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Bestias contra humanos: el campo de batalla de 2.500 kilómetros por la supervivencia
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En Namibia y Sudáfrica

Bestias contra humanos: el campo de batalla de 2.500 kilómetros por la supervivencia

Los 2.500 kilómetros que hay entre las Cataratas Epupa y Ciudad del Cabo se ha convertido en el campo de batalla por la supervivencia entre humanos, animales domésticos y animales salvajes

Foto: Una elefante hembra en Namibia. (J.B.)
Una elefante hembra en Namibia. (J.B.)

- "¿Dónde están los enormes cocodrilos que había en la parte alta de las cataratas (estuvimos aquí en 2010)?"

- "¿Los cocodrilos? No queda ninguno, los han matado a todos en dos años. Los envenenaron y cazaron”, contesta Koos Werwey, el dueño del Epupa Lodge.

- "¿Por qué?"

- “La sequía ha hecho que muchas personas se vengan de tierra adentro y se instalen en los márgenes del río Kunene”.

- "¿No ha llovido aquí? Venimos del Parque Nacional Etosha (500 kilómetros al sur) y ha habido justo ahora fuertes lluvias".

- "No ha caído una simple gota, una, en lo que va de año. Llevamos muy mal desde 2018, pero esta temporada es una catástrofe. La gente ha perdido su ganado, que ha muerto de sed y falta comida”, dice el viejo Koos.

Unos cientos de kilómetros al sur, en Damaraland, una “singular” manada de elefantes baja la ladera de un desierto pintado asombrosamente de verde por las milagrosas últimas lluvias. “Míralos, son majestuosos e inteligentes. Pero hay que tener mucho cuidado, la matriarca nos está controlando. Tienen un olfato magnífico y saben que estamos aquí. Ella nos vigila y nos dice, muchachos estén lejos, no se metan en problemas”, susurra Bernardus Guibeb, Bob, un guía de 58 años que trabaja en conservación. El grupo bebe entre arbustos en un charco creado en un cauce seco por las fuertes precipitaciones de los días previos y se marcha de nuevo a sus tierras indómitas. La matriarca nunca deja de vigilarnos hasta que siente que todos están seguros. Su prodigiosa memoria le recuerda que somos peligrosos.

Foto: Tammy Hoth Hanssen,  fundadora y creadora de Namibian Lion Trust. (Javier Brandoli)

Semanas después, casi 2.000 kilómetros más al sur, en Ciudad del Cabo, Sudáfrica, un grupo de personas duerme cerca de la comisaría de policía de Sea Point, uno de los mejores barrios de la ciudad. Instalaron sus tiendas de campaña y su campamento de pobres junto a unas pistas de tenis.

"¿Por qué dormís aquí?", preguntamos a un hombre que pide dinero entre coches deportivos y decenas de personas que salen a correr junto al mar. "Porque aquí hay agua y porque tenemos hambre". En 2018, la ciudad estuvo al borde del colapso por la mayor sequía de su historia y en 2020 la pandemia dejó a miles de personas en la absoluta pobreza.

"¿Aquí tienes mejores opciones?". Y el hombre ladea la cabeza cuando ve que el semáforo se pone de nuevo en rojo y se va con prisas a sus labores. Levanta un cartel en el que se lee: "Hambre, ayuda por favor".

En esos 2.500 kilómetros de distancia que hay entre las bellas Cataratas Epupa y la bella Ciudad del Cabo hay cada día una lucha por la supervivencia entre humanos, animales domésticos y animales salvajes. Este es un viaje por esa complicada rutina a la que se ha sumado ahora un virus entre una endémica desigualdad y un clima cada vez peor.

El país vacío donde no hay espacio para todos

En Namibia, uno de los países con menos densidad de población humana del planeta con tres habitantes por kilómetro cuadrado, empieza sin embargo a no haber espacio para bestias, ganado y personas. Los sapiens se han multiplicado por cuatro en 50 años, de 600.000 en 1960 a más de 2,5 millones en 2021. Este año, según datos de la FAO, en gran parte por influencia de la pandemia, hay 440.000 personas, casi un 20% de la población, que enfrenta problemas alimentarios. Mientras, el ganado en la región del Kunene desaparece alarmantemente por la falta de agua. “He perdido el 90% de mis vacas. Ahora tenemos cabras que son más resistentes”, explica desesperado un pastor de la ciudad de Opuwo.

placeholder Himbas en Namibia. (Javier Brandoli)
Himbas en Namibia. (Javier Brandoli)

Para las comunidades himbas y herero (grupos indígenas), especialmente en las zonas más rurales y vulnerables, el ganado es la base de su supervivencia: leche, carne y sangre. Ahora se van adaptando a la agricultura a la espera de que del cielo caiga algo más que polvo con el que mantener sus tradicionales ganaderías. “Hay que explicar a algunas comunidades que no hace falta tener miles de cabezas de ganado para sobrevivir”, nos explica la conservacionista de leones namibia Tammy Hoth que advierte “el ecosistema nos dice, amigos este lugar es demasiado seco para tanto ganado”. El escaso pasto que crece en un clima árido se está acabando y no vuelve a crecer por el altísimo consumo al que se somete al terreno.

De fondo, el fantasma de un cambio climático que no todos creen o entienden. “No creo en el cambio climático. La gente habla y habla sin saber nada”, responde Koos, que lleva 30 años viviendo junto a las cataratas Epupa, zona cero de la sequía, cuando le preguntamos por el calentamiento global. Los pastores himbas y herero tampoco tienen claro el porqué se les están secando sus vidas. Un amplio estudio titulado “Sin red de seguridad para enfrentar el cambio climático: el caso de los pastores de Kunene”, afirma que el 67% de ellos ha oído hablar del calentamiento global pero el 52%, frente al 18%, cree que no es importante. Tampoco tiene claro la razón y la mayoría, un 26%, cree que el culpable de que no llueva es Dios. El 47%, sencillamente, no sabe qué responder cuando le preguntan.

placeholder Desierto en Namibia. (J.B.)
Desierto en Namibia. (J.B.)

Otras voces sí hablan de un cambio claro en el clima. “La estación de lluvias antes era de septiembre a febrero o marzo. Ahora solo llueve dos o tres meses y cae menos lluvia”, explica Bob. “Cuando era niño comenzaba a llover a las 13 horas hasta el día siguiente. Ahora llueve por las tardes dos horas. En ocasiones es casi una ducha en la bañera”, cuenta Walter Geingob, guarda especializado en animales salvajes del desierto en Damaraland. Fuera está lloviendo mientras charlamos. Para dos horas después.

Los registros dicen que la disminución de lluvias es constante y viene de lejos. En los últimos 50 años, según datos del ministerio de medioambiente de Namibia, en la norteña ciudad de Opuwo se ha pasado de picos de 800 milímetros de lluvia anuales en 1962 a estar ahora por debajo de 100 y acercarse al cero.

Los elefantes que “comen” carne humana

Los elefantes que se adaptaron al clima del desierto es casi un milagro verlos. “Estos elefantes han emigrado muchos del norte y han vivido por siglos en este desierto. Son más altos, tienen las patas más largas y son más delgados. Eso es porque deben hacer mucho ejercicio para beber y comer”, explica Walter.

Desde la espectacular vista del Grootberg Lodge, en la cima de una montaña del valle de Damaraland, la vida humana y animal parece un sarpullido. Han regresado estas semanas las cebras, gacelas y orys que habían emigrado hasta los alrededores del Parque Nacional de Ethosa tras la pertinaz sequía de estos años. Los elefantes del desierto sí consiguieron permanecer allí: “Tienen una especial resistencia para sobrevivir. Los elefantes beben cada día entre 150 y 160 litros de agua. Muchas veces no lo consiguen y descansan para no malgastar energías”, explica Walter. “En los seis años que no ha llovido ellos han permanecido aquí. El agua lo han encontrado en ocasiones en los pozos de las granjas. Eso genera un problema para los granjeros”, señala Bob.

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Elefantes en Namibia. (J.B.)

Ahí empieza el conflicto con humanos. Familias pobres, sin recursos, que ven como una manada de elefantes acaba con sus plantaciones o destroza sus tanques de agua o pozos. “Los elefantes son magníficos navegadores. Si ellos ven que un área es muy seca y deben cambiar de área, suben la colina e identifican donde hay vegetación. Por eso ellos acaban acercándose a los poblados donde hay agua”, explican los ranger.

El contacto con elefantes suele ser peligroso para ambas especies. La falta de conocimiento y el miedo juega un papel primordial. “Hay gente aquí que cree que los elefantes comen carne humana. Hay gente que cree que los elefantes llegan y te destruyen la casa. No es verdad. Las casas aquí son hechas con palos muy débiles y nunca los elefantes las atacan. Ellos se mueven alrededor, beben el agua y se marchan”, dice Bob.

¿Qué es lo más impresionante que les has visto hacer? “Una vez dormimos al raso con un fuego en medio del desierto, con nuestros coches aparcados, y cuando nos levantamos había huellas de ellos alrededor de nosotros. Algunos de mis colegas tenían encima restos de hojas que se habían comido de los árboles en los que nos abrigamos. No los oímos y no nos dañaron”.

placeholder Unos himbas portando agua. (J.B.)
Unos himbas portando agua. (J.B.)

No siempre ocurre. No siempre es fácil mantener la calma ante un animal que supera los 6.000 kilos. “Mucha gente aquí tiene miedo a los elefantes. Ellos sólo ven un enemigo y los persiguen, o sueltan perros y eso está haciendo que los elefantes sean cada vez más agresivos con los humanos”, dice Walter. A veces las consecuencias del encuentro son trágicas. “Hace poco hubo un accidente mortal. Los elefantes duermen al mediodía y los grandes necesitan descansar junto a los árboles. Llegaron cabras a comer las hojas caídas de los árboles junto a los elefantes y llegaron los perros que empezaron a ladrar. Los elefantes se alborotaron y empezaron a perseguirlos. Al huir, los perros les llevaron hasta su dueño. Los elefantes pueden correr a 40 kilómetros por hora. Los humanos podemos correr a 10 kilómetros por hora. No tuvo opciones. No había árboles donde esconderse. Lo mataron. Fue un accidente, a los elefantes no les gustan las sorpresas”, recuerda Bob.

A los humanos tampoco les gustan las sorpresas y les gusta el bienestar. La caza ilegal y la lucha por los pocos recursos disponibles amenazan gravemente a algunas especias como leones, rinocerontes y elefantes del desierto. “El número de elefantes adaptados que viven en la región norte de Erongo es 62. Desde 2016, la población de elefantes del río Ugab ha disminuido un 32%. El estrés causado por el hombre y el clima contribuyen a esto”, señala EHRA, ONG especializada en la supervivencia de los elefantes del desierto.

Esta es una zona crítica. En otras partes de Namibia la población de elefantes está creciendo por los planes de conservación, incluso se plantean llevarlos a otros países, pero el corredor que va desde el Kunene , Costa Esqueletos y el desierto del Namib es una tierra baldía donde cada gota de agua y cada hoja verde es vida para hombres y bestias. En esa lucha, el poderoso sapiens impone su ley. “Los leones y rinocerontes del desierto van a ser los más dañados en los próximos años. Ambos sufren mucha caza ilegal. Los elefantes sí sobrevivirán, pero dependerá de la gente que se mueva a esta área”, vaticina Walter.

Sin agua para los sapiens

Hay lugares de África donde los sapiens ya lo ocuparon todo. Ciudad del Cabo en 1950 tenía 618.051 habitantes. Hoy la cifra supera los 4,7 millones. La supervivencia allí enfrenta muchos retos. Pese a ser la región más rica y próspera del país, un informe del Gobierno sudafricano de 2019 señalaba que un 45,9% de la población vivía en la pobreza. El covid, según los primeros estudios, ha impactado fuertemente en las clases más bajas. Eso ha producido una estampida de personas a la ciudad rica desde las barriadas periféricas. “En el último año, tras comenzar el coronavirus, se han instalado muchas de personas a vivir en esta zona. Han montado campamentos o duermen en la playa. Hay algunos problemas ya de convivencia”, explica Tammy, guía de safaris y vecina de Sea Point.

Son una mezcla entre refugiados climáticos y refugiados económicos. Llegaron entre dos “pandemias”. Primero fue la de la sequía más grave de la historia de esta ciudad, la de 2018, que puso a la urbe contra las cuerdas. Las autoridades llegaron a advertir a los vecinos que según sus cálculos, con los embalses ya a un 12% de su capacidad, el 22 de abril de aquel año de los grifos de la ciudad no saldría una simple gota. La catástrofe era de tal magnitud que los ciudadanos tuvieron que aprender a lavarse, cocinar y tirar de la cadena con el mismo agua por mera supervivencia. Hubo refugiados climáticos antes de que mejoraran los registros de consumo de los ciudadanos, plantaciones y empresas (algunas quebraron) y regresaran las lluvias.

placeholder Campamento de refugiados covid. (J.B.)
Campamento de refugiados covid. (J.B.)

Luego, cuando se recuperaba la rutina de enfrentar sólo los problemas de la enorme desigualdad social, violencia y enfermedades tradicionales como el sida o la tuberculosis, llegó el Covid, las autoridades les ordenaron encerrarse a todos y cientos de personas volvieron a huir de la Ciudad del Cabo pobre a ver si se contagiaban de bienestar en la ciudad rica. Se montaron campamentos de refugiados en la urbe para una multitud de gente que se quedó sin trabajo y vivía hacinada en las barriadas limítrofes donde una tos amenazaba un contagio.

Ahora las autoridades municipales pretenden desmontarlos por las quejas y miedos de los vecinos, pero los vagabundos se niegan a marcharse a sus viejos pozos de miseria. “Al menos aquí tengo comida y un techo bajo el que dormir”, explica un sin techo que duerme en la calle. Otros prefirieron pasar la pandemia en los refugios montados por las autoridades. “Aquí se comparten cigarrillos y drogas, eso es peligroso para contagiarse, pero es mejor que dormir a la intemperie”, señalaba Metjie Maans, enferma de tuberculosis y exalcohólica, en un reportaje de News24 durante el pico de contagios.

La llegada masiva de refugiados ha provocado una crisis de seguridad, medioambiental y hasta higiénica. Los residentes, mayoritariamente extranjeros, no tienen ya retretes para usar, las autoridades quieren que se marchen, y se habla hasta de posibles repatriaciones a sus países de origen como el Congo o Burundi.

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Un sintecho en Ciudad del Cabo. (J.B.)

Mientras, esa lucha por la supervivencia de los sapiens es ajena a los animales salvajes que aprovechan la tregua del encierro de su principal depredador para recuperar algunos espacios que ya no les pertenecían. Unos pingüinos de Boulder´s Beach salen a la carretera y se meten debajo de nuestro coche. El restaurante que allí había ha cerrado, la presencia humana es mínima y las aves han aprovechado la lejanía de los sapiens para adentrarse en la ciudad como recoge un próximo documental de Richard Attenborough, “El año que cambió la tierra”, donde se ve grupos de pingüinos paseando por las vacías calles de esta localidad. Más espectacular fue la visión que encontramos al norte, en Cape Cross, Namibia, donde la colonia de focas había tomado todo el parking y el en desuso mirador para turistas. Años antes, cuando allí iban personas, las miles de focas estaban todas metidas bajo la valla que los separaba de los sapiens.

“Alguien manda un mensaje que no entendemos”

Esa ha sido una constante de una ruta de un mes en la que hemos cruzado de norte a sur Namibia y Sudáfrica. Vegetación y animales salvajes recuperando espacios ahora en desuso humano. Aumento significativo de la caza ilegal, como nos explicaban en Hobatere, Namibia, ante la falta de alimento de algunas familias que han perdido sus trabajos. Peores condiciones de los proyectos de conservación o reservas naturales por la drástica bajada de recursos (turismo). Un clima más seco y caliente que reduce alarmantemente las tierras fértiles y pastos. Decenas de miles de cabezas de ganado muertas. Un progreso desigual potenciado por la pandemia en el que conviven altos estándares de desarrollo y pozos ingentes de pobreza en dos países singularmente avanzados en el contexto africano. Aumento de población humana, de agricultura, ganadería, pesca, tala de árboles…

El día antes de nuestra partida de regreso a Europa, Ciudad del Cabo se levanta bajo una nube de humo. Un fuerte incendio descontrolado afecta a la falda de la famosa Table Mountain. Las mascarillas para el virus sirven ahora para respirar mejor en algunas zonas. Unas horas después, la noticia de que ha ardido la vieja biblioteca de la universidad sobresalta a todos. “Parece que alguien sigue mandándonos un mensaje que no entendemos”, dice Tammy mientras observa el humo avanzar hasta su casa.

- "¿Dónde están los enormes cocodrilos que había en la parte alta de las cataratas (estuvimos aquí en 2010)?"