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Cómo unos monjes convirtieron la 'perla del Índico' en un paraíso de fanáticos
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Cómo unos monjes convirtieron la 'perla del Índico' en un paraíso de fanáticos

El periodista Ángel L. Martínez Cantera publica 'Al sur del Himalaya' (Editorial Kailas), donde recoge sus crónicas tras casi una década en el continente asiático

Foto: Portada de  'Al sur del Himalaya', de Ángel L. Martínez Cantera. (Cedida)
Portada de 'Al sur del Himalaya', de Ángel L. Martínez Cantera. (Cedida)

El monje budista mira furioso a cámara.

¡Vete a tu país! —grita mientras le observo acercase a mi por el visor.

—¿Qué haces? —indaga otro, que surge de repente por mi flanco izquierdo, el del ojo que cierro para enfocar.

—Saco fotos —contesto, ajustando el anillo de zoom y apagando la cámara.

Cerca de un centenar de monjes budistas se ha reunido en las cercanías al Museo Nacional de Colombo, capital de Sri Lanka. Casi todos ocupan el suelo mientras que otros, de pie, gritan eslóganes contra el gobierno, visiblemente enfadados.

No fotos aquí —chilla el primero, a dos palmos de mí, con poco vocabulario y mucha mala leche.

—Estamos en la calle —replico, zafándome de su amago por alcanzar mi cámara—. Es un lugar público.

—No queremos que nos hagan fotos —dice el segundo, con algo más de flema y léxico inglés.

—Entiendo —respondo, metiendo la cámara en la mochila.

—¡Vete a tu puto país! —repite el primero.

placeholder Ángel L. Martínez Cantera. (Foto cedida)
Ángel L. Martínez Cantera. (Foto cedida)

Ni modales ni vocabulario, pero el 'fucking' sí que lo sabe usar, pienso.

Sin tiempo para salir de ahí rodeando al grupo de hombres rapados y semivestidos con chivaras —túnicas— color azafrán y rojo, varios señalan en nuestra dirección atrayendo a varios militares que patrullan cerca. Así que enfilo el lado opuesto, evitando un encontronazo con los dos estamentos más reaccionarios de este país.

Para extrañeza de los surferos que vienen a la publicitada 'perla del océano Índico'y mayor pasmo de hippies modernos interesados en la meditación, la militancia de monjes budistas fanáticos ha convertido a Sri Lanka en uno de los paraísos insulares más intolerantes de Asia. Un mes antes de mi llegada a Colombo, su capital, esta realidad sorprendía a una turista británica que fue deportada por lucir un tatuaje de Buda en su hombro. Ahora, a mitad de junio, el aire plomizo del monzón isleño se vuelve aún más irrespirable tras los fastos por el aniversario del final de la guerra civil que enfrentó a nativos budistas e hindúes durante casi tres décadas. Una efeméride que hasta 2015 se celebró oficialmente como Día de la Victoria, subrayando el desprecio y la humillación hacia la minoría hindú, que fue derrotada entonces y que sigue marginada hoy.

Hace un lustro que acabó el conflicto que balcanizó Sri Lanka durante veintiséis largos años de combates entre las fuerzas armadas del gobierno, en nombre de la mayoría de la población de etnia cingalesa y religión budista, y la insurgencia que defendía los intereses de la minoría de etnia tamil y religión hindú. La guerra terminó en 2009, después de que el ejército bombardease sin piedad las poblaciones civiles donde se escondía la guerrilla tamil hindú. Esta no se quedaba atrás en crueldad, ya que llevaba años usando escudos humanos, niños soldado y terrorismo suicida entre sus métodos belicosos. La violencia en esta cálida isla del Índico causó cien mil víctimas inocentes y tres millones de exiliados, un balance similar al del terror que asoló la antigua Yugoslavia.

Una teocracia fascista

Después de tal escabechina, poco se ha hecho por la reconciliación. Los vencedores, gobierno y ejército, niegan las muertes de civiles mientras el despliegue desmesurado de tropas ha tomado el país. Los militares embellecen ciudades del centro y sur de la isla con el dinero extranjero, y persiguen a la minoría tamil hindú en el norte y noreste. Los vencidos, la guerrilla de los Tigres de Liberación de la Tierra Tamil (LTTE), claudicaron, pero el Estado continúa confiscando las tierras propiedad de las familias tamiles que buscan a sus desaparecidos. Por si fuera poco, la victoria sirvió de espaldarazo al supremacismo nacionalista y religioso que ha transformado a Sri Lanka una teocracia fascista, según los expertos diplomáticos. Con la complicidad estatal y ante la indiferencia de la mayoría de la población, los monjes budistas fanáticos atacan a las minorías, consideradas una amenaza para la integridad religiosa nacional. Una cruzada que amenaza con desgarrar otra vez su ancestral y enmarañado tejido etnoreligioso.

El origen del budismo en Sri Lanka se remonta al siglo III antes de nuestra era, cuando el Imperio indio de Ashoka difundió las ideas de Buda por Asia, así como su blasón real, el león (singh, en sánscrito); del que surgió la etnia cingalesa (sinhala), mayoritaria en Sri Lanka y el emblema de su bandera. La misma heráldica estará en el origen de Singapur, ciudad de los leones, como también dará sentido, siglos después, al alias "tigres tamil" usado por la insurgencia tamil-hindú en su guerra contra la mayoría cingalesa-budista de Sri Lanka. Para cuando el budismo llegó a esta isla, el norte del país ya estaba habitado por nativos atezados y de religión hindú de Tamil Nadu, región al sur de India y separada de Sri Lanka por un estrecho más corto que el de Gibraltar. De hecho, el reino de Lanka esmparte relevante de la milenaria mitología del hinduismo.

Uno de sus textos sagrados, el Ramayana, sitúa aquí el feudo de Ravana, némesis de Ram, otro avatar del dios Vishnu. Según esa épica, leyenda fundacional de los mitos de las naciones del subcontinente indio, hasta Sri Lanka se desplazaron Ram y Hanuman, el dios mono, para liberar a Sita de las garras de Ravana, líder de esta isla del Índico. Pero igual de importante que esta fábula es el mito budista vinculado a Sri Lanka, según el cual los discípulos de Buda trajeron aquí el diente de su maestro, único resto tras su incineración, que da poderes sus guardianes. Desde entonces, los reinos de etnia cingalesa y creencias budistas dominan gran parte de la isla, hasta formar más del 70% de su población. Mientras que la dinastía de etnia tamil y religión hindú resistieron en el norte y noreste del país, y sus descendientes suman un 12% del censo, una vez que la guerra los redujo a la mitad. La intrincada y heterogénea demografía de Sri Lanka se completa con la presencia de la comunidad musulmana y de los cristianos, un 10% y un 6% del total respectivamente.

placeholder Figuras budistas en el templo de Kelaniy, Sri Lanka. (Getty/John Moore)
Figuras budistas en el templo de Kelaniy, Sri Lanka. (Getty/John Moore)

Acabada la guerra, mermada y sometida la población tamil-hindú del norte, la ira budista se concentra ahora en las otras minorías religiosas del país. A principios de año, miles de cristianos se manifestaron en Colombo para pedir que parasen los ataques de las muchedumbres fanáticas a las iglesias del sur del país, con el consiguiente arresto de una decena de monjes. Desde entonces, también se han denunciado las agresiones a barrios musulmanes y mezquitas, mientras se multiplican los mensajes de odio en las redes sociales.

—La situación es muy tensa. La facción budista radical tiene el apoyo del Estado. No solo asaltan lugares de culto cristianos y musulmanes, también a los monjes moderados —me advirtió Ruki Fernando, un mes antes—. El resto de la población actúa como si nada.

Cuando me encontré con Ruki en el norte del país, él aún estaba en libertad bajo fianza, fruto de una de las numerosas detenciones arbitrarias que las fuerzas de seguridad llevan a cabo en la zona tamil. Los encarcelamientos ilegales se han reducido exponencialmente desde la guerra, cuando hubo hasta varios cientos de miles, pero continúan los arrestos sin cargos de activistas como Ruki con la excusa de la prevención del terrorismo.

Su apellido, Fernando, es parte del legado colonial portugués en Sri Lanka, al igual que palabras de la lengua local como mesaya, mesa, o kamisaya, camisa; por no mencionar platos y comida importados a la cocina insular como paan, o pan típico europeo; a diferencia del significado de este término en India. El siglo y medio de ocupación lusa dejó huellas indelebles en Sri Lanka, bautizada entonces como Ceilán. A diferencia de posteriores invasores europeos que ocuparon este enclave marítimo solo para explotarlo y como enlace en la ruta oceánica de las especias, el fanatismo católico de Portugal distorsionó la demografía local y la relación entre sus gentes. La obsesión del imperialismo ibérico por perseguir a infieles llevó a Portugal a evangelizar a la población isleña.

Hasta el siglo xvi, las rutas marítimas de la región estuvieron dominadas por mercaderes árabes musulmanes del golfo Pérsico que se asentaron al norte de Ceilán desde las aguas del mar Arábigo como hicieron por toda la costa del subcontinente indio. Tras la invasión lusa, los colonos transformaron el norte de Sri Lanka en bastión cristiano a golpe de conversiones masivas que también impusieron a las sociedades budistas del interior. Después los colonialismos holandés e inglés, que sucedieron al portugués, llevaron a la isla a jornaleros del sur del territorio indio. Se restituyó así parte de la tradición hindú eliminada, pero la desconfianza entre comunidades religiosas creció al ritmo que lo hacía la rica biodiversidad de Sri Lanka.

La encrucijada de Moneef

Caen las primeras gotas cuando estoy a pocas manzanas de mi alojamiento. La lluvia arrastra los escasos restos del suelo casi inmaculado, en contraste con la inmundicia de las calles de India. Tampoco hay rastro de monjes, pero las esquinas están salpicadas de militares en los aledaños a la "isla de los esclavos", como llaman al suburbio junto al distrito financiero de Colombo. Soldados del ejército, al servicio de la autoridad del desarrollo urbano, dependiente del ministerio de Defensa, renuevan este asentamiento que data de la época colonial. Una peculiar gentrificación armada que ha desahuciado a miles de familias de uno de los mayores barrios de chabolas de la capital. Sobre todo, a familias musulmanas, la comunidad religiosa mayoritaria del distrito. El aguacero arrecia y agradezco que los monjes me echaran de la manifestación. Diez minutos más y me coge de lleno el jarreo estival que frecuenta Sri Lanka en esta época del año. Ya sea por los repentinos diluvios tropicales o por la asfixiante humedad insular, siempre llego empapado al consulado de Yemen, mi vivienda desde que aterricé aquí.

Cuando planificaba mi viaje a Sri Lanka, un contacto de Nueva Delhi me recomendó avisar a su hermano. Lo hice antes de viajar, y Moneef BinBreak pronto pasó de ser un gran anfitrión a un buen amigo. A los veintisiete años, él había conseguido su puesto como ayudante del emisario yemení en Sri Lanka a través de su madre, embajadora de Yemen en India. Durante mi visita coincide que el consulado en Colombo ha quedado a su completa disposición. El edificio de tres plantas está en la zona diplomática de la capital. La planta baja hace las funciones de recepción y oficina para el equipo burocrático, la segunda planta cuenta con habitaciones para invitados, como yo, y en la tercera vivía Moneef con su mujer y su hija. Una residencia de lujo como colofón a mi primera visita a Asia, y que disfruto con una dosis extra de placer y aprecio después de haber dormido con ratas y en salones de casas modestas de India.

Por su parte, Moneef tiene interés en que su esposa conozca diferentes culturas, más allá de la obligada relación que mantienen con las familias de los representantes de los países del golfo Pérsico destinados en Sri Lanka. Aunque son de la misma edad, es la primera vez que Lial, su mujer, vive fuera de Yemen y sin sus padres. Moneef confía en que sus ideas y hábitos más conservadores desaparezcan con la madurez y el trato con otros. Así que estaban encantados con mi presencia, siempre que respetase su privacidad y costumbres. La única norma a seguir era la de avisar antes de subir a la tercera planta, donde vivían ellos y donde había un pequeño salón con televisor, para no encontrarme a Lial sin su hiyab, el pañuelo que cubre el cabello de las mujeres musulmanas. Precisamente ese velo fue la prueba de fuego de nuestra relación, y no tardó en llegar. Le había caído en gracia a su hija, Lujain, de cinco años, con quien me entretenía y a quien cuidaba con gusto, además de como agradecimiento al favor prestado por esta familia.

Una mañana, jugando, corrí detrás de ella hasta la tercera planta. Allí me topé de frente con Lial, sin velo. Su disgusto fue tremendo y mi agobio mayúsculo. Moneef intentó calmarla repitiéndole que yo era como un hermano y que no tenía de qué avergonzarse. Pero el enfado de ella tardó un tiempo en desaparecer, al igual que mi bochorno. Sin embargo, fue la respuesta de él lo que más me sorprendió. Hasta entonces, pensaba que su ideología liberal, en comparación con otros creyentes musulmanes, podía ser una pose con la que pretendía fraternizar conmigo. No sería la primera vez que un musulmán parece abierto a la emancipación de las mujeres siempre que no sean las de su familia. De hecho, la actitud del patriarca tradicional, con independencia de la religión, parte de esa premisa. No era el caso de Moneef.

—¿Te ocurre algo? —le pregunto, nada más entrar en el consulado y mientras me seco el agua de lluvia y el sudor.

Moneef miraba su móvil con el gesto serio, detrás de la mesa de atención al cliente de la recepción de la planta baja
del edificio, vacío.

—La cosa se pone fea —contesta, alargándome el móvil.

Miembros del grupo Bodu Bala Sena, Fuerza del Poder de Buda o BBS, incendiaban las redes sociales con mensajes antimusulmanes. El día antes, un municipio al sur de Colombo había registrado incidentes en mezquitas y tiendas locales de esta minoría a raíz de un altercado entre un residente musulmán y un miembro de la comunidad cingalesa-budista. Todo apunta a que la violencia aumentará si nadie pone cordura. Y esperar sensatez en redes es como concebir un mozón sin lluvias.

—Por cierto —dice—, el cónsul de Arabia Saudí me ha pedido que cenemos mañana en su casa. No me falles.

Noté que su ruego estaba cargado de solemnidad y pesadumbre. Pero no supe leer si su tono se debía a los ataques hacia los musulmanes o a la invitación diplomática en sí. Desde mi llegada, habíamos cenado un par de veces en casa del cónsul saudita y en compañía de los delegados de otros países del Golfo como Emiratos, Qatar o Kuwait, con los que solíamos jugar al fútbol semanalmente, y motivo por el que extendían la invitación de Moneef a mí. Yo accedía aunque las veladas discurriesen en árabe y no me enterase de mucho. A Moneef, sin embargo, no le hacía gracia reunirse con aquel grupo, porque sus discusiones siempre acababan en arengas religiosas. Pero uno no rechaza el convite de un musulmán, menos aún si se profesa la misma fe. Así que Moneef y yo habíamos acordado un código para abandonar la reunión cuando los ánimos se tornasen insoportables.

—¿Tienes que llamar a España, Ángel? —me pregunta Moneef, dándome la señal.

Habíamos terminado de cenar en casa del cónsul saudí. Como de costumbre, siguiendo su interpretación de la ley islámica, los hombres fuimos la única presencia visible durante el convite. Nosotros comíamos en el salón de la planta baja, y ellas permanecían en una estancia contigua. El edificio está diseñado para ocultar a las mujeres. Un corredor con dos puertas a cada extremo comunica el comedor con la cocina. Ellas tocan la puerta que une nuestra estancia para anunciar que la comida está servida, dejándola en el suelo del pasillo. El mismo proceso que seguimos nosotros para devolver los cuencos con los restos. Tocar a la puerta para anunciar nuestra entrada. Abrir y dejar las bandejas en el suelo, llamar a su puerta y salir del pasillo. Luego, cerrar nuestra puerta y golpearla para indicar que el lugar está vacío. Tres sonidos como única forma de interacción.

Finalizada la vergonzosa liturgia, me senté frente al televisor para seguir el segundo partido del Mundial de fútbol de Brasil. Mi excusa ideal para ignorar a la perorata del anfitrión, que suele pasar revista y sermonear a sus colegas en cada encuentro, intentando explicarse en inglés cuando le presto atención. El cónsul saudí es el más veterano de los diplomáticos, lo que le da cierta respetabilidad, según Moneef. Además, Arabia Saudí ejerce una influencia destacada en esta isla del Índico. Desde hace años, la monarquía absolutista acoge a centenares de miles de jornaleros procedentes de Sri Lanka, lo que supone importantes remesas de dinero enviadas de la península arábiga. En este sentido, el reino saudita juega el mismo papel que sus ancestros, los mercaderes árabes, en el devenir económico de Sri Lanka.

La perla del Índico sigue siendo un enclave relevante para el comercio mundial. Si antes la invadieron los europeos para dominar el tráfico oceánico en Asia, hoy es China la que impulsa su particular ruta de la seda con la construcción de puertos estratégicos como el que edifica al sur de Sri Lanka. El gigante asiático, sin embargo, no está interesado en evangelizar a la población local, a diferencia de los primeros colonos. Una labor que hoy corre a cargo de Arabia Saudí, que invierte en escuelas islámicas donde adoctrinar a los nativos musulmanes moderados pero marginados por la mayoría cingalesa-budista. Un aleccionamiento similar al de los discursos del cónsul saudí

—No aguanto su estupidez y su radicalismo —dice Moneef, visiblemente enfadado, mientras pide dos cervezas.

—¿Por qué no dejas de ir a estas reuniones? —le pregunto.

—Por la misma razón que prefiero irme de esa casa. No es tan fácil hacerle frente a gente como este tipo. Es poderoso y tiene contactos. En Arabia Saudí te pueden deportar o torturar por tus ideas. Además, yo trabajo para el cónsul. Mi opinión puede perjudicar a la oficina de Yemen. Peor aún, podría dar lugar a represalias contra mi familia en mi país —contesta.

Tiene la mirada puesta en la pantalla. El televisor del restaurante, uno de los pocos abiertos después media noche, retransmitía el primer encuentro de la selección española. Moneef había insistido en buscar un lugar donde tomar algo mientras veíamos el partido, y ahora parecía despertar del letargo en el que se había sumido desde que dejamos la casa del cónsul saudí. Durante el trayecto, al volante, solo abrió la boca para relatar lo sucedido en la cena. Al parecer, el diplomático saudí solía atacar a otras sociedades musulmanas que él consideraba moderadas. En esta ocasión se inventó que, en países como Marruecos o Túnez, las mujeres satisfacían los deseos sexuales de los invitados a una reunión familiar. Según ese desquiciado, esto era otra prueba más de la influencia perniciosa las ideas progresistas de Occidente. Ninguno de los presentes en la cena se atrevió a refutar aquel sinsentido. Por miedo, como Moneef, o por confianza ciega en el saudí.

—Me da náuseas pensar que mi mujer y mi hija viven en este entorno —dice, apurando su cerveza de un trago.

—¿Por qué no buscáis otro destino? —sugiero, algo naíf. Es fácil decirlo cuando el sello de mi pasaporte no me hace ser un peligro para el resto de la humanidad, pienso, nada más terminar la pregunta.

—Supongo que eso tendremos que hacer. Pero ¿dónde? —contesta con una pregunta—. Yemen está en crisis, y aquí crecen los enfrentamientos. ¿Por qué todo el mundo tiene esta necesidad de imponer sus creencias? —añade en voz alta.

—Te entiendo —le digo.

Su pregunta no tenía respuesta. Pero sabía perfectamente a qué se refería. Las ideas de todos los grupos de Sri Lanka estaban cada vez más polarizadas. Hacía una semana, por ejemplo, habíamos comido juntos en un restaurante que regentaban unos conocidos suyos de Yemen. Curiosamente, el lugar se llamaba Al-Jazeera, la isla, en árabe, y también el nombre de uno de los medios para los que publico. Uno de los trabajadores del bar, Walid, aprovechó que Moneef se fue al baño para charlar conmigo. Después de interesarse por mis orígenes y de escucharme hablar del pasado árabe de España, aprovechó para preguntarme: "Cada vez hay más musulmanes allí, ¿no?". Quizás su insinuación fuese ingenua, pero no pude sino apreciar un deseo latente de ver cómo el mundo entero se convertía a una sola religión, como piensan tantos otros seguidores de esa y otras religiones en tantas otras partes de Asia y del mundo.

—Por los derrotados —brinda Moneef, apurando su tercera cerveza con una mueca amarga. La de un buen hombre en medio de una encrucijada. Moneef alza la jarra vacía a la altura de sus ojos. Su rebosante sonrisa ocupa todo el espacio de mi visión. El restaurante vibra con otro gol de Holanda. Un grupo de neerlandeses celebra el tanto con euforia.

—Porque nos volvamos a ver en un lugar mejor —repliqué.

Dos días más tarde volaría a Europa mientras la violencia sectaria crecía al sur de Colombo. Los mensajes de odio desembocaron en saqueos y en linchamientos que ocasionaron cuatro muertos, un centenar de heridos y más de diez mil desplazados, la mayoría pertenecientes a la comunidad musulmana. A finales de ese año, 2014, empezaría una guerra sangrienta e interminable en Yemen que involucra a varios países del golfo y que cerca de una década después continúa con una estimación de más de cien mil muertos y desaparecidos.

Por su parte, en la 'perla del Índico' los enfrentamientos religiosos como los del verano de 2014 se reproducirían casi anualmente. Cuatro años más tarde, en 2019, Sri Lanka sufrió el mayor ataque terrorista de la historia del sur de Asia. El Domingo de Pascua de ese año, siete atentados bomba coordinados contra iglesias y hoteles de lujo matarían a doscientas cincuenta personas y dejarían heridas a otras quinientas. La masacre sería reivindicada por un grupo islamista radical vinculado al Estado Islámico, y conectado con la financiación del islamismo radical de Arabia Saudí.

*Ángel L. Martínez Cantera (Linares, 1984) viaja por Asia desde 2013 colaborando para diarios españoles. En 2018 se asentó en Mumbai (India). Este texto forma parte del libro 'Al sur del Himalaya' (Editorial Kailas).

El monje budista mira furioso a cámara.

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