"La lengua rusa es un animalito muerto sobre mi pecho"
Antes de 2014, las fronteras entre el ruso y el ucraniano eran invisibles. Ahora, con la guerra, la comunidad rusófona rechaza su lengua
Hay aspectos de la invasión de Ucrania que resultan difíciles de capturar en las crónicas. Estos son las alteraciones, los flujos y reflujos que se suceden, digámoslo así, en el corazón de los ucranianos. Muchos de ellos aún viven en el 24 de febrero, una jornada interminable, congelada por la desgracia y la sensación de irrealidad que produce el hecho de ver a Rusia tratando de eliminar, o dejar tullida, a su nación. También está el sentimiento de culpa de quienes dejaron atrás sus hogares y las silenciosas evoluciones, ajustes y epifanías que se dan en los lagos subterráneos de la identidad. Numerosos ucranianos del este, rusófonos, han dejado de hablar su lengua materna, por ejemplo. Prefieren chapurrear el ucraniano o quedarse callados, y se les pone la piel de gallina cuando escuchan la lengua inocente (todas las lenguas lo son) en la que ellos mismos solían expresarse hasta hace solo unos meses.
Una manera de asomarse a los procesos íntimos de un país en guerra es mediante su poesía, con sus poetas. Esos seres extraños cuya cabeza va siempre flotando por algún lugar incierto, situado entre las nubes y los recovecos, digámoslo así también, del alma humana. La poetisa Iya Kiva, nacida en Donetsk hace 38 años, es uno de estos médiums que encierran el espíritu del tiempo en versos enigmáticos. Una escritora de fama ascendente, ganadora de múltiples certámenes y demandada por las publicaciones ucranianas, que, sin embargo, con su figura espigada y sus ojos claros y atentos, conserva una halo libre de intereses prosaicos. Nada más sentarse para la entrevista, Kiva ya está en su mundo, pergeñando una metáfora sobre la bebida fermentada que hemos pedido en una cafetería-librería de Lviv.
Iya Kiva, como tantos otros de sus paisanos del Donbás, ha sido desplazada por la guerra dos veces. Una en 2014 y otra en 2022. Un doble trauma que ha dejado su huella en ella y en su poesía, hasta el punto de cambiar, incluso, la herramienta con la que trabajaba desde niña: su idioma.
“Siempre me sentí ucraniana. Eso no ha cambiado”, dice la poetisa. “Pero, en el paisaje cultural-lingüístico de Donétsk, no se veían las fronteras entre el ruso y el ucraniano. Las fronteras eran transparentes. Vivía en dos mundos a la vez: el ucraniano y el ruso. Hasta 2014, esas fronteras eran invisibles”.
Como en todas las biografías ucranianas, la revolución del Maidán, seguida de la anexión ilegal de Crimea y del inicio de la guerra del Donbás, marcó un antes y un después en la vida de Kiva. Las emociones políticas que estaban latentes en cada persona, bajo de la superficie de la rutina cotidiana, se aceleraron. Además, el ecosistema social del país empezó a tensarse y a cambiar, experimentando una “ucranianización”. “Escribía y trabajaba en ruso porque, en el espacio cultural de Donétsk, no funcionaba la lengua ucraniana. Pero, en 2014, la lengua ucraniana se convirtió en un factor de la identidad y yo quise identificarme con Ucrania a través de la lengua”.
— Iya Kiva (@sumriko) April 14, 2022
La eclosión identitaria de aquel año no se dio de golpe, sino que representaba la culminación de un proceso que, para Kiva y otros jóvenes ucranianos, se había iniciado en la niñez, tras el derrumbamiento de aquel imperio ruso que llamamos Unión Soviética. Una civilización que no se disolvió por completo, sino que dejó, en lugares como el Donbás, su propia cosmogonía, sus perdurables mitos.
“El poder soviético se presentó a sí mismo como la única voz que tenía el derecho de hablar sobre la Segunda Guerra Mundial y usó esta hegemonía para silenciar sus crímenes de los años 30”, dice Kiva. “Por esta razón, la gente estaba enajenada de su propia historia, sobre todo la historia privada. Mi generación fue la primera que penetró detalladamente en las historias familiares. Sobre todo, en la historia de la rusificación y de la hambruna. Antes de ser deportados, mis antepasados vivían en la región de Jersón y todos ellos hablaban ucraniano. La lengua rusa se convirtió en la lengua de la violencia y, al mismo tiempo, en el recurso para sobrevivir, porque servía para acceder a la educación y al trabajo. ¿Habrían sobrevivido mis antepasados de no haber sido rusificados? No lo sé”.
Poco a poco, el mundo de Kiva, en el este de Ucrania, se fue descomponiendo en la primavera de 2014. Ella cuenta que el germen de la insurrección ya circulaba por la ciudad de Donétsk desde hacía años. Un novio suyo de la adolescencia había fantaseado con formar la República Popular de Donétsk, una entidad anarquista inspirada en la efímera república del mismo nombre creada durante la guerra de 1918-1921. Antes de que la propaganda rusa funcionase a pleno rendimiento, las iglesias ortodoxas rusas y determinados individuos alentaban estas emociones.
Aún así, la cultura local no incluía la militancia política como se entiende en otros países. Kiva pone como ejemplo las protestas de los mineros, en particular cómo estos se juntaban en silencio, se sentaban y daban golpes rítmicos al suelo con sus cascos, sin decir ni una palabra. En ocasiones su manera de protestar era descendiendo a las minas y quedándose allí, en silencio, en la oscuridad.
La rebelión del Maidán fue recibida, por mucha gente del Donbás, con inquietud y rechazo. Pero dice Kiva que lo que vieron peligrar, más que el gobierno del presidente que la mayoría de ellos había elegido, Víktor Yanukóvich, era una manera de ver las cosas. Una forma de entender la política. “No es que la gente tuviera emociones prorrusas”, dice la poetisa. “Lo que la gente tenía era miedo del cambio. Hay corrupción y todo pertenece a los oligarcas, pero es nuestra vida y no queremos cambiarla. La gente tenía mas miedo del cambio que del Maidán”.
En abril de aquel año las milicias prorrusas ocuparon varios edificios gubernamentales. El Gobierno provisional de Kyiv, surgido a raíz de la huída del presidente Yanukóvich en medio de fuertes protestas, represión y violencia, era en aquel momento un trapo mojado sin capacidad de combate. Donétsk se convirtió en una ciudad sin ley, en manos de gente armada y enmascarada.
“El factor decisivo para mí fue cuando las autoridades ucranianas salieron de la ciudad”, cuenta Iya Kiva. “Tenía miedo. Imagínate, toda la ciudad estaba llena de hombres con metralletas, sin insignias, que podían hacer lo que les diera la gana. El aeropuerto no funcionaba. Hacia mediados de mayo aparecieron rumores de que el ferrocarril dejaría de funcionar. En ese momento empecé a tomarme el problema en serio y a pensar en salir”.
Instalada ya en Kiev, la poetisa del Donbás que solo escribía en ruso empezó a hacerlo, también, en ucraniano. Pero resultó que la guerra con el país vecino, desde 2014 con tropas rusas limitadas a los combates más importantes y camufladas por los trucos de la desinformación, solo estaba en su primera fase.
Dice Kiva que notó cómo las cosas se empezaban a torcer en marzo de 2021, casi un año antes de la invasión a gran escala, leyendo una entrevista con el escritor bielorruso Alhierd Baharévich. El país vecino había registrado fortísimas protestas el año anterior, de manera que el dictador, Aleksandr Lukashenko, había implorado el socorro de Vladímir Putin. El presidente ruso acudió a la llamada, pero tenía algunas condiciones. Entre ellas, reforzar su control sobre Bielorrusia hasta el punto de iniciar una especie de anexión que aún sigue en proceso. Parte de la invasión rusa se lanzó desde territorio bielorruso y hay sospechas de que, en un momento dado, las fuerzas armadas que dirige Lukashenko puedan acabar participando en la invasión.
La sensación ominosa de que algo se fraguaba en el horizonte ganó peso en agosto del año pasado. “Sentía como si un muro se levantase a mi alrededor”, asegura Iya Kiva. “Un obstáculo invisible que paraliza tu vida y tus asuntos. En diciembre ya estaba segura de que Rusia invadiría. El aire se volvió de plomo”.
El ataque a gran escala cogió por sorpresa a muchos ucranianos. Aún no hay encuestas al respecto, pero esta parece ser la regla general. El hecho de imaginarse una agresión combinada desde el norte, el sur y el este, con bombardeos en las principales ciudades, hospitales y edificios de viviendas partidos por la mitad, y toda la parafernalia del estalinismo, con sus fosas comunes y campos de filtración en las zonas ocupadas, era algo demasiado psicótico como para arraigar en las conciencias.
“En mi círculo de amigos nadie quería aceptar la idea. No porque fueran estúpidos. Sabes que la guerra va a empezar, pero, ¿Qué puedes hacer al respecto?”, se pregunta la poetisa. “La mayoría decidieron que, si había invasión, se quedarían. Consideraban que huir sería como rendirse, como dejar a tu persona amada. Pero una cosa es decirlo y otra, cuando la guerra es una realidad, hacerlo. El ser humano tiene derecho a tener miedo”.
"Solo hablo ruso si no hay alternativa. Para mí, en un sentido creativo, hablar ruso es como manipular un cadáver"
Le pregunto por el recibimiento, en Lviv y en otros lugares del oeste de Ucrania, de los refugiados del este. Por mucho que Ucrania haya ido construyendo un paisaje más unificado estos últimos ocho años, azuzado, en parte, por la agresión rusa, todavía existen diferentes afinidades entre el este y el oeste. Y no es raro escuchar a algunos ucraniano-hablantes quejarse del idioma ruso que resuena en sus calles y en sus negocios, por ejemplo. El ucraniano es el único idioma oficial del país, argumentan, y muchos desplazados ni siquiera se toman la molestia de decir “dyakuyu”, sino que sueltan un sonoro, vibrante, orondo y estepario “spasibo”.
Dice Kiva que una percepción común en el oeste, sobre todo en 2014, era que los habitantes del Donbás habían cortejado inconscientemente a los rusos. Al seguir viviendo cómodamente en esa esfera cultural rusa, viendo los medios rusos, conservando sus calles Pushkin y avenidas Lenin, y eligiendo a gente como Viktor Yanukóvich, les habrían invitado a ir un poco más allá: a conquistar Ucrania. Pero este latente resquemor, en 2022, estaría más superado, dice la poetisa. “La gente, por ejemplo en Lviv, comprende bien las experiencias de quienes huyen de Járkiv, Donétsk, Mariúpol o Mykolaiv. Saben que son experiencias trágicas, por eso la compasión con los rusófonos es mayor que antes”.
Si para Kiva la lengua rusa fue desplazada, en 2014, a un nivel de uso a la par que el ucraniano, la invasión a gran escala ha hecho que sea prácticamente desterrada. “Solo hablo ruso si no hay alternativa. Para mí, en un sentido creativo, hablar ruso es como manipular un cadáver. La lengua rusa es un animalito muerto que se pudre sobre mi pecho”.
La escritora va más allá y apoya el boicot a la cultura rusa. “Nosotros y ellos estamos llevando luchas distintas, nuestros objetivos son distintos”, explica. “Los ucranianos están luchando no contra Putin, sino por su existencia, por la vida como tal. José Ortega y Gasset dijo que solo las élites son capaces de aceptar la responsabilidad. Sin embargo, ¿Qué nos dicen ahora los representantes de la intelectualidad rusa? ‘No hemos sido nosotros, la culpa es de Putin’. Y es mentira. Putin es el acuerdo social, y no al revés. Y si Rusia no cambia, si no empujamos a Rusia con la ayuda del acto de boicotear a que se cambie – a través del análisis, la crítica y la reflexión de cómo ella se ha hecho un estado fascista – el cambio de régimen dentro de Rusia no será una garantía de la seguridad para Ucrania. Quizás, aunque otro líder pueda jugar con el liberalismo, en el futuro veremos a nuevo Putin y tendremos una nueva guerra ruso-ucraniana. Sin pasar por un arrepentimiento que Rusia no ha hecho, ni siquiera acerca de los años 30, es imposible esperar que ocurra otra cosa”.
"Los ucranianos están luchando no contra Putin, sino por su existencia, por la vida como tal"
Ante el fracaso de la cultura rusa y de la cultura en general, dice Kiva, ya que se supone que la cultura es una “capa protectora entre la humanidad y la deshumanización”, solo queda la acción práctica a través del voluntariado, al que se dedica desde el 24 de febrero. “La realidad es tan impactante que las cosas de la estética, de la forma, me parecen una tontería. No tienen ninguna importancia. Un poema no puede salvar una vida. Es el trabajo voluntario el que ayuda de forma concreta a personas concretas. Primero eres un ciudadano, luego te ocupas de tu oficio”.
Hay aspectos de la invasión de Ucrania que resultan difíciles de capturar en las crónicas. Estos son las alteraciones, los flujos y reflujos que se suceden, digámoslo así, en el corazón de los ucranianos. Muchos de ellos aún viven en el 24 de febrero, una jornada interminable, congelada por la desgracia y la sensación de irrealidad que produce el hecho de ver a Rusia tratando de eliminar, o dejar tullida, a su nación. También está el sentimiento de culpa de quienes dejaron atrás sus hogares y las silenciosas evoluciones, ajustes y epifanías que se dan en los lagos subterráneos de la identidad. Numerosos ucranianos del este, rusófonos, han dejado de hablar su lengua materna, por ejemplo. Prefieren chapurrear el ucraniano o quedarse callados, y se les pone la piel de gallina cuando escuchan la lengua inocente (todas las lenguas lo son) en la que ellos mismos solían expresarse hasta hace solo unos meses.
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