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La reina y James Bond
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La reina y James Bond

La clave de su reinado es su inquebrantable decisión de prometer a los británicos la presencia permanente de su pasado imperial administrando la decadencia

Foto: Daniel Craig (i) y la reina Isabel II, en los Juegos Olímpicos de Londres de 2012.
Daniel Craig (i) y la reina Isabel II, en los Juegos Olímpicos de Londres de 2012.
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Hoy hace sesenta y nueve años que fue coronada en la Abadía de Westminster —aunque ascendió al trono un año antes, en febrero de 1952— y hasta el 86% de los británicos está satisfecho con el comportamiento de Isabel II como jefa del Estado y reina. Solo un porcentaje inapreciablemente menor de adhesión popular que el que se produjo en 2012. Ha logrado que su nieto, el príncipe Guillermo (Londres, 1982), suscite cercanos entusiasmos: el 81% se siente satisfecho con la gestión de su responsabilidad, pero su padre y heredero de la Corona, el príncipe de Gales, Carlos de Inglaterra (Londres,1948), queda descolgado con un 65% de aprobación. Este gap entre madre e hijo del 26% introduce algunas inquietudes que quedan paliadas por la simpatía y carisma del vástago mayor del heredero y la fallecida lady Diana Spencer.

Sin embargo, Isabel II, aun conociendo bien el desorden familiar que dejará cuando fallezca, ha vuelto a imponer el criterio regio: su heredero será el príncipe de Gales, próximo a cumplir los 74 años, casado en segundas nupcias con la divorciada Camila Parker, a la que la soberana ya ha investido ‘in pectore’ con su futuro título: reina consorte.

No habrá salto de la abuela al nieto, sino que se seguirá la secuencia sagrada de la sucesión dinástica: de la madre al hijo

No hay cuestión, en consecuencia, sobre la sucesión. No habrá salto de la abuela al nieto, sino que se seguirá la secuencia sagrada de la sucesión dinástica: de la madre al hijo. Ella, que ha cumplido 96 años el pasado mes de abril, no abdicará. Su reinado ya es el más largo de la historia de todos los monarcas británicos. Su vida, entre fascinante y misteriosa, la ha convertido en un icono transversal: puede representar la pompa medieval del estricto protocolo regio y, al tiempo, identificarse como una genuina representante de la iconografía pop londinense de Andy Warhol.

Isabel II es perfectamente capaz de semejarse, impávida, a un retrato de William Turner y fingir lanzarse con paracaídas con James Bond (Daniel Craig) sobre el estadio olímpico en la inolvidable inauguración de los Juegos de Londres en el verano de 2012. El universo simbólico ‘british’ en dos personajes. Ella reinando desde 1952 y él encarnando la audacia del agente 007 desde su primera película en 1962. Los británicos levitaron de entusiasmo ante la versatilidad de su monarca, capaz de un registro tan amplio sin perder jamás su dignidad y apostura.

Pero ¿sobrevivirá la monarquía británica a Isabel II o acabará con ella una era, la isabelina, solo comparable con la victoriana de su tatarabuela? Los datos de la encuesta de Ipsos elaborada el mes pasado auguran que dentro de 10 años seguirá la monarquía en el Reino Unido. Lo afirma el 79% de los consultados, pero a más horizonte temporal, menor seguridad de continuidad: el 42% cree que permanecerá la forma monárquica dentro de 50 años, y solo el 29% cuando transcurra un siglo. Largo lo fían los británicos.

placeholder Preparación del jubileo de la Reina en Londres. (EFE/Tolga Akmen)
Preparación del jubileo de la Reina en Londres. (EFE/Tolga Akmen)

La seguridad que ofrece Isabel II decrece en una proyección futura de la mano de sus descendientes, pero la hija de Jorge VI, un rey imprevisto que lo fue por la abdicación de su hermano, Eduardo VIII, y de la rocosa aristócrata escocesa Isabel Bowes-Lyon, deja la Corona arraigada en el imaginario colectivo de los británicos: el 68% prefiere la monarquía a la república, por la que apuesta solo el 22%, y el 45% la considera peor fórmula que el actual sistema, aunque el 33% entiende que con uno u otro régimen de Estado “no habría diferencia”, mientras que un 13%, quizá desconcertado, ni sabe ni contesta. Porcentajes todos estos que permiten suponer que el Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte celebra a partir de hoy y hasta el próximo lunes el jubileo de platino de la reina con un consenso seguramente irrepetible.

La clave de su reinado es su inquebrantable decisión de prometer a los británicos la presencia permanente de su pasado imperial. La reina, que es jefa del Estado de varios de los países que forman la Mancomunidad de Naciones (Canadá, Australia y Nueva Zelanda, entre otros), ha administrado con una delicadeza y perspicacia admirables la decadencia del Reino Unido, que ha ido perdiendo gota a gota sus colonias. Un proceso histórico inevitable.

Pero Isabel II ha conservado el trampantojo al que los británicos —los ingleses en particular— se entregan con ciertas dosis de infantilismo. La soberana ha sido consciente de la reducción de las dimensiones internacionales del Reino Unido y de la posibilidad cierta de que termine resultando un Estado fallido si Escocia vuelve a intentar su independencia como en 2014 y la logra; si Irlanda del Norte es dominada por los católicos de Sinn Féin y se une a la república del sur de la isla, y si la endogamia de Inglaterra no repara con cierta rapidez su desastroso abandono de la Unión Europea y se deshace del populista Boris Johnson, el único primer ministro que la obligó a cerrar el Parlamento de Westminster, decisión forzada que el Tribunal Supremo consideró ilegal y revocó.

La clave de su reinado es su inquebrantable decisión de prometer a los británicos la presencia permanente de su pasado imperial

Isabel II llega a su jubileo de platino frágil, viuda de Felipe Mountbatten (junio de 1921- abril de 2021), duque de Edimburgo, madre de cuatro hijos que le han complicado la vida, salvo el menor, Eduardo, titular de una fortuna saneada, pero controlada por el Estado, testigo de una guerra de las Malvinas en el lejano Atlántico, con 14 primeros ministros en la retina pasando semanalmente por el palacio de Buckingham, conservadores y laboristas, anfitriona de dos Pontífices de la Iglesia católica —Juan Pablo II y Benedicto XVI, siendo ella gobernadora de la anglicana inglesa— y de, prácticamente, todos los jefes de Estado contemporáneos, oradora ante los auditorios políticos y económicos más relevantes del mundo e impulsora, paso a paso, de una construcción jurídica y política de la Corona británica que se ha convertido en el paradigma de todas las monarquías parlamentarias a pesar de carecer de Constitución escrita.

Su reinado no ha sido un ciclo, sino una época, una era. Ha ralentizado la decadencia del último imperio de Occidente y soportado sobre sus espaldas una tradición de siglos a la que ha ido ajustando a la realidad de su tiempo histórico con precisión relojera. Tradicional y contemporánea; altiva, pero humilde cuando así lo exigía la institución; más reina que madre; más soberana que esposa y poseedora de una capacidad de empatía con los británicos que, aunque a la greña entre ellos, coinciden en respetarla en un grado superlativo.

placeholder Carlos de Inglaterra, junto a su esposa Camila. (EFE)
Carlos de Inglaterra, junto a su esposa Camila. (EFE)

Sus varios biógrafos —a falta de la definitiva historia de su dilatada vida— destacan como una de las frases más definidoras de su actitud institucional la siguiente: "Observo y permanezco en silencio". Desde ese silencio, ha sabido decirlo todo. Y se ha atenido a la tesis del mayor y mejor teórico de la monarquía británica, Walter Bagehot, que preconizaba que “ser consultado, exhortar y prevenir” es lo que corresponde a un rey dotado con “gran sensatez y sagacidad”.

Acompañar a su pueblo en la decadencia, prometiéndoles el pasado permanentemente, quintaesenciar los valores de su sociedad y pactar con sus ciudadanos la forma en la que ellos querían que les representase ha sido el gran legado de Isabel II, que sube al sitial real en la Cámara de los Lores con la misma grandeza con la que finge saltar en paracaídas para que los Juegos Olímpicos que se celebraron en la capital británica hace 10 años fueran inolvidables. Y lo fueron porque ella, en un tirabuzón de versatilidad, hizo pareja con James Bond. Isabel II, el gozne entre dos épocas. La suya y la que vendrá tras ella, mucho más improbable e incierta.

Hoy hace sesenta y nueve años que fue coronada en la Abadía de Westminster —aunque ascendió al trono un año antes, en febrero de 1952— y hasta el 86% de los británicos está satisfecho con el comportamiento de Isabel II como jefa del Estado y reina. Solo un porcentaje inapreciablemente menor de adhesión popular que el que se produjo en 2012. Ha logrado que su nieto, el príncipe Guillermo (Londres, 1982), suscite cercanos entusiasmos: el 81% se siente satisfecho con la gestión de su responsabilidad, pero su padre y heredero de la Corona, el príncipe de Gales, Carlos de Inglaterra (Londres,1948), queda descolgado con un 65% de aprobación. Este gap entre madre e hijo del 26% introduce algunas inquietudes que quedan paliadas por la simpatía y carisma del vástago mayor del heredero y la fallecida lady Diana Spencer.

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