Saboteadores, 'erizos' y balas en el maletero: patrulla nocturna de una ciudad en guerra
Así se vive el toque de queda en Lviv dentro de una patrulla de policía ucraniana. Un dron hace saltar las alarmas, la población va armada hasta los dientes y cualquiera es sospechoso
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Cada noche, a las 22:00 hora local, la ciudad clave de la retaguardia ucraniana, Lviv, entra en un estricto toque de queda. Los comercios que operan con normalidad durante el día bajan la persiana y los transeúntes apuran sus quehaceres para llegar a casa. En pocos minutos, las calles se van quedando desiertas. Se activa entonces un intenso operativo de seguridad, en el que policía, fuerzas de defensa territorial, Ejército, el Servicio de Seguridad de Ucrania (SBU) y Guardia Nacional se coordinan para tener cientos de ojos patrullando cada rincón de una ciudad en guerra. Vigilan que ningún desalmado se aproveche del estado de alarma, mientras peinan los barrios buscando posibles saboteadores o espías rusos. La estabilidad de Lviv, improvisado 'hub' logístico y humanitario, es crucial para sostener la resistencia.
Para poder unirme a un grupo de patrulla nocturna, tuve que pasar un estricto control de seguridad. Mi tarjeta de prensa y mi pasaporte fueron escudriñados por todos los implicados, desde el Ejército a la jefatura de policía de Kiev, y luego de vuelta a Lviv. Las condiciones son claras: puedo acompañarlos, pero no dentro del mismo coche patrulla, sino en el mío propio. No puedo hacer fotos de los numerosísimos ‘check points’ que abundan por la ciudad, debo mantener una distancia de seguridad y en cualquier imagen en la que salgan policías de la patrulla, deben que llevar puestos sus ‘balaclavas’ cubriéndoles el rostro. Me acompañará en todo momento un contacto del Ejército.
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El líder de la patrulla es Andreii, comandante de batallón. Su rol, explica, es comprobar el trabajo de las distintas unidades dispersas por los distritos de Lviv, lo que nos vendrá bien para poder tener una visión general de la ciudad. Completan el grupo dos policías más jóvenes, que prefieren no dar sus nombres —ambos aseguran tener casualmente 35 años—. Los llamaremos Bogdan y Anatoliy. Bogdan es expolicía y se reincorporó voluntariamente al cuerpo con el inicio de la invasión rusa. Uno de los muchos que acudieron a la llamada de la defensa del país. Aunque no me pueden dar cifras concretas, aseguran que el cuerpo se ha multiplicado por dos entre voluntarios y oficiales llegados de otras zonas de Ucrania, más afectadas por el avance ruso. Ambos portan pistola y rifles automáticos.
Cuando me monto en el coche, leo en la luna trasera del vehículo la frase talismán de la resistencia ucraniana en vistosas letras de molde: "Barco de guerra ruso, vete a tomar por culo". La frase que los soldados ucranianos desplegados en la Isla de las Serpientes (un pequeño peñón en el Mar Negro) espetaron a un barco de guerra ruso que pretendía tomar le enclave. Todo en orden. Arrancamos.
22:02, 13 grados. Empezamos en la estación de tren de Lviv, el centro neurálgico del éxodo de ucranianos hacia Europa. Miles de personas desesperadas intentan abordar los trenes mientras, las menos afortunadas, esperan su oportunidad en unas tiendas provisionales levantadas en la plaza. Un autobús cargado de refugiados arranca hacia Polonia. Se detendrá justo en la frontera y los refugiados tendrán que cruzar andando, ya que el conductor, hombre y en edad militar, no puede salir del país. La estación es un objetivo estratégico, además de clave en la logística que conecta los suministros de la retaguardia hasta el frente. Está fuertemente protegida por al menos tres cuerpos de seguridad —policía, Guardia Nacional y el Ejército—. Muchos agentes patrullan vestidos de civil.
The postage stamp named "Russian warship, go f**k yourself!" will appear in🇺🇦. The sketch by artist Boris Groh received the most votes and will soon be published by Ukraine's state postal company.
— Emine Dzheppar (@EmineDzheppar) March 12, 2022
🇺🇦✌️#StandWithUkraine#StopRussianAgression pic.twitter.com/ByYAzw2tYq
No llevamos ni 15 minutos de patrulla cuando a Andreii le llega un mensaje al móvil que le cambia el rostro. “Tienes suerte, vas a tener algo de acción”, me dicen. Volvemos a los coches y encienden las punzantes luces azules mientras cruzamos la ciudad a buena velocidad. Al parecer, se ha avistado un dron desconocido en las inmediaciones del aeropuerto y francotiradores de la policía lo están intentando abatir a tiros.
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¿Espía o 'instagramer'?
Los aeródromos son precisamente uno de los frentes de batalla más castigados por la invasión. Siguiendo la doctrina de acción militar más ortodoxa, el primer movimiento de los rusos fue atacar las infraestructuras estratégicas, entre ellos, los aeropuertos, con el objetivo de lograr el dominio del aire. Aunque a Ucrania le queden aeronaves en activo, o incluso si finalmente llega a recibir cazas de otros países, sin pistas su capacidad operativa será minúscula. Pese a dramáticas batallas como la del aeródromo de Hostomel (cerca de Kiev), Rusia no habría conseguido hacerse todavía con el control total del aire, según los reportes del Ministerio de Defensa británico. Ahora, los ataques han llegado ya al oeste del país, donde la defensa aérea ucraniana mantiene algunas capacidades, con sendos bombardeos el pasado fin de semana contra aeródromos en las ciudades de Ivano-Frankivsk y Lutsk (a unos 100 km de Lviv).
Mantener la tensión pese a las constantes falsas alarmas, me cuenta Andreii, es clave. Nos relata dos casos. En una ocasión, los vecinos de un bloque de apartamentos cercano al aeropuerto se percataron de un inquilino que entraba por la mañana al piso y lo dejaba por la noche, una rutina que llamó la atención de la comunidad. Cuando le vieron haciendo fotografías de varios aviones, llamaron a la policía. Tras la investigación, resultó ser un genuino fan de la aeronáutica, con cientos de fotografías de aeroplanos de todo el mundo en su Instagram.
En otro incidente, que comienza de forma similar, el sospechoso fue identificado como agente de la autoproclamada República Popular de Donetsk, región oriental controlada por los secesionistas prorrusos desde 2014. En su teléfono, decenas de fotos de elementos estratégicos o instantáneas de políticos que aterrizaban en la ciudad, como el primer ministro o el presidente Volodímir Zelenski. Fue detenido a finales de febrero, con la invasión rusa ya en marcha.
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Para estos policías, la amenaza es especialmente cercana. Además de saboteadores, espías o soldados rusos de incógnito, la posibilidad de un bombardeo sobre la ciudad está más presente que nunca desde el ataque el pasado domingo contra un centro de entrenamiento militar en Yávoriv, a apenas 60 kilómetros del centro de Lviv y 25 de la frontera polaca. Según Ucrania, Rusia disparó más de una treintena de misiles crucero y aire-superficie; y pese a que la defensa antiaérea logró interceptar la mayoría, el ataque dejó al menos 35 muertos —180 "mercenarios extranjeros", según Rusia—. "Pude ver al menos cuatro misiles surcando el cielo sobre mi cabeza", cuenta el policía.
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22:40. Finalmente, se hacen cargo del dron antes de que lleguemos y el comandante reconsidera mi presencia en el aeródromo. Cambiamos el rumbo y nos dirigimos a inspeccionar uno de los puestos de control con los que la población ha tenido que acostumbrarse a convivir estos días.
LLegamos al ‘check point’ de Rava Ruska, camino a la frontera con Polonia y uno de los seis puntos fronterizos de la región de Lviv. Durante el día, el tráfico es principalmente de autobuses y coches cargados de refugiados, que vuelven a veces con material humanitario o militar -no armamento- para el frente. En los 'check point' del norte-este de la Lviv la seguridad es incluso mayor, me cuentan, por ser la primera ruta de los tanques rusos si cayera Kiev. Al encender la luz interior del coche, varios policías y fuerzas territoriales nos deslumbran con una linterna. Según me explican, paran incluso a otros policías y militares, ya que pueden ser agentes rusos disfrazados de personal de las fuerzas de seguridad ucranianas. Ya ha habido casos de suplantación e incluso soldados rusos llegaron a robar un vehículo blindado. Para identificarse con seguridad, los agentes ha establecido una serie de señales secretas.
A la caza del saboteador
En Lviv, lejos del frente, la amenaza de sabotajes organizados por agentes prorrusos es menor que en ciudades asediadas como Kiev, con los tanques rusos a las puertas. En la capital, las fuerzas de seguridad han organizado intensas batidas para "separar justos de pecadores", advirtiendo a los civiles de que, si burlaban el toque de queda, podrían ser considerados agentes del Kremlin y ser "liquidados". Según Ucrania, unos mercenarios chechenos que, presuntamente, planeaban asesinar al presidente Zelenski trataron de infiltrarse en Kiev a bordo de una ambulancia ucraniana robada. El grupo fue detectado y eliminado.
"Si hay algo que muestre una posible conexión con las autoproclamadas repúblicas de Donetsk (DPR) y Luhansk (LPR), o señales de que han cruzado la frontera con Bielorrusia o con Rusia, esos casos los investigamos más profundamente. Ayer paramos a una persona que llevaba encima seis o siete identificaciones [de países distintos]; en ese caso, es posible que sea un saboteador ruso. En su teléfono encontramos evidencias de que trabajaba para el Ejército ruso", detalla Andrii. Cuando se encuentran con este perfil, pasan la pelota a los servicios de Inteligencia SBU.
Cuando nos acercamos, el 'check point' está cubierto por una ligera bruma nocturna. Su estructura es algo laberíntica, con varias capas de seguridad, montañas de neumáticos, sacos de arena colocados de tal manera que varios hombres pueden disparar al invasor parapetados tras ellos y gigantescas barricadas metálicas en forma de 'equis' pensadas para bloquear el paso a tanques y blindados. En ucraniano las llaman 'erizos' y algunas tienen grabados mensajes como 'Slava Ukraini' (gloria a Ucrania) o un menos pomposo 'Putin, vete a la mierda'.
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Me explican que no han sido necesariamente construidas por el Ejército, sino que toda la ciudad se ha volcado en ayudar, ofreciendo desde metales a sacos, trayendo comida o café y ofreciendo compañía, aunque no puedan portar armas. Es el caso por ejemplo de Andrew, que acompaña varias noches de la semana a un amigo suyo alistado en las fuerzas territoriales. Él también quiere sentir que está haciendo su parte frente a la invasión rusa.
El típico chaleco antibalas en el maletero
23:58. Estamos en las calles del centro de Lviv. Un coche viola el toque de queda y la patrulla lo obliga a parar. Hay algunos elementos sospechosos. El prefijo de la matrícula es de Kiev. Además, se trata de un número ‘caro’, con cuatro sietes. Un número así, me explican, no solo puede costar más de 1.000 dólares en Ucrania, sino que se necesitan conexiones para obtenerlo. La inspección parece ir sin incidentes hasta que los agentes abren el maletero. Allí, tras un asiento, encuentran un casco y un chaleco antibalas de grado militar. No es ilegal, pero algo sospechoso. La búsqueda se hace más minuciosa. En los bajos del maletero y los bolsillos del chaleco encuentran varias cajas de balas de algún tipo de arma automática y al menos cuatro cargadores de rifle de asalto, aunque el tamaño no encaja con el clásico Kaláshnikov. “No es mal arsenal, ahora mismo llevo menos conmigo”, bromea el militar que nos acompaña. Entramos en terreno peligroso; pese a la relajación de las leyes de tenencia de armas, un civil no puede portar automáticas, reservadas para las fuerzas de seguridad.
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El conductor se identifica como chófer de un miembro de la Rada, el Parlamento ucraniano. En tiempos de guerra, los parlamentarios tienen derecho —y casi la obligación— de portar armas y protección. Tras varias comprobaciones más, registro del teléfono y varias llamadas, parece que la historia se sostiene y le dejan irse. “En otro contexto, lo habríamos esposado e incluso tirado al suelo para reducirlo, pero en las actuales condiciones, la realidad es que mucha gente lleva armas”, sostiene Andreii.
"El último ucraniano sin un arma en Kiev"
Un ucraniano que llegó hace poco a la ciudad me comentó, medio broma medio en serio, que pronto podría hacerle una entrevista como “el último ucraniano sin un arma en Lviv”. En las armerías prácticamente ya no quedan modelos de armas que puedan llevar los civiles. “Una de las razones por las que la tasa de criminalidad actual roza el cero es porque ahora cualquiera puede pegar un tiro a un ladrón o criminal, así que mejor no arriesgarse”, aventura uno de los policías. Personalmente, pienso en todo lo que puede ir mal con una población armada hasta los dientes y con los nervios de punta.
Pero lo cierto es que la guerra es ahora la prioridad absoluta, y la gente está colaborando con las fuerzas del orden. “Además, en Lviv hay tantos refugiados que no quedan casas vacías que poder allanar y robar. Los robos y saqueos se están produciendo especialmente en las ciudades de las que la gente huye por los bombardeos rusos", termina el policía su análisis.
Ciudad fantasma
Con el toque de queda ya bien avanzado, la noche de Lviv recuerda que vivimos en guerra. En dos semanas, su población ha aumentado drásticamente con la llegada de más de 200.000 desplazados internos (la cifra real es muy superior) y hoy la urbe alberga a casi un millón de personas. Pero las calles y avenidas de la ciudad, que durante el día están a rebosar de actividad, tienen a estas horas un filtro de quietud incómoda. Nada rompe el silencio de la noche. Hay ley seca y los bares están cerrados. No hay ruidos de coches haciendo trayectos nocturnos, ni jóvenes que lleguen a deshoras. Solo el sonido de las alarmas antiaéreas —que esta noche no han tocado— rompe la estampa de golpe, sacando a los ciudadanos de sus camas para encontrar su refugio más cercano. Puede ser el sótano, un viejo teatro o, como en el caso de mi edificio, un simple paso de peatones subterráneo bajo la plaza.
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Más alejados del centro, las antiguas vallas publicitarias que flanqueaban las carreteras han dejado de anunciar los últimos modelos de teléfono móvil o tentadoras promociones inmobiliarias y rezan ahora mensajes patrióticos, nacionalistas o de simple ánimo, colocados por un ejército de voluntarios de la guerra informativa y de la moral. "Dios salve a Ucrania", "[Rusia] Quien a hierro mata, a hierro muere". Las pocas que conservan sus viejos anuncios sirven de recordatorio de otra vida, una más normal. "Que por cierto, fue hace apenas tres semanas", me insiste uno de mis acompañantes.
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Sin previo aviso, el coche patrulla se pone a 100 kilómetros por hora, persiguiendo a otro infractor del toque de queda. Tras unos minutos de persecución, el coche se detiene en una gasolinera. Tiene un permiso especial para estar fuera por la noche, así que el encuentro es breve. No nos dan detalles de quién era o qué hacía. La estación de servicio está ahora vacía, pero se llenará mañana con colas de coches buscando llenar el depósito. Incluso en el oeste, donde las cadenas de suministro no sufren como en las sitiadas ciudades del sureste del país, ya empieza a notarse la escasez de combustible. Por el momento, se ha establecido un límite de 20 litros por persona. Pero el enorme consumo de gasolina de la diáspora, que ya llega a los tres millones de ucranianos, y el corte del suministro de Bielorrusia, aliada de Rusia en el conflicto, hacen que la situación empeore por semanas.
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La patrulla interroga ahora a otro grupo 'sospechoso'. Cuatro hombres con antecedentes penales por asuntos de drogas están violando el toque de queda. Los policías les registran minuciosamente, haciéndoles quitarse capa tras capa de ropa en la fría noche ucraniana. Luego los ponen a hacer flexiones. "Normalmente, cuando encontramos gente así violando el toque de queda sin permisos ni justificación, los mandamos a los 'check points' a hacer trabajos físicos, ayudar a construir las barricadas o cortar maderas. Estos se libran porque son cuatro y no caben en el coche".
De pronto, nuestro itinerario se trunca. Los coches se detienen bruscamente. Se nos acerca el comandante, con el rostro demudado, serio y rígido, hablando rápidamente en ucraniano con el militar que me acompaña. Ha pasado algo serio y, por mi seguridad, no pueden llevarme. Algún comentario da a entender que es un tema de saboteadores, pero sin más detalles. "Algo grande, peligroso", me dice mi acompañante antes de dejarme en la puerta de mi edificio. Los coches se alejan a toda velocidad y lo último que alcanzo a ver son unas letras de molde que claramente dicen русский корабль, иди нахуй.
Cada noche, a las 22:00 hora local, la ciudad clave de la retaguardia ucraniana, Lviv, entra en un estricto toque de queda. Los comercios que operan con normalidad durante el día bajan la persiana y los transeúntes apuran sus quehaceres para llegar a casa. En pocos minutos, las calles se van quedando desiertas. Se activa entonces un intenso operativo de seguridad, en el que policía, fuerzas de defensa territorial, Ejército, el Servicio de Seguridad de Ucrania (SBU) y Guardia Nacional se coordinan para tener cientos de ojos patrullando cada rincón de una ciudad en guerra. Vigilan que ningún desalmado se aproveche del estado de alarma, mientras peinan los barrios buscando posibles saboteadores o espías rusos. La estabilidad de Lviv, improvisado 'hub' logístico y humanitario, es crucial para sostener la resistencia.