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David y Roberto: los que mueren por contar la muerte de los otros
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Burkina Faso, su último destino

David y Roberto: los que mueren por contar la muerte de los otros

La muerte de un periodista no es peor que la de un chófer, un oficinista o una abogada. Lo que pasa es que el periodista, a menudo, está allí para contar las desgracias de esos otros

Foto: David Beriain (i) y Roberto Fraile, asesinados en Burkina Faso mientras grababan un documental sobre caza furtiva. (EFE)
David Beriain (i) y Roberto Fraile, asesinados en Burkina Faso mientras grababan un documental sobre caza furtiva. (EFE)

La muerte cercana siempre estremece algo más. El espejo es un mal augurio que enseña lo jodidamente frágiles que somos. El periodismo, al menos una parte, tiene algo de eso. Tropezar con el ser humano, en ocasiones, es peligroso. La gran mayoría de la población mundial es gente buena, pero hace falta muy pocos de los otros, de los miserables, para tragar saliva antes de seguir repitiendo la frase. Murieron David Beriain y Roberto Fraile, periodistas de raza, de los que se juegan el pellejo para elevar el nivel de sus relatos, en, parece, una emboscada en uno de esos rincones difíciles del planeta. “Hay humanidad incluso en los sitios más oscuros”, dijo David en alguna entrevista.

El problema es que hay lugares donde lo complicado es diferenciar a los buenos y los malos porque de los segundos hay también muchos. Burkina Faso es tierra de piratas disfrazados de terroristas y de un montón de personas nobles. No lo fue siempre. Hasta no hace tanto, “el país de los hombres honorables”, eso significa Burkina Faso, era una tierra segura, pero en 2015, con la llegada de un nuevo presidente, comenzaron los ataques de los grupos armados que camuflan su hambre de poder y dinero entre rezos. Musulmanes, cristianos y animistas han compartido durante décadas un inmenso territorio de polvo hasta que los ataques yihadistas empezaron a sucederse. La pequeña masa, el grupo que se hace fuerte entre un estado débil, se convierte en jauría. Y ahí, en medio de ese avispero, estaban ellos, David y Roberto, rodeados de maldita casualidad. Se muere de muchas cosas, cada día, y una de ellas, por desgracia, es de intentar contar las muerte de los demás.

Foto: Roberto Fraile (i) y David Beriain (d).

A David y Roberto los hemos visto por la tele. Hemos visto sus historias, sus relatos, los rasgados rostros de sus protagonistas. Su periodismo no era fácil. Se metían en el coche de los narcos, en las guerras, en minas ilegales, en las barriadas sin código, entre las bandas que esnifan pegamento y vidas. Y ellos eran testigos, y lo contaban, con la necesidad de acercarse más al epicentro de una realidad. Nunca hay una sola, pero la suya, por la que han fallecido, está tan detrás de las cercanas rutinas que apenas se ve. Tiene mérito, en estos tiempos donde las noticias van en 'hashtag', que quede gente pateando el globo en busca de sus historias ocultas. No hace mucho, en este mismo medio, publicamos una pieza que hablaba de los retos y virtudes de esta profesión de contar lo lejano. Los homenajes, si se puede, mejor hacerlos en vida.

El periodismo, a lo que se dedicaban David y Roberto, es un oficio que ellos decidieron que se hace de cerca. Un periodista que fallece no es más drama entre los no allegados que cuando fallece un chófer, un comerciante o una abogada. Lo que pasa es que el periodista, muchas veces, está allí para contar las desgracias de esos otros. De hecho, los dos estaban en África, narrando muertes inocentes. Esta vez parece que de animales salvajes y de los que intentan evitarlas. Un millonario negocio ilegal, la caza furtiva, que se lleva por delante muchas vidas, financia guerrillas o trafica milagros convertidos en botes de medicinas que se venden en el lejano oriente. Se pueden dar datos, conseguir algunas entrevistas, incluso tener alguna imagen espectacular de elefantes o rinocerontes a los que les cortaron con motosierra sus colmillos o cuernos, pero un paso más es intentar ir a entender a los que lo hicieron. El periodismo puede ser narrar lo que ha hecho un sádico o ir a preguntarle al sádico el porqué hace eso. Lo segundo era lo que hacían David y Roberto.

¿Por qué asumir ciertos riesgos? “Para llegar al corazón de las historias que merecen la pena, por compromiso con este oficio. Ningún periodista que yo conozca elige el riesgo como forma de vida. El riesgo es solo el peaje necesario, en ocasiones, para encontrar la historia, para denunciar injusticias o ilustrar realidades. El rédito y el reconocimiento no suele ser proporcional al peligro, pero las vocaciones no se calculan”, explica Daniel Landa, que acaba justo de terminar la semana pasada un documental llamado Atlántico en el que ha cruzado toda la costa occidental africana de norte a sur. Pudo tener un problema él —como algunos otros, sirva solo de ejemplo— por casualidad de fechas y mapa, pero está ahora en casa con su mujer e hijo.

El peligro es algo incierto. ¿Moverse es un riesgo? No más que muchas veces estarse quieto, pero cruzar hoy zonas vacías por la pandemia donde el estado de derecho es frágil es quitar números en la ruleta. La impunidad de la soledad es siempre inquietante y a la vez estimulante para intuir las mejores historias. Todo esto lo sabían y asumían David y Roberto. A Roberto casi lo mata la explosión de una granada en Siria, en 2012, cubriendo la guerra. “Cuando estalló la bomba y vi la herida solo quería correr como un león”, dijo el cámara tras el duro percance. No dudó tras recuperarse en regresar a aquellos mismos lugares donde estallan cosas porque uno raramente puede elegir donde está su oficina cuando ejerce un oficio. Su maldita última oficina fue Burkina Faso.

Foto: El corresponsal Ángel Sastre en Nicaragua (cedida) Opinión
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Parece un poco obsceno hablar de peligro que uno corre cuando habla de estos sitios. Ha pasado que te has sentido cobarde o no has sabido reaccionar. Ha pasado en Afganistán que te han dejado solo en medio de un combate, te han dejado allí, y parecía que llegaban los talibanes y ya te ves en Al Jazeera o un video de YouTube con la cabeza colgando”, dijo Beriain en una entrevista en la que le preguntaban por los riesgos que ha corrido. Se hacen las maletas y se cargan las cámaras sabiendo que hay lugares y temas más complicados de realizar. “Siento bastante miedo porque soy bastante cagueta. No soy muy valiente”, repitió en algunas ocasiones Beriain.

Puede que no haya mayor muestra de valor que ir a donde uno teme ir. David intentaba quitarle mítica al oficio de los reporteros de zonas de conflicto. No era para él una cuestión de testosterona, sino de tener algunas dudas y buscar las mejores respuestas. “Si no tienes ni idea de qué vas a preguntarle al diablo, ¿para qué ir al infierno?”, decía. Y no paró de ir al infierno porque no paró nunca de tener preguntas. Y ahora, por esas crueles casualidades de la vida, dos enormes curiosos desgraciadamente han muerto y el mundo se queda huérfano de un montón de buenas dudas.

La muerte cercana siempre estremece algo más. El espejo es un mal augurio que enseña lo jodidamente frágiles que somos. El periodismo, al menos una parte, tiene algo de eso. Tropezar con el ser humano, en ocasiones, es peligroso. La gran mayoría de la población mundial es gente buena, pero hace falta muy pocos de los otros, de los miserables, para tragar saliva antes de seguir repitiendo la frase. Murieron David Beriain y Roberto Fraile, periodistas de raza, de los que se juegan el pellejo para elevar el nivel de sus relatos, en, parece, una emboscada en uno de esos rincones difíciles del planeta. “Hay humanidad incluso en los sitios más oscuros”, dijo David en alguna entrevista.

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