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No disparen contra Joe Biden: Estados Unidos es un país ingobernable
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Un año de difícil mandato

No disparen contra Joe Biden: Estados Unidos es un país ingobernable

Biden cumple su primer año en la Casa Blanca mucho más desgastado que como lo empezó, con una cartera mixta de éxitos y fracasos al frente de un EEUU en el que las divisiones no sanan

Foto: El presidente de EEUU, Joe Biden. (Reuters/Jonathan Ernst)
El presidente de EEUU, Joe Biden. (Reuters/Jonathan Ernst)

A primera vista, Joe Biden lo tenía todo para cerrar un gran primer año de mandato. Su investidura, un gélido 20 de enero en un Washington ocupado militarmente, se produjo en el punto culminante de varias crisis solapadas. La economía seguía desfallecida, pero el Congreso se disponía a inyectarle más oxígeno; la pandemia batía récords de casos, hospitalizaciones y muertes, pero el Gobierno federal estaba a punto de lanzar una campaña de vacunación masiva que pondría el virus bajo control. También había heridas psicopolíticas que sanar y un discreto aire de cambio, de capítulo nuevo, en el ambiente. En resumen, todo iría a mejor.

Y lo cierto es que, durante los primeros meses, la agenda presidencial pareció moverse como un delantero centro con el campo despejado. Del Gobierno emanaba una coreografía de medidas y anuncios; las leyes fluían de manera clara y concreta, en casi todos los frentes: economía, medio ambiente, energía, transporte, sanidad. Más allá de lo esperable en política, no había grandes golpes de efecto, ni tropiezos especialmente graves. Estados Unidos volvía a tener un Gobierno aburrido.

En línea con este estilo desapasionado, Biden puso distancia con la prensa. En su primer año, el presidente solo ha comparecido 10 veces ante los reporteros; en el mismo periodo, Donald Trump concedió 22 conferencias de prensa, y Barack Obama, 27. Lo mismo ha sucedido con las entrevistas: Joe Biden solo se ha dejado entrevistar 22 veces, frente a las 96, por ejemplo, de Trump.

Foto: Joe Biden. (Reuters)

Desde el punto de vista de los medios, se trata de una actitud hosca, opaca e incluso antidemocrática. Los periodistas le pedimos cuentas al presidente, que responda ante el cuarto poder, ante el pueblo. ¿No había dicho Biden que la prensa es “indispensable” para la buena salud democrática? ¿No había prometido restaurar el respeto del Gobierno por la sagrada, aunque sea incómoda, libertad de información?

Sucede, sin embargo, que la misión esencial de Biden era sanar la mala imagen de las instituciones. Demostrar, después de que el asalto al Capitolio probase el estado paupérrimo de la confianza pública en Washington, que el Gobierno funciona; que su labor, pese a los defectos naturales de cualquier burocracia, es servir al ciudadano de la manera más eficaz y transparente posible. En otras palabras, su estrategia se basaba en las acciones, en el pragmatismo. Cheques en bancos y pinchazos en brazos.

Como apuntaba John Dickerson en 'The hardest job in the world: the American presidency', a veces lo más adecuado para un presidente es la discreción. Que trabaje, planifique y ejecute desde su despacho, sin salir al balcón a excitar las ilusiones de las masas. Que sus políticas no lleven impresos su nombre y su rostro, sino que salgan directamente de esa entidad multiforme y anónima que es el Estado.

Foto: Los asaltantes, en el interior del Capitolio de los Estados Unidos. (EFE/Jim Lo Scalzo)

Además, ¿qué puede contar un presidente a los periodistas? En un país tan amplio y complejo como Estados Unidos, el jefe de Estado elige una o dos prioridades a las que dedicar toda su energía. En el caso de Biden, serían fundamentalmente, además de los desafíos importantes que vayan aflorando, la pandemia y la contención de China. Del resto se encarga a diario su gabinete, que cuenta con 24 miembros situados a la cabeza de 15 departamentos y más de 400 agencias o subagencias que emplean a casi tres millones de funcionarios. Si lo que quiere uno es información actualizada y específica, el Gobierno de EEUU tiene a personas mucho mejor preparadas que el presidente para explicar los pormenores. Toda una panoplia de secretarios, subsecretarios, secretarios asistentes, asesores, portavoces, coordinadores, etc., con toneladas de detalles muchas veces accesibles al público. Y han sido estas personas quienes dieron muchas de esas conferencias.

Más que para aportar información, que también, las comparecencias presidenciales sirven para llenar espacio en televisión, generar tertulias y aportar píldoras tuiteables. Una serie de recursos que, al final, pueden acabar dañando la causa de la gobernabilidad. Si añadimos el hecho de que el verborreico Biden tiende a balbucear y a meter la pata en sus apariciones públicas —y que la oposición aprovecha cada desliz suyo para acusarlo de senilidad—, su política de perfil bajo puede acabar aportando a su reputación más ingresos que costes.

Así que llegó la primavera, se derritieron los últimos hielos, nos quitamos la mascarilla para andar por la calle y observamos cómo la vacunación avanzaba a paso ligero, por delante de la mayoría de países industrializados. En lontananza brillaba el 4 de julio: Día de la Independencia y fecha señalada por Biden para haber administrado la primera dosis de la vacuna al 70% de la población. Una América soleada y optimista, con caras descubiertas y barbacoas humeantes, columbraba en el futuro cercano.

En total, uno de cada cuatro estadounidenses piensa hoy que el asalto al Capitolio se hizo para "proteger la democracia"

Y entonces todo se empezó a torcer. Las encuestas nos recordaban que dos tercios de los votantes republicanos aún creían, pese a las evidencias de lo contrario, que Joe Biden había ganado las elecciones gracias al fraude. En total, uno de cada cuatro estadounidenses piensa hoy que el asalto al Capitolio se hizo para “proteger la democracia”. Esto significa muchas cosas, especialmente dos: que una parte del país no reconoce a Joe Biden como presidente y que, por tanto, percibe todo lo que hace como algo ilegal, perverso o malintencionado.

Hay muchos ejemplos de esta mala fe hacia Biden, pero el más dramático de todos es el rechazo de decenas de millones de estadounidenses a vacunarse. Casi todos ellos, reflejando la gravedad de la polarización, republicanos. El resultado es que el índice de mortandad de covid es casi tres veces mayor en los condados republicanos que en los demócratas. Si comparamos el 10% de condados más conservadores con el 10% más progresistas, la mortandad es 5,5 veces más alta en los primeros.

Ante esta situación, Biden ha recurrido primero a las regalías para quienes se vacunasen —por ejemplo, bonos de 100 dólares— y luego al castigo. Su mandato de vacunación fue creciendo hasta cubrir a las grandes empresas, en las que esperaba sumar otros 22 millones de inmunizados. Pero el Tribunal Supremo, de mayoría conservadora, sopesó que el Ejecutivo se extralimitaba y acabó invalidando la medida, dando el golpe final a los principales esfuerzos sanitarios del Gobierno.

Foto: El presidente estadounidense, Joe Biden. (EFE)

Esta disfunción, como las peleas —muchas veces físicas— que han estallado en las juntas escolares, o la conflagración judicial sobre el aborto, o sobre el derecho de voto, confirma lo que ya sabíamos: que las lealtades políticas en EEUU ya no son flexibles. Se han tribalizado. Veamos un dato. Antes, era común que un distrito parlamentario votase a un congresista de un partido y a un presidente de otro. En 1984, 190 distritos parlamentarios del país presentaron este tipo de voto mixto, dividido entre dos partidos. En 2016, el número había bajado a 35. La lealtad política ha pasado de ser relativamente voluble a tener en cuenta otros elementos, como el elemento personal o el de las necesidades concretas de ese distrito, etc., a 'hooliganizarse'. El único elemento que cuenta hoy es la fidelidad ciega a un color.

Estados Unidos, por tanto, no solo es ingobernable gracias a los republicanos. La tribalización se da dentro de ambos partidos. A la derecha, el dominio de Trump es casi absoluto, hasta el punto de que las voces disidentes se han apagado o se encuentran solas, en el desierto, consoladas por los demócratas. Tal es el caso de Liz Cheney o Adam Kinzinger, denostado hasta por su propia familia.

A la izquierda, aunque de otra naturaleza, también hay rencillas. El ala socialista del partido, capitaneada oficiosamente por la congresista Alexandria Ocasio-Cortez, es cada vez más activa y ha tenido notables roces con la dominante vieja guardia. Al final, han sido los propios demócratas —aunque podemos señalar a uno, el conservador Joe Manchin, senador de la carbonífera Virginia Occidental— quienes han dinamitado la pieza maestra de la agenda de Biden. Ese plan de gasto socio-climático, de tintes rooseveltianos, que probablemente ya no verá la luz verde en el Congreso.

Foto: El senador de Virginia Occidental Joe Manchin. (EFE) Opinión

Cualquier cosa se retrata como una batalla existencial, una guerra total por las esencias, una lucha del bien contra el mal. La turba trumpista rompió las ventanas del Congreso y a punto estuvo de poner sus manos sobre los parlamentarios; cada vez que hay un juicio con tintes raciales, otra turba se presenta a las puertas del juzgado en cuestión, amenazando con incendiar las calles. Ambas muchedumbres se encuentran en la pajarería descerebrada de Twitter, donde hallan material suficiente para alimentar sus respectivos sesgos cognitivos.

Esta agitación es lo que ha tratado de superar Biden, que, por otra parte, también ha cometido errores. Uno de los más sonados, capaces de unir en la crítica a republicanos y demócratas, fue la desastrosa retirada de Afganistán, efectuada deprisa, sin la suficiente información y en contra del consejo del alto mando de las Fuerzas Armadas. El intento de hacer coincidir el arriado de la bandera americana en Kabul un 11 de septiembre, como parte de esa coreografía de la gestión, acabó generando un caos humillante y estrepitoso para Estados Unidos.

La mayor inflación en 40 años también genera, por derecho propio, titulares, aunque podría relacionarse parcialmente con los problemas de suministro global inherentes al covid y con las ayudas públicas que mantuvieron a flote a millones de estadounidenses desde el inicio de la pandemia. Los precios suben, pero también lo hacen los ahorros y los salarios, en un mercado laboral que vuelto a bajar del 4% de paro.

Biden cumple el año mucho más desgastado que como lo empezó, con una cartera mixta de éxitos y fracasos y una popularidad media inferior, en este punto, a la de todos los presidentes americanos desde Dwight Eisenhower (con la excepción de Donald Trump). Desde su gabinete, insisten en que “fue elegido para cuatro años, no para uno”. Aún queda tiempo para completar y enmendar. En el otoño, sin embargo, es más que probable que los republicanos acaben controlando las dos cámaras del Congreso. Si esto sucediera, la agenda de Biden se evaporaría y miraríamos ya a 2024, con un Trump que ya se ha recuperado en las encuestas y tiene un cofre electoral millonario.

A primera vista, Joe Biden lo tenía todo para cerrar un gran primer año de mandato. Su investidura, un gélido 20 de enero en un Washington ocupado militarmente, se produjo en el punto culminante de varias crisis solapadas. La economía seguía desfallecida, pero el Congreso se disponía a inyectarle más oxígeno; la pandemia batía récords de casos, hospitalizaciones y muertes, pero el Gobierno federal estaba a punto de lanzar una campaña de vacunación masiva que pondría el virus bajo control. También había heridas psicopolíticas que sanar y un discreto aire de cambio, de capítulo nuevo, en el ambiente. En resumen, todo iría a mejor.

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