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Cómo el covid-19 entró en limusina en la 'fortaleza' de Australia
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Cuando el asilamiento no es suficiente

Cómo el covid-19 entró en limusina en la 'fortaleza' de Australia

Tras erradicar el covid del país, el Gobierno australiano no tenía ninguna prisa por vacunar a su población. Pero una ola de la variante delta que comenzó en un viaje en limusina lo ha puesto contra las cuerdas

Foto: Un hombre cruza una calle en Melbourne durante el confinamiento impuesto a principios de este mes. (EFE)
Un hombre cruza una calle en Melbourne durante el confinamiento impuesto a principios de este mes. (EFE)

“Esto no es una carrera”. Así respondía Scott Morrison, primer ministro australiano, el pasado 11 de marzo a una pregunta sobre el lento ritmo de vacunación contra el coronavirus en el país. Las declaraciones hubieran supuesto un suicidio político para cualquier mandatario europeo, que por aquel entonces estaría batallando por contener la ira de sus ciudadanos ante la lenta llegada de dosis procedentes de la Unión Europea. Pero en Australia, este comentario apenas provocó un leve fruncimiento de ceño entre su población. Porque, en comparación con la devastación pandémica que había experimentado el Viejo Continente, en Oceanía —muy apropiadamente, tratándose de nuestras casi antípodas— era el mundo al revés.

Desde el inicio de la pandemia, el número total de fallecidos por covid-19 en Australia (936) es parecido al que en España llegamos a vivir en un solo día (849). En el momento en que Morrison hizo sus declaraciones, el país llevaba cerca de medio año sin registrar una sola muerte relacionada con el coronavirus. La principal responsable de esta proeza fue la política denominada Fortaleza Australia, basada en dos conceptos sencillos: aquí nadie entra y nadie sale. En marzo de 2020, el Gobierno cerró las fronteras a cal y canto, prohibiendo a los extranjeros ingresar en el país, a sus ciudadanos abandonarlo e imponiendo una cuarentena de dos semanas a cualquier excepción. Unas medidas tan extremas como eficaces, además de enormemente populares en el país, con casi un 75% de la población a favor.

Foto: Canberra es una de las ciudades australianas con más restricciones (EFE EPA/Lukas Coch)

Sentado en el trono de una fortaleza isleña con una cifra inexistente de contagios internos y en donde las mascarillas parecían algo del pasado, el primer ministro creía poder permitirse una campaña de vacunación más lenta. Sin embargo, sus declaraciones volverían para atormentarle. Y lo harían montadas en una limusina.

Caos en el corazón de la fortaleza

El pasado 16 de junio, un conductor de limusina cuyo trabajo consistía en trasladar a la tripulación de los aviones entre el aeropuerto de Sídney y sus hoteles de acogida fue diagnosticado con la variante delta del covid-19. Según las autoridades de Nueva Gales del Sur —el estado más poblado de Australia, en el que está situada la ciudad—, él fue el “paciente cero”, el primer contagio local en meses. Su indagatoria apunta a los tripulantes estadounidenses de un vuelo comercial de FedEx como posibles portadores del virus.

Hasta entonces, los gobiernos estatales australianos habían seguido una política de tolerancia cero. Zona en la que aparecía un brote, zona que se confinaba de forma estricta e inmediata hasta que el virus era contenido por completo. Ese fue el caso de Melbourne, que, tras detectar en julio de 2020 una pequeña ola de contagios que nunca superaron los 700 casos diarios —actualmente, la Comunidad de Madrid reporta una media de más de 3.000 cada 24 horas—, impuso un confinamiento radical que se extendió durante más de 110 días. Sin embargo, el Gobierno de Nueva Gales del Sur titubeó tras identificar al paciente cero y no tomó medidas restrictivas hasta 10 días después, algo que acabaría pagando muy caro.

“El Gobierno de Nueva Gales del Sur, influenciado por [el primer ministro británico] Boris Johnson, rompió con la estrategia de tolerancia cero, afirmando en su lugar que el estado debía aprender a vivir con el virus y rechazando así un confinamiento inmediato”, explica a El Confidencial Bill Bowtell, profesor de la Universidad de Nueva Gales del Sur y arquitecto de la exitosa campaña australiana contra el VIH en los años ochenta y noventa. “Por esa decisión, la variante delta se propagó no solo por su territorio, sino también por los estados colindantes”.

Desde entonces, el resto de los estados han logrado contener estos brotes aplicando la estrategia de tolerancia cero —actualmente, Melbourne vuelve a estar confinada con una media de menos de 20 casos cada 24 horas—, pero en Nueva Gales del Sur los contagios no paran de extenderse. En los últimos días, han sido detectados más de 350 nuevos casos diarios y las muertes, inexistentes durante tanto tiempo en Australia, han vuelto a resurgir. Sídney atraviesa ahora su séptima semana de un semiconfinamiento que no da señales de tener un impacto real a la hora de evitar la propagación del virus. Pese a ello, la primera ministra estatal, Gladys Berejiklian, se niega a reforzar las medidas restrictivas, alegando que no existen indicios de que ayudarían a reducir los casos.

Menos de un 20% de la población australiana ha recibido la pauta completa de vacunación

El debate nacional se ha encendido, con el resto de los estados acusando a Nueva Gales del Sur de poner en riesgo el país, aunque, vistos con una mirada europea, los números parecen todavía extremadamente bajos. Sin embargo, un factor importante a considerar es que el abismo de cifras de contagios y muertes que separa a Australia de Europa viene de la mano de otra importante diferencia numérica: la de la tasa de vacunación. Y en este caso, las tornas cambian.

Una estrategia fallida

Dado que el Gobierno consideraba que la vacunación no era ninguna carrera, no había ninguna prisa por ganarla. Como consecuencia, menos de un 20% de la población australiana ha recibido la pauta completa de vacunación contra el covid-19. Entre los 38 estados que forman parte de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), el país oceánico ocupa el puesto 35º. Hasta hace poco, era el último de todos.

Los problemas que Australia ha afrontado a la hora de acelerar su campaña de inmunización son múltiples y se remontan hasta antes de que ninguna vacuna hubiera sido anunciada oficialmente. “Cuando Pfizer y Moderna estaban buscando en 2020 acuerdos de financiación con gobiernos por todo el mundo, Australia se negó a colaborar con las compañías”, afirma Bowtell. “El entonces primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu, llamó decenas de veces al CEO de Pfizer para garantizar el suministro de vacunas al país. El primer ministro australiano nunca levantó el teléfono”, agrega.

La razón principal es que el Gobierno desconfiaba de la tecnología ARNm en que se basan los por entonces proyectos de vacuna de las dos compañías estadounidenses. Por ello, decidió apostar casi exclusivamente por la anglosueca Oxford-AstraZeneca. Pero el Ejecutivo australiano no se limitó a firmar un simple acuerdo de compra, sino que lo ligó a la fabricación de la vacuna dentro del propio país. “Acordaron manufacturar el preparado de AstraZeneca en Australia, sin otros mecanismos para garantizar la adquisición rápida de vacunas para los australianos. Fue un error colosal. Pero como había covid cero en Australia, la gente no estaba muy preocupada al respecto”, apunta el experto.

Fueron necesarios meses para adecuar la infraestructura australiana a la fabricación de dosis. Y cuando el país por fin empezó a poder producirla, las múltiples polémicas sobre los (escasos) casos de trombos habían dañado seriamente la reputación de la vacuna. Una encuesta reciente realizada por Essential revela que un 47% de los no vacunados del país estaría dispuesto a inyectarse el preparado de Pfizer, pero no el de AstraZeneca.

Australia cuenta con 12 millones de dosis de la vacuna anglosueca, pero casi la mitad está sin usar, mientras que las reservas de Pfizer escasean. Mientras tanto, las autoridades sanitarias del país apenas aprobaron esta semana el uso del preparado de Moderna, el cual no empezará a llegar al país hasta la segunda mitad de septiembre.

placeholder Protestas contra los confinamientos en Melbourne, Australia. (EFE)
Protestas contra los confinamientos en Melbourne, Australia. (EFE)

Hartazgo generalizado

Mientras tanto, la población del país está empezando a dar serias señales de hartazgo ante la frecuencia e intensidad de los confinamientos. Miles de personas se manifestaron en junio a nivel nacional contra las restricciones. Sus organizadores, coordinados a través de Telegram, han prometido nuevas protestas en agosto. Esta semana, más de 300 soldados tuvieron que ser desplegados en Sídney para hacer frente a los frecuentes desafíos a las medidas de distanciamiento social.

Este cansancio ha traído consigo un importante desgaste de la imagen del Gobierno, cuya popularidad se había disparado durante la larga etapa en que el covid-19 logró ser contenido por completo en el país. El primer ministro llegó a contar con el respaldo del 85% de los australianos en lo relativo a su gestión de la pandemia, mientras que una encuesta de esta semana revela que solo un 48% sigue considerándola acertada.

Foto: Katie Hopkins (Reuters/Phil Noble)

Pero pese al agravamiento de la situación en estos últimos meses, Australia, probablemente, nunca afrontará una crisis de una magnitud remotamente similar a las experimentadas en Europa. Su particularidad geográfica le permitió llevar a cabo una estrategia radical que demostró en su momento ser enormemente eficaz. Sin embargo, a día de hoy, el país oceánico revela otra lección para el mundo: que una población no inmunizada siempre está en riesgo, sin importar lo gruesos que sean los muros de la fortaleza en que se refugia. “Australia está pagando su exceso de confianza en sus medidas de aislamiento internacional. Creían que estarían seguros para siempre al haber conseguido reducir a cero los casos de covid y no se tomaron la necesidad de adquirir y aplicar vacunas con la urgencia necesaria”, argumenta Bowtell. “Creían que tenían todo el tiempo del mundo. Pero la variante delta cambió la ecuación por completo”, concluye.

Finalmente, a finales de julio, el antaño ufano Scott Morrison se vio obligado a disculparse. “Ciertamente, lamento que no hayamos podido lograr las marcas [de vacunación] que esperábamos a principios de este año”, reconoció. “En toda Australia, como nuestros atletas olímpicos, tenemos que buscar el oro para llevar esas tasas de vacunación a donde tienen que estar”, indicó en otra entrevista, coincidiendo con los Juegos de Tokio 2020. Parece que al final la vacunación sí era, en gran medida, una carrera. Una en la que Australia, por tarde que haya empezado, no puede permitirse no llegar a la meta. Nadie puede.

“Esto no es una carrera”. Así respondía Scott Morrison, primer ministro australiano, el pasado 11 de marzo a una pregunta sobre el lento ritmo de vacunación contra el coronavirus en el país. Las declaraciones hubieran supuesto un suicidio político para cualquier mandatario europeo, que por aquel entonces estaría batallando por contener la ira de sus ciudadanos ante la lenta llegada de dosis procedentes de la Unión Europea. Pero en Australia, este comentario apenas provocó un leve fruncimiento de ceño entre su población. Porque, en comparación con la devastación pandémica que había experimentado el Viejo Continente, en Oceanía —muy apropiadamente, tratándose de nuestras casi antípodas— era el mundo al revés.

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