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El marino de Odesa quiere volver a casa: entendiendo un dolor que durará generaciones
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Putin, el mayor asesino de rusófonos

El marino de Odesa quiere volver a casa: entendiendo un dolor que durará generaciones

El divorcio entre estos dos pueblos vecinos, tan vinculados históricamente, es completo. Desde 2015 no hay vuelos entre Kiev y Moscú y las trincheras llegan hasta la intimidad familiar

Foto: Refugiados ucranianos llegan al borde con Rumanía en Isaccea, cruzando el Danubio. (Reuters/Stoyan Nenov)
Refugiados ucranianos llegan al borde con Rumanía en Isaccea, cruzando el Danubio. (Reuters/Stoyan Nenov)

El Danubio transcurre frío y anchuroso entre Rumanía y Ucrania. Sereno, casi indiferente. Como si la calamidad que se desenvuelve en su flanco norte solo fuera un ruido de fondo. Y es que este río ha visto muchas cosas. Hace unos 2.500 años, por poner un ejemplo, los ejércitos del rey Darío cruzaron estas aguas en persecución de los escitas, que dominaban la estepa euroasiática. Fue justo aquí, en el paso fronterizo de Isaccea. Uno de los puntos más fáciles de vadear del Danubio. En lugar de un puente flotante, hoy se utiliza un ferry. En lugar de soldados persas, hoy cruzan civiles ucranianos. Mujeres, niños y ancianos envueltos en mantas, con el rostro aterido, llevando maletas de colores que desentonan con la tragedia que llevan dentro. La huida de los sótanos, la violencia, el miedo y la muerte.

Entre todos los sentimientos que se apelmazan en este paso fronterizo, todavía destaca el de la incredulidad. Ha pasado más de un mes desde que empezó la invasión, pero sigue siendo extraño ver los misiles caer en la Europa de Netflix, Ryanair y el Café Latte. Se supone que la globalización iba a hacer del comercio una alternativa a la guerra. Pero aún quedan monolitos emocionales incólumes al paso del tiempo, dispuestos a desencadenar el horror como una maldición bíblica.

Foto: Desplazados ucranianos llegan a una estación de tren de Lviv. (Getty/Joe Raedle)

"No, no me lo esperaba. Jamás. Ni siquiera pensaba en ello", dice Sergei Pavlov, oficial de la marina mercante originario de Odesa. A Pavlov, que pasa ocho meses al año embarcado, custodiando la seguridad de los barcos de una empresa belga, la invasión lo sorprendió en altamar. Hace seis días que está en Rumanía, adonde ha venido a recoger a su esposa y a sus dos hijos. Dice que le gustaría volver a Ucrania, pero que tiene que conservar su empleo para proveer a sus familiares.

La realidad de millones de ucranianos se ha deshecho en miles de pedacitos cortantes. Según Naciones Unidas, la agresión rusa ha generado por ahora seis millones de desplazados internos y unos 3,6 millones de refugiados. Cerca de 12 millones de personas viven en zona de guerra. En total, la mitad de la población de Ucrania ha sido engullida por la catástrofe. Tampoco se libra la otra mitad, que ve los misiles rusos caer ocasionalmente en puntos como Lviv, Rivne o la región de Odesa.

Los primeros días me llegaban mensajes de amigos. Oleksandr, desde Mykolaiv/Nikolayev: "Tanques en la ciudad. Nuestras tropas tratan de destruirlos. Nosotros en el sótano tomando whisky". Ígor, que en febrero me mostró los monumentos más hermosos y característicos de su villa: "Mucho de lo que viste en Járkov ya está destrozado". También desde Járkov, Yelizaveta: "Mi familia recibió raciones de comida. Tuve que estar seis horas en la cola. Daba miedo porque escuchábamos explosiones. Además, otras colas de gente fueron alcanzadas por el fuego de artillería".

Foto: Guardias ucranianos vigilan en el 'checkpoint de la frontera de Ucrania con Transnistria. (Reuters/Yecgeny Volokin)
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De todas las personas que conocí en Mariúpol, solo he podido hablar con dos. El testimonio de una, Oksana Stomina, se puede leer aquí. La otra, Alina, acaba de escapar con su madre. "Mariúpol ya no existe", dice. El 90% ha sido destruido por las bombas. Alina y su madre están vivas. El padre, sin embargo, ha desaparecido.

Solo son las historias de algunos ucranianos. Hay 44 millones más. Un amigo me acaba de decir que las mujeres y los niños han sido evacuados del norte de Rivne, de la frontera con Bielorrusia. Temen que las tropas del dictador Lukahsenko entren en Ucrania. Los hombres se han quedado para recibirlas como se merecen.

Mientras tanto, cientos o miles de personas llegan cada día al paso de Isaccea. Un viento helado azota los faldones de una gran tienda de campaña, donde los refugiados se ponen cómodos en unas camas de hospital y entran en calor. Los adultos cargan sus móviles y se conectan a internet, los niños comparten los juguetes y un señor pasa con una bandeja llena de vasitos de café o té. Afuera se reparten perritos calientes que se devoran de pie y a dos carillos.

Foto: Bandera de Gagauzia en la entrada de la ciudad de Comrat. (Getty/Andreea Campeanu)

La red de solidaridad se ha vuelto más efectiva. Hace tres semanas, cualquiera venía a recoger refugiados en su coche. Hoy, para evitar posibles robos o trata de blancas, los conductores tienen que registrarse en un puesto de bomberos. Y las oenegés presentes tienen una flota de choferes de confianza, que se llevan refugiados a Bucarest y otras ciudades, donde se quedan en hoteles pagados por empresas rumanas. Hay incluso un servicio veterinario para las mascotas refugiadas. Aunque son tan pocas que sus voluntarios acaban ayudando a los seres humanos.

Nadie sabe nada. Ni lo que durará esta guerra ni el dolor que causará, un dolor que seguramente va a extenderse generaciones. El novelista Andrei Kurkov, ucraniano de origen ruso, dice que, cuando él era pequeño, se negó a aprender alemán en el colegio. Los nazis habían matado a su abuelo. Ahora Kurkov teme que los niños ucranianos se nieguen a aprender ruso por el mismo motivo. "Putin está destruyendo no solo Ucrania, sino también Rusia, y está destruyendo la lengua rusa", escribe en 'The New Yorker'. Esta es una de las ironías más crueles de esta guerra: que Rusia se ha convertido en el mayor asesino de rusófonos, cuyos derechos dice defender.

***

El marino de Odesa tiene uno de los nombres más rusos del mundo: Sergei Pavlov. Además, Pavlov no habla la lengua oficial y mayoritaria de su país. "Soy ucraniano. He vivido en Ucrania toda mi vida. Pero nunca aprendí ucraniano", reconoce. "Ahora tengo que hacerlo, porque todos los documentos oficiales, todo el papeleo, está en ucraniano. Pero no es un problema. Me da igual una lengua que otra. Lo que me importa es que mi familia esté segura. Esa es mi prioridad".

Aun así, la gente como él, los rusófonos y rusos étnicos, son las principales víctimas de los misiles y el fuego de artillería de Rusia. Con la excusa de protegerlos de un supuesto genocidio, Moscú se ensaña con los rusófonos de Járkov, Mykolaiv, Sumy o Mariúpol. En todas estas ciudades, hoy asediadas, la inmensa mayoría de los habitantes habla ruso. Los refugiados hablan ruso entre ellos y con sus hijos. Es su lengua materna, igual que la de los soldados que pelean contra Rusia. En los vídeos se les oye hablar ruso, y es en ruso como insultan a los invasores, desplegando una portentosa variedad de improperios salteados por los tradicionales 'suka' y 'bliad'.

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El divorcio entre estos dos pueblos vecinos, tan vinculados históricamente, es completo. Desde 2015 no hay vuelos entre Kiev y Moscú, por ejemplo. En menos de una década Rusia ha pasado de ser el primer importador de bienes ucranianos, el socio principal, al tercero: por detrás de China y a mucha distancia de la Unión Europea. El actual presidente, Volodímir Zelenski, judío rusófono del este de Ucrania, prometió flexibilizar un poco la actitud hacia Rusia. Pero las inercias de fondo pudieron más, y ahora Zelenski, además de presidente, es el líder de la resistencia. Aunque lo más sintomático es que también se han cavado trincheras en la intimidad.

"Tengo muchos familiares que viven en Rusia", dice Sergei Pavlov. "Dejamos de comunicarnos debido a esta situación. Ellos ven la televisión rusa, los canales zombi, y se lo creen todo". Pavlov añade que su hermana reside en Moscú. El año pasado, esta se negó a acudir a la fiesta de cumpleaños de Pavlov. "Mi hermana me dijo que no vendría a Ucrania, porque somos unos racistas y unos nazis. No entiendo qué es lo que le hacen estos medios a la gente. ¿Dónde está su cerebro? Intento decirles que dejen de ver la televisión, que abran los ojos, que simplemente abran los ojos. Así verían una realidad distinta. Pero es muy difícil, realmente muy difícil".

Foto: Una imagen de satélite del teatro antes del bombardeo, donde se podía leer la palabra 'niños' escrita en el suelo. (Reuters)

Cuando una persona libre enciende la televisión rusa, y ve que en ella aparecen las imágenes del esqueleto chamuscado de Mariúpol, y escucha a la presentadora culpar a los "nacionalistas ucranianos" de la destrucción, inmediatamente nota que algo no encaja: ¿cómo es posible que, con el Ejército ruso a las puertas, los ucranianos dedicasen un mes entero a destruir completamente su propia ciudad? Día tras día, pulverizando bloques de viviendas, torpedeando hospitales, matando miles de civiles, sembrando el hambre, la sed, el caos. Un mes entero atacándose a sí mismos, asesinando a su propia gente, sin descanso y pese al limitado armamento. Con los rusos rodeando la ciudad. ¿Todo para marcarse un tanto propagandístico?

Ni siquiera resulta lógico para quienes no saben nada de Ucrania. Pero la lógica, en la propaganda rusa, hace años que fue neutralizada: le rompieron las piernas y la remataron con un golpe seco en un frío callejón moscovita.

La propaganda rusa hay que entenderla en su marco sociotemporal. Una de las prioridades de Vladímir Putin, al comienzo de su presidencia, fue controlar los principales medios de comunicación rusos y atarlos al dictado del Kremlin. Desde entonces, sobre todo desde 2014, los medios son un arma de guerra. Instrumentos afinados por décadas de agitprop soviético. Por eso, las balas desinformativas que disparan las televisiones no resuenan en el vacío, sino que encajan en un paisaje cognitivo que ya ha sido allanado, igual que Mariúpol. Las defensas racionales de la población rusa llevan años siendo bombardeadas, de manera que la veracidad y el delirio se mezclan en una papilla de emociones donde ningún hecho puede arraigar.

Foto: Banderas de Ucrania y Rusia. (EFE/Julian Stratenschulte)

Los ucranianos padecen un dolor inimaginable, pero se retratan como los griegos en la Batalla de Maratón, o en las Termópilas. Hombres y mujeres libres que ponen a raya al despotismo. Si las balas y las bombas de Rusia tapan el sol, los ucranianos lucharán a la sombra. El campo de la propaganda es suyo, eso está claro. En el de batalla, en cambio, impera la neblina de la guerra. Ni Twitter es capaz de dispersarla. Escuchamos historias constantes de rusos desmoralizados, sus líneas de suministro cortadas, sus tanques destrozados o abandonados. Pero no conocemos el estado real de las tropas ucranianas: sus bajas, la contabilidad de sus armas y equipos. Esa neblina solo será disipada abriendo mucho la mira, con tiempo y reflexión.

Crucen refugiados o ejércitos, el Danubio fluye impasible, casi desdeñoso. El ferry atraca en la orilla rumana con cientos de personas a bordo. Los policías de aduanas se muestran muy corteses con los ucranianos, y Sergei Pavlov espera a su familia. Dice que ya echa de menos Odesa. "Es mi ciudad, una ciudad junto al mar. Lo amo todo de ella: su arquitectura, sus monumentos, sus calles. Me enamoré nada más nacer", dice. "Quiero volver a Odesa. No quiero estar en ningún otro sitio".

El Danubio transcurre frío y anchuroso entre Rumanía y Ucrania. Sereno, casi indiferente. Como si la calamidad que se desenvuelve en su flanco norte solo fuera un ruido de fondo. Y es que este río ha visto muchas cosas. Hace unos 2.500 años, por poner un ejemplo, los ejércitos del rey Darío cruzaron estas aguas en persecución de los escitas, que dominaban la estepa euroasiática. Fue justo aquí, en el paso fronterizo de Isaccea. Uno de los puntos más fáciles de vadear del Danubio. En lugar de un puente flotante, hoy se utiliza un ferry. En lugar de soldados persas, hoy cruzan civiles ucranianos. Mujeres, niños y ancianos envueltos en mantas, con el rostro aterido, llevando maletas de colores que desentonan con la tragedia que llevan dentro. La huida de los sótanos, la violencia, el miedo y la muerte.

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