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La mascarilla global: pandemias de la tribu de barro
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AL NORTE DE NAMIBIA

La mascarilla global: pandemias de la tribu de barro

Los 'primitivos' himbas luchan por sobrevivir a una sequía atroz, la globalización, el alcoholismo, la pobreza y a un virus importado que no entienden. ¿No traerá usted la enfermedad?

Foto:  Himbas en el supermercado de Opuwo con mascarillas. (J. Brandoli)
Himbas en el supermercado de Opuwo con mascarillas. (J. Brandoli)

La singular imagen de una mujer himba (tribu nómada y primitiva del norte de Namibia y el sur de Angola) con los senos descubiertos y la boca tapada por una mascarilla podría ser un resumen dentro de algunos años de lo que llegó a ser esta pandemia. El coronavirus en esta esquina del globo es solo una pandemia entre muchas pandemias. Una amenaza de muerte lejana y foránea que pocos entienden y que ha acabado por reventar todo tras años de pertinaz sequía. El primer virus, el más jodido, cuelga del cielo; el segundo, invisible, se escupe entre gargantas secas. El resto, poco a poco, se han ido convirtiendo en costumbre.

El poblado sin pastos

Entramos en una cabaña de palos y adobe en la que hay pieles, algunas vasijas, mantas y botes con una crema ocre hecha de hematita, manteca y hierbas que tres mujeres himbas se extienden para embellecer su cuerpo. Vienen de arar el campo, unos maizales y mijo, que son el principal alimento de un pueblo al que abandonó la lluvia. El agua de los pozos se ha ido secando, las nubes apenas descargan algunas gotas desde hace años y la agricultura, menos común en esta tribu, se ha convertido en algo más factible que el milagro de que sobrevivan los animales pastando piedras con el gaznate seco como un corcho.

placeholder Un himba bebiendo agua, un recurso muy escaso en la región. (J. Brandoli)
Un himba bebiendo agua, un recurso muy escaso en la región. (J. Brandoli)

Hasta los perros del poblado, famélicos, se turnan para lamer el suelo y tener las fuerzas justas para avisar de que otra vez llegaron las hienas a comerse otra cabra que se quedó fuera del cercado. Las vacas ya murieron, por miles, tras tres años de una nueva brutal sequía que ha agotado los pastos. “Ha muerto el 90% de nuestro ganado por la sequía. Ahora preferimos cabras a las vacas porque necesitan menos agua. Es una situación muy difícil”, explica Kataparo, un himba joven del poblado.

Las cifras y reportajes de organismos oficiales y medios hablan de decenas de miles de piezas de ganado muertas, especialmente en los últimos meses. Es un proceso que se agrava cada año. La media de lluvia en la región de Kunene ha pasado de los 400 mm anuales de hace 40 años al casi cero actual, según los datos del Instituto de Meteorología de Namibia. Algunos himbas han marchado a las ciudades, en busca de refugio, e incluso duermen en tiendas de campaña en las que sobreviven con las escasas ayudas del Gobierno.

La enfermedad que alejó a los extranjeros es importada, extraña, inentendible para los locales

Y en medio de esa crisis ha llegado un virus de fuera y al vacío de sobrevivir sin nada se ha añadido el vacío de sobrevivir sin nadie. Ya no llegan los turistas que antes paraban a comprar comida en el supermercado y la ofrecían en los poblados a cambio de un viaje de dos siglos atrás en el tiempo. La enfermedad que alejó a los extranjeros es importada, extraña, inentendible para los locales. “Hemos oído algo…” es la respuesta que siempre nos han dado al preguntarles por el coronavirus.

La cura impuesta es un remedio igual para enfermos muy distintos. Un absurdo que se refleja cuando las tres himbas de la cabaña, que aprovechan para amamantar a dos bebés, se colocan unas viejas mascarillas que sacan de debajo de unas pieles sobre las que se han sentado. “Nos contaron que hay una enfermedad contagiosa”, señalan, con la misma duda con la que recuerdan la ley natural que dicta que de las nubes cae agua y ellas, mientras, llevan años pariendo niños en un mundo seco y ahora misteriosamente enfermo. “Necesitamos alimentos”, inciden, mientras aprietan sus senos para que sus hijos se metan algo líquido en la boca.

placeholder Mukahoveka y Pokajuru. (J. Brandoli)
Mukahoveka y Pokajuru. (J. Brandoli)

La pandemia en esta parte del mundo es, o ha sido, la malaria, las enfermedades de las vacas, la falta de agua, los ataques de las bestias, la carencia de educación, el alcoholismo, la pobreza, el rodillo de occidente y, ahora, el covid. Los cambios se suceden. “Las mujeres himbas cuestan menos que las herero en el matrimonio. El hombre debe pagar a la familia de ella unos 9.000 dólares namibios (cerca de 500 euros) o tres vacas. Los himbas ahora aceptan también cabras u ovejas”, explica John, nuestro intérprete de la etnia herero, como ejemplo de la inflación que ha traído la sequía.

No lejos de allí, sentado, está el viejo jefe del poblado al que exponemos la compra que hicimos por permitirnos pasar una jornada con ellos. Da las gracias, mientras escucha un viejo transistor que sujeta entre sus manos, junto a la cabaña que comparte con sus esposas. Duerme con ellas de una en una y un máximo de dos noches seguidas con cada. Cerca, las mujeres y los niños cantan y bailan, mientras se va poniendo el sol, en un poblado que deberá desmontarse y moverse cuando se terminen por secar los pozos del subsuelo y no haya agua para maíz, mijo y animales. No hay ya rastro de máscaras y virus por ninguna parte. No hay tampoco rastro de tierra fértil a la que seguir huyendo.

La ciudad de los himbas mendigos

Hemos quedado a las nueve y media de la mañana con varias mujeres himbas en el restaurante Kaokoland, en Opuwo, la 'gran' ciudad en la que habitan himbas y otras tribus en medio del gigantesco espacio vacío que es la región namibia del Kunene. Llegan con sus mascarillas bajo la barbilla, que suben y bajan indecisas al ver las nuestras puestas. Entramos a tomar un desayuno. Ellas piden un filete de ternera con arroz. Hablan de sus vidas, de nosotros, del virus...

placeholder Mukahoveka y Pokajuru de izquierda a derecha, comiendo arroz y carne en un restaurante junto a Ndunge, una himba moderna. (J. Brandoli)
Mukahoveka y Pokajuru de izquierda a derecha, comiendo arroz y carne en un restaurante junto a Ndunge, una himba moderna. (J. Brandoli)

“Es la primera vez que venimos a un restaurante así. Estamos felices de que vengan ustedes de lejos”, explican. ¿Tenéis miedo del coronavirus? “Tenemos miedo porque hemos oído que muere mucha gente”, dice Pokajuru, una himba de 25 años. ¿Lo habéis oído en televisión? “No, empezamos a escuchar de la enfermedad cuando vinimos a Opuwo. No vemos la televisión, pero aquí hay personas que nos reúnen y nos informan”, señala Mukahoveka, otra mujer himba. ¿Conocéis a alguien infectado? “No conozco a nadie infectado”, dicen ambas (el mánager de la Guesthouse Ohakane donde nos alojamos nos dijo esa mañana que hace dos semanas hubo en Opuwo un pico de contagios). ¿Por qué lleváis la mascarilla? “Porque nos dijeron que hay que ponérsela. Vinieron de fuera a explicarnos que había una enfermedad que se contagia hablando. Tenemos que ponernos las máscaras y lavarnos las manos. Nos han enseñado a lavarnos las manos con jabón”, contestan. “Si no tenemos agua nos lavamos con ceniza”, aclara Pokajuru.

Las himbas tienen prohibido usar el agua para lavarse. Es una tradición discriminatoria que viene de lejos. La falta de agua en su tierra, un desierto, hizo que solo los hombres tuvieran permitido usarla. Ellas, para lavarse, queman una especie de incienso que se pasan por todo su cuerpo. Cuando el baño es total, se cubren con una manta y el humo les cubre de abajo arriba toda su piel.

La tribu sufre un choque cultural fuerte entre la tradición y la modernidad en las ciudades. A la charla se une Kazenuko Ndunge, una himba de 29 años que viste “ropa normal” y trabaja en la cocina. Las tres mujeres son himbas pero su aspecto es radicalmente distinto. “Yo soy himba, pero fui a la escuela y ahora trabajo aquí. He aprendido a hacer pizzas”, señala con orgullo Ndunge, quien cobra al mes unos 120 euros. “Yo trabajo en un sembrado a cinco kilómetros de Opuwo”, explica Pokajuru. Su salario no es en dólares namibios sino en alimento que hacer crecer para luego meterse en el estómago.

Es en la educación donde se abre la brecha entre lo tradicional y lo moderno. Algunos críos himbas sienten vergüenza cuando ingresan en las escuelas y se sienten señalados por su modo de vestir y costumbres por los niños de otras tribus. “En los poblados es fácil distinguirlos. Los niños himbas que van vestidos van a la escuela y los que no son los que se quedan en el poblado ayudando con el ganado y el campo. Si tienen cinco niños, dos irán a la escuela y el resto se quedarán ayudando”, explica John, nuestro intérprete de la tribu herero. ¿Cómo eligen cuáles van y cuáles no? “Los himbas mandan a la escuela a los niños que dibujan en la arena con el dedo”, señala él.

placeholder Los himbas trabajando en el sembrado del campo. (J. Brandoli)
Los himbas trabajando en el sembrado del campo. (J. Brandoli)

Ndunge, que habla algo de inglés, marca esa decisión de educarse en la familia, no en trazar el suelo con el dedo, y en la diferencia de vivir en la ciudad o en los poblados desperdigados por el campo. “Mis padres me mandaron a la escuela. Yo querría irme a trabajar a Windhoek (capital de Namibia) o a Europa, de donde vienen ustedes, pero soy himba, igual que ellas, y tengo amigas que deciden vestir de forma tradicional. Yo prefiero vestir de forma moderna”. Pokajaru y Mukahoveka, por su parte, se limitan a decir que “preferimos vivir como himbas y vestir de forma tradicional. En la ciudad es más complicado sobrevivir para nosotros que en nuestras villas”.

Muchos ya lo hacen, la sequía los ha alejado de sus campos y ganados, pero en la urbe se confunden sus desnudos cuerpos de arcilla con gentes vestidas, otras etnias y algunos lugares comunes que amenazan su tribu. Himba, en idioma herero, significa 'pedigüeño'. Así los bautizaron sus hermanos de sangre herero cuando a finales del siglo XIX ambas tribus se separaron tras una epidemia bovina que acabó con la mayor parte de su sagrado ganado.

Los herero se fueron al sur a explorar nuevas tierras, se vistieron, se incorporaron algo a las reglas de la colonia alemana, y los himbas permanecieron en el seco norte, desnudos, animistas y orgullosos de sus tradiciones. El hermano pobre quedó en el campo, con su ganado amenazado por la pandemia de la sequía, y ha ido inmigrando a sobrevivir en las ciudades donde conforman la parte baja de la pirámide. Las cifras de alcoholismo se están disparando entre los himbas desde hace años cuando se normalizó el contacto con el turismo y las urbes. ¿Hay un problema de alcohol entre vosotros los himbas? “No, eso no es un problema”, dice la joven Pokajaru que diez minutos después, tras acabar el desayuno, pide una cerveza que bebe a tragos a las 10 de la mañana.

En el supermercado, entre los estantes, hay un ajetreo de personas semidesnudas y vestidas que comparten una única prenda: la mascarilla

Muchos poblados himbas tienen detrás vertederos de botellas de cerveza. En el supermercado Shoprite de Opuwo, entre los estantes, hay un ajetreo de personas semidesnudas y personas vestidas que comparten una única prenda: la mascarilla. El mundo himba estuvo a punto de ser exterminado por los colonos alemanes a principios del siglo pasado por no aceptar las normas sociales europeas. Luego les cayó la Guerra de Angola, donde los reclutaron a la fuerza, y entendieron que mezclándose, fuera de las cercas de sus poblados, serían los más pobres de un mundo pobre. El reto hoy se mantiene. Entre ellos, en esta aldea global donde hay himbas que usan internet e himbas que cada noche se reúnen en torno a su fuego sagrado sin luz ni agua en sus poblados, empieza a haber dos pueblos distintos. ¿Son compatibles?

El refugio de la gran catarata

La distancia se mide en tiempo y no en metros cuando se camina descalzo por un desierto de piedras. “Yo nunca había venido aquí”, responde la más veterana del grupo de cinco himbas que contempla las espectaculares cataratas Epupa, fronterizas con Angola, con cierto abatimiento. La trajo J, nuestro nuevo intérprete himba, a cambio de comida que hemos comprado en un supermercado. Ella tiene prisa por volver a su aldea, que señala a dos horas, hacía dentro de las tierras áridas, donde el agua se volvió un recuerdo. Hay gente de todo el planeta que hace miles de kilómetros por ver esta maravilla natural y ella, atareada sobreviviendo, no había tenido aún 120 minutos para acercarse a ver un lugar especialmente bello donde se confunde el desierto, los baobabs y el agua desparramándose entre rocas.

placeholder Himbas en las cataratas de Epupa. (J. Brandoli)
Himbas en las cataratas de Epupa. (J. Brandoli)

Otros himbas de esta zona, la más seca del país, sí dejaron sus poblados de tierra adentro y se han trasladado a la ribera de un río, el Kunene, donde al menos el polvo en la boca se digiere mejor al convertirse en barro. Los himbas comen una especie de gachas hechas con harina de mijo que crece en suelos poco fértiles. La carne la comen en celebraciones y ocasiones especiales. Antes eso era una elección, hoy la dieta es obligatoria.

La población de la Villa Epupa se ha multiplicado, pero salvo agua no hay tampoco recursos para tanto nuevo habitante. “No teníamos nada para comer. Nuestro ganado ha muerto porque no tenían nada que beber. Secamos sus pieles y quemamos la carne para que no oliera a podrido. Hemos sufrido muchos años por la falta de lluvias, pero nunca había pasado algo cómo ahora”, señala uno de los hombres vecinos del caudal.

Entonces les preguntamos por la otra pandemia, la vírica, la que desde hace un año y medio lo ocupa todo en nuestro mundo: “Algo hemos oído de una enfermedad que se contagia y mata personas. Vinieron algunas personas a explicarnos. Por eso ya tampoco vienen turistas a visitar este lugar y eso nos ha empobrecido más. Necesitamos que venga la gente”. ¿Conocen a alguna persona que se haya enfermado por el coronavirus? “No, aquí nadie ha tenido esa enfermedad”, responden para preguntar después: ¿De dónde viene usted es peligrosa la enfermedad?”. “Yo vengo de Italia, un país lejano, y allí ha muerto mucha gente, sí”. Y cuando les traducen la respuesta exclaman todos un "ahh" y el más viejo replica: “Pues entonces usted quizá pueda traer aquí el virus”.

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La singular imagen de una mujer himba (tribu nómada y primitiva del norte de Namibia y el sur de Angola) con los senos descubiertos y la boca tapada por una mascarilla podría ser un resumen dentro de algunos años de lo que llegó a ser esta pandemia. El coronavirus en esta esquina del globo es solo una pandemia entre muchas pandemias. Una amenaza de muerte lejana y foránea que pocos entienden y que ha acabado por reventar todo tras años de pertinaz sequía. El primer virus, el más jodido, cuelga del cielo; el segundo, invisible, se escupe entre gargantas secas. El resto, poco a poco, se han ido convirtiendo en costumbre.

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