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Un baño de humildad (y uno de incertidumbre): qué aprendimos cubriendo una guerra
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Tres corresponsales de El Confidencial

Un baño de humildad (y uno de incertidumbre): qué aprendimos cubriendo una guerra

La guerra es un encuadre. Una imagen, una escena, un personaje. Son mapas, informes y expertos. Porque la guerra, en sí misma, no existe. Es una sucesión de dramas individuales; de separaciones y despedidas, de reencuentros y promesas

Foto: Lucas Proto, Enrique Andrés Pretel y Alicia Alamillos.
Lucas Proto, Enrique Andrés Pretel y Alicia Alamillos.

La primera lección de la guerra de Ucrania fue una de humildad. Decenas de avisos de los servicios de inteligencia estadounidenses; meses y meses con tropas movilizadas en la frontera; ejercicios militares en Bielorrusia con soldados desplazados desde los territorios más orientales de Rusia. "Era obvio", se dice ahora. Dentro de unas décadas, quienes lean sobre los pasos previos al conflicto en un libro de Historia no entenderán cómo alguien pudo dudar de lo que estaba por venir, pero lo cierto es que hasta las últimas horas previas a esa madrugada del 24 de febrero, pocos en el gremio creíamos que una invasión total era posible en Europa.

Mirar atrás a la guerra hoy, 102 días después de que los tanques rusos cruzaran el Rubicón ucraniano, no hace justicia al pánico que se vivía entonces. El actual 'statu quo' del frente, en el que Rusia solo ha conseguido consolidar sus conquistas en los 'oblast' de Donetsk y Lugansk y en la franja sur del país, le hubiera parecido una fantasía hasta al más optimista de nosotros. La duda por aquel entonces no era si Kiev caería, sino cuándo. A 15 horas del inicio de la guerra, mientras hacía las maletas para llegar a Lviv, la mayoría de los analistas vaticinaban que la ciudad (la más importante del occidente ucraniano) se convertiría en la capital de facto de una Ucrania con la mayoría del territorio ocupado. Poco después, el presidente Volodímir Zelenski demostraba con un vídeo que permanecía en Kiev, una decisión que sería la piedra fundacional de la narrativa heroica que ha caracterizado a la resistencia ucraniana desde entonces.

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Una de las principales consecuencias del pánico fue la postal que me recibió nada más cruzar la frontera ucraniana desde Polonia. Filas kilométricas de coches, autobuses, camiones y todo tipo de vehículos en una carrera a la par frenética y a paso de tortuga por abandonar el país. En menos de una semana, un millón de personas huyeron de Ucrania, el desplazamiento masivo de refugiados más rápido registrado en Europa desde la Segunda Guerra Mundial. Cuando salí de Ucrania, a los 15 días del inicio de la guerra, el cruce de la frontera se había agilizado considerablemente, pero las familias que trataban de escapar desesperadamente en esos primeros días no tenían manera de saberlo. El miedo al posible avance relámpago ruso llevó a muchos a esperar colas de hasta 24 horas a temperaturas gélidas. Algunos abandonaron sus vehículos en los arcenes de los últimos kilómetros de carretera de un país al que no sabían si algún día regresarían.

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Cuando llegué a Lviv, no habían pasado ni 50 horas del primer bombardeo ruso y la ciudad ya se había convertido en el centro neurálgico del flujo de refugiados en el país. Además del evidente y espantoso drama humano que supone una guerra, también provoca problemas logísticos sin precedentes. De la noche a la mañana, una urbe del tamaño aproximado de Valencia tuvo que absorber la llegada de cientos de miles de desplazados internos, la mayoría de ellos a través de una única estación de tren completamente abarrotada. En menos de dos días, edificios de la administración regional, escuelas, iglesias y polideportivos se habían convertido en centros de acogida llenos hasta los topes. Una marabunta de voluntarios, en su aplastante mayoría jóvenes de menos de 25 años, gestionaba la marea humana día y noche. Un trabajo incesante y agotador únicamente interrumpido por las constantes alarmas antiaéreas que forzaban visitas a los búnkeres subterráneos. Muchos durarían semanas sin tomarse un solo día de descanso, a menudo obligados por sus compañeros.

Cuando uno llega a un país en guerra, espera encontrar tristeza y pesadumbre en cada esquina, pero el estado de ánimo de la población local, por aquel entonces, rozaba el triunfalismo. El rápido estancamiento de la ofensiva rusa y los reportes constantes del éxito de la resistencia ucraniana —una mezcla de victorias reales sobre el terreno con relatos más bien mitológicos— había llenado de orgullo a Lviv, una ciudad en la que el nacionalismo ucraniano resuena con mayor fuerza. Sin embargo, incluso en esta urbe relativamente segura, a más de 500 kilómetros del frente, pude notar como el ambiente se ensombrecía día tras día, especialmente conforme el infierno de Mariúpol se hacía más evidente.

Foto: Matviy, en el interior del búnker en Lviv. (L. Proto)

Otra expectativa periodística falsa es la de que estar sobre el terreno ofrece una perspectiva más fidedigna de cómo avanza el conflicto. Pero la realidad es que, en una era en la que la información más exacta del frente llega por fuentes de código abierto de la mano de analistas pegados a la pantalla de su ordenador, ocurre lo opuesto.

Para cuando mi compañera Alicia tomó el relevo, lo que la experiencia me había enseñado era que, a mayor cercanía, más se entiende el dolor humano y menos la guerra.

***

La guerra es un encuadre. Es una imagen, una escena, un personaje. Son mapas, informes y expertos. Porque la guerra, en sí misma, no existe. Es una sucesión de dramas individuales; de separaciones y despedidas, de reencuentros y promesas. Es honor, supervivencia y anécdotas. Fotos, citas y contexto. Hay bajas y viajes. Valientes, cobardes e indiferentes. Son análisis, elucubraciones y mucha incertidumbre. La guerra es un cúmulo de lugares pequeños hilvanados en un gran relato colectivo. La guerra no existe. Es lo que nos contamos. Y contar una guerra es difícil.

Primero, olvídese del reportero solitario, la periodista intrépida y el corresponsal veterano. En la cúspide de la globalización y la información en tiempo real, una invasión es un trabajo coral. Es el plumilla en el frente, pero también la mesa de última hora, la jefa de cierre y el becario de la sección. Es tu editora y tu competencia. La guerra es información internacional, pero también económica, tecnológica y cultural. Hay geopolítica y literatura. Ciencia y Eurovisión. Y, por supuesto, muchas infografías. Es Kiev y Moscú, pero también Washington, Pekín, Pretoria, Bruselas o Bogotá. En la guerra no hay versos sueltos, porque nada aislado tiene sentido.

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La persona sobre el terreno es la punta de un costoso iceberg periodístico. Busca información, pruebas e historias. En su máximo esplendor, es simplemente testigo, encargado de recoger una de las piezas del inmenso puzle y ponerla —lo mejor posible— en su lugar. Dependiendo de tu medio, tu audiencia y tus recursos; de tu tiempo, tu instinto y tu suerte (o experiencia), te tocará un fragmento diferente. Todos parte del mosaico de una realidad difícil de dibujar. No hay que diseccionar la contienda, porque ya llega hecha pedazos. El reto es ponerlos de nuevo juntos. Buscar sentido. La guerra, al fin y al cabo, es lo que usted lee.

También es recomendable no confundir la guerra con el frente. La guerra no son solo las trincheras, los tanques y los edificios en ruinas que ilustran portadas y abren informativos. Si giras la mirada, verás gente que toma café y hace la compra. Gente que se separa y que se enamora. Unos que huyen y otros que se quedan. Muchos que se hacen pobres y alguno que se hace rico. Tampoco es un sitio trepidante. La cobertura de un conflicto es lenta, cuajada de esperas, interludios eternos, desplazamientos interminables. Gran parte del trabajo es 'simplemente' llegar. Por eso la guerra la cuentan los periodistas, pero la cubren los 'fixers', esos productores locales —profesionales o improvisados— que guían a los enviados especiales por los vericuetos del conflicto.

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En mis tres semanas en Ucrania, visité seis ciudades, estuve en dos frentes y recorrí miles de kilómetros en tren, coche y autobús. Vi los carros de combate y las piezas de artillería moverse por las líneas de combate bajo el fuego cruzado de los morteros; vi a los niños en los búnkeres y a los empresarios en ruina, vi mucha crueldad y mucha humanidad, voluntarios para las armas y para ayudar a los vecinos; vi muchísimos edificios reventados de los que siempre emergía un zapato sin par. Como llegué en la primavera, pude ver las flores brotar de entre los escombros.

Nada de esto me sirvió para traer respuestas a las preguntas que todos tenemos. Ni una. Volví con el absoluto convencimiento de no saber más del conflicto de lo que sabía antes y con todas las incertidumbres con las que me fui. De la pequeña parte del gran todo que me tocó, tan solo me quedó una certeza. La de esa señora en alpargatas barriendo su portal a pocos kilómetros del frente, recordándome que la guerra no es un lugar exótico o una historia feroz. La guerra siempre es la casa de alguien.

***

Escribo estas líneas de nuevo desde Kiev. Regresar es lo que permite ver cómo ha cambiado el país en estos 100 días de guerra y es el mayor baño de realidad para los análisis apresurados de la información 24 horas. Cuando, a principios de abril, llegué a la ciudad por primera vez desde el comienzo de lo que los ucranianos no quieren que olvidemos que es "la invasión a escala total" —porque la guerra ya empezó en 2014—, Kiev era una capital fantasma. Hacía pocos días que el convoy militar ruso que cercó la ciudad en el momento más delicado de la invasión había retrocedido, y el país veía con horror las imágenes de la ocupación rusa en Bucha.

Un mes después, la ciudad vuelve a la vida: los 'checkpoints' desaparecen de las carreteras por las que incluso llegaron a pasar los tanques rusos, abren los restaurantes y hay hasta niños pidiendo limosna a los transeúntes. Escenas de una ciudad que vuelve a la casi normalidad. "Lo entiendo con la cabeza, pero no con el corazón", me dice Olek, que tiene un hijo voluntario en las fuerzas de Defensa Territorial de Ucrania. Cumplidos los tres meses de guerra, el país sabe que tiene que recuperar la vida, un espejismo de normalidad, reiniciar la rueda social y económica, para poder salir adelante. Pero Olek —y muchos otros—, aunque lo entienden, también tienen miedo a que esta guerra se acabe convirtiendo en una cosa de solo soldados. Como en 2014.

Ha llegado la comprensión, quizá una de las más difíciles, de que la guerra va para largo. La guerra es una guerra, pero ya no es solo el frente. La guerra es económica, es alimentaria, es propagandística, es juego político y de aguante. Y eso es algo que se aprende -y se cuenta- hablando con los agricultores de Lviv o el marinero de Odesa. La guerra es el paso del tiempo. Y con esa comprensión ha cambiado la mirada de los medios de comunicación y, cómo no, de los lectores.

Foto: Sergeii, el conductor del autobús de evacuación de Donetsk, que pide no salir en las fotos. (A. A.)

Estamos en uno de los momentos más difíciles de las coberturas. El cómo seguir. Es complicado que vuelva a pasar algo como la invasión de un país soberano en Europa, y sin embargo, los ciclos informativos y de atención siguen siendo crueles. Cuando llegué a Ucrania a principios de marzo, las historias eran tantas; de lucha, rostros individuales para poner un nombre al esfuerzo colectivo sobrehumano de un país que no se podría uno ni creer que siguiera funcionando, con una movilización masiva desde la humana a la económica. Había hambre de información, y los propios ucranianos sentían casi como un deber patriótico contarte, pese al sufrimiento, lo que estaban viviendo con la invasión rusa.

"Para hablar de un tema grande tienes que escribir algo pequeño", decía un novelista estadounidense. O, como diría dándole la vuelta uno de los editores que más me ha enseñado, a partir de algo pequeño se puede entender algo más grande. Para hablar del dolor de la guerra de Ucrania se habla primero del dolor de una anciana que sabe que nunca volverá a su casa en Severodonetsk, porque ya no habrá un Severodonetsk al que regresar.

Foto: Kateryna, en su sótano para resguardarse de las bombas. (Alicia Alamillos)
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Y es ahora, tres meses después, cuando algunos medios empiezan a recoger ya a sus corresponsales y el este del país, donde los nombres de las ciudades que toman o dejan de tomar un bando u otro no dicen nada para el lector estándar, queda fuera de foco, la guerra pasa a un segundo plano, si la dejamos. Y la propia Ucrania es consciente: la guerra también es narrativa, y en tres meses la hemos visto cambiar. Desde la sorpresa de los propios ucranianos ante su resistencia frente al 'todopoderoso' Ejército ruso a sus ganas de remontar, esas primeras contraofensivas, los éxitos con la retirada de las tropas del Kremlin del norte del país, la moral por las nubes que era palpable con cada persona con la que hablabas, de Lviv a Odesa o Dnipro. Con las primeras señales de fatiga en el panorama internacional, el propio Zelenski admite pérdidas "de entre 60 a 100" soldados diarios en el este, y una realidad soterrada que ya se veía, pero no se pregonaba, con coches fúnebres con el cuerpo de un soldado caído llegando incluso a una remota aldea en la provincia de Volyn, a más de 1.200 kilómetros del frente o el reguero de cadáveres que llegaban en apenas una mañana a la morgue de Dnipro, asciende a la superficie. Ucrania ha demostrado que podía aguantar, pero el sacrificio es ingente, y el tiempo siempre corre en contra.

La primera lección de la guerra de Ucrania fue una de humildad. Decenas de avisos de los servicios de inteligencia estadounidenses; meses y meses con tropas movilizadas en la frontera; ejercicios militares en Bielorrusia con soldados desplazados desde los territorios más orientales de Rusia. "Era obvio", se dice ahora. Dentro de unas décadas, quienes lean sobre los pasos previos al conflicto en un libro de Historia no entenderán cómo alguien pudo dudar de lo que estaba por venir, pero lo cierto es que hasta las últimas horas previas a esa madrugada del 24 de febrero, pocos en el gremio creíamos que una invasión total era posible en Europa.

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