie'.

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