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El museo que narra la historia de una guerra que sigue viva
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En la capital de Ucrania

El museo que narra la historia de una guerra que sigue viva

Se cumplen siete años del inicio del conflicto ucraniano, el mismo tiempo que lleva un museo de Kiev encargándose de que los protagonistas de la guerra no caigan en el olvido.

Foto: Exteriores del Museo de la II Guerra Mundial de Kiev, bajo la estatua de la Madre Patria. (Fermín Torrano)
Exteriores del Museo de la II Guerra Mundial de Kiev, bajo la estatua de la Madre Patria. (Fermín Torrano)

Irina Dovgan estaba casada y tenía dos hijos, tres gatos y un perro. El mismo día que enviaba sus pertenencias a la zona controlada por el gobierno, los rebeldes entraron en su casa y le secuestraron. Le llevaron a un base militar de la ciudad de Donetsk para que revelara nombres de otras personas que, como ella, estaban llevando comida y medicamentos a los soldados ucranianos que cercaban la ciudad. Le pegaron, le desnudaron y le amenazaron con violarle durante los tres días que le tuvieron sin ver la luz. Al cuarto, le sacaron a la calle junto a una rotonda arropada con una bandera de Ucrania, una diadema con dos pequeñas enseñas más en forma de antenas y le colocaron un cartel que decía: “Ella mata a nuestros hijos”.

Algunos de los viandantes avanzaron rápido con la vista clavada en el suelo, otros se detuvieron para insultarle, pegarle y escupirle. Una mujer le gritó: “Deberíamos colgarte en la plaza” y después le abofeteó. Mientras, los conductores que no se bajaban del coche, le lanzaban tomates. Ella se aferró a una farola a la que no tuvieron necesidad de atarle. Los Kalashnikov de los soldados que le encañonaban y se hacían selfies con ella llorando fueron más que suficiente para que no pensara en escapar.

Una pareja de periodistas del New York Times visualizó la escena y detuvo su vehículo. Mauricio Lima, el fotógrafo, tuvo tiempo de inmortalizar la escena antes de que les retuvieran y retiraran a Dovgan de la vía pública. Al día siguiente, el periódico estadounidense publicó la imagen que congela tan solo un instante de aquella vejación. Las preguntas incómodas de otros reporteros a un comandante rebelde consiguieron la liberación de Irina cinco días después cuando, entre sollozos, agradeció a Lima su providencial aparición: “Solo quería morir”.

placeholder La bandera que pusieron los captores a Irina Dovgan descansa en el museo junto a una imagen que recuerda lo que vivió. (Fermín Torrano)
La bandera que pusieron los captores a Irina Dovgan descansa en el museo junto a una imagen que recuerda lo que vivió. (Fermín Torrano)

Diferentes testigos han podido reconstruir también la historia de un adolescente de 16 años, original de Kramatorsk. Con la ocupación de la ciudad, su madre lo envió a Rusia con algunos parientes, pero él decidió regresar. Un día de 2014 volviendo en tren desde Kiev a la región de Donetsk, el batallón Kersh, de las milicias prorrusas, le arrestó. Algunos testigos dicen que el chico llevaba una cinta con la bandera de Ucrania en la mochila, mientras que los soldados que le detuvieron le acusaron de discutir la indivisibilidad del país. Después del interrogatorio, desapareció. Ante la falta de noticias, su madre viajó hasta Donetsk exigiendo la entrega de su hijo y el difunto líder de los rebeldes, Alexander Zakharchenko, le confirmó la muerte de su hijo. La confesión de uno de los implicados reveló que ataron al joven y, de rodillas, le ejecutaron con tres disparos en la cabeza. Uno por cada hombre que le custodiaba. Seis años después, los asesinos de Stepan Chubenko siguen libres entre Rusia y Crimea.

Estas son dos de los centenares de historias recogidas en la exposición permanente que el Museo de la Segunda Guerra Mundial de Kiev recoge sobre la Guerra del Donbás. La foto de Irina Dovgan y un maniquí vestido con la bandera que le pusieron sus captores se encuentran tan solo a unos metros de los guantes de portero que utilizaba el joven Stepan en los partidos de fútbol de su ciudad. Como estos, más de 8000 objetos recogidos del frente o entregados por las familias recuerdan las historias de civiles y militares a los que les ha tocado vivir una guerra que cumple este mes su séptimo aniversario. Los mismos años que lleva la exposición abierta al público.

Foto: Tropas ucranianas, en el frente de guerra en 2014. (Reuters)

Del Maidán a la guerra

“Empezamos a recoger objetos en la revolución del Maidán. En los días calientes, muchas personas rondaban por las inmediaciones del museo y dejaban armas y pruebas de lo que fue aquello”, explica Alexandr Pasternak, exinvestigador senior del museo que trabajó en los inicios de la muestra. Aquellas manifestaciones en el centro de la capital dejaron más de un centenar de muertos, provocaron la huida del entonces presidente Víktor Yanukovich, pero, por desgracia, evolucionaron en la guerra actual. El museo también modificó su exposición y la fue convirtiendo en la memoria de lo que ocurre en el este del país y en un homenaje a los que han sacrificado su vida en el conflicto.

En la entrada, algunas cajas que sirvieron para guardar munición recuerdan las caras y el lado más humano de los soldados ucranianos. El cartel verde indica que están vivos, el negro que perdieron su vida a más de 600 kilómetros de su pequeño altar. Un coche agujereado por las balas y otros que sirvieron de ambulancia reciben también a unos visitantes que se topan con una enorme pared cubierta con banderas ucranianas. Alexander Ocheretiany, actual investigador del museo, asegura que todas son traídas del frente. “Las raídas eran ondeadas por los soldados con pequeñas ramas en Donetsk y Lugansk. Si ves alguna con sangre significa que la colocaron en el interior del ataúd cuando enviaban el cuerpo desde la línea del frente”, explica.

placeholder Los objetos recuerdan a aquellos que perdieron la vida haciendo su trabajo. En la imagen, una ambulancia alcanza por los rebeldes. (Fermín Torrano)
Los objetos recuerdan a aquellos que perdieron la vida haciendo su trabajo. En la imagen, una ambulancia alcanza por los rebeldes. (Fermín Torrano)

Estos dos historiadores de 30 años que comparten edad y nombre se complementan a la hora de explicar el museo. Pasternak, bajito y moreno, domina las historias personales de las víctimas y le traduce a su compañero. Ocheretiany es alto y de piel blanquecina. Más serio, camina con una carpeta entre los brazos y explica con detalle las pruebas de la injerencia rusa en el este del país. Ambos son expertos en la segunda guerra mundial, sin embargo, los acontecimientos les han convertido, de manera parcial, en investigadores de una guerra sin terminar y en interlocutores de familias que, en vez de heredar una trágica historia, la han sufrido en primera persona.

“Para el museo es fácil conseguir a las personas, tenemos contactos en el Ministerio de Defensa, en la prensa, en la TV… Pero el problema principal es psicológico. Es muy difícil compartir la pena y el dolor de otras personas y pedirles objetos que pueden ser muy importantes para ellos. No todo el mundo está preparado para compartir”, dice Pasternak. Los que sí lo están acuden con frecuencia al museo y, pese a que en torno al 25% de los 700.000 visitantes anuales son extranjeros, la institución intenta crear lazos entre la sociedad y las víctimas. Con especial atención a las militares. “La gente viene aquí y puede recordar y ver que su historia no ha caído en el olvido. Además, es una manera para los que vuelven del frente de llevar mejor su rehabilitación. Muchos llegan traumatizados y necesitan volver a ser aceptados en la sociedad”, agrega el investigador.

Ambos avanzan entre retratos, pantallas que muestran bombardeos y dibujos de los más pequeños del país repartidos entre otros enseres personales como placas identificativas, cartas, crucifijos o parches militares. Los diferentes uniformes también tienen su hueco en la exposición, al igual que periodistas que perdieron la vida, peluches encontrados en escuelas infantiles de la línea o una ambulancia que fue acribillada cuando acudía a rescatar a la población civil.

placeholder La muestra también recuerda a los profesionales de la comunicación que fueron heridos o perdieron su vida en los inicios de la guerra. (Fermín Torrano)
La muestra también recuerda a los profesionales de la comunicación que fueron heridos o perdieron su vida en los inicios de la guerra. (Fermín Torrano)

La muestra incluye un pasillo que apunta a la sociedad como protagonista, con especial énfasis en los primeros meses de 2014. En un lado los que apoyaron el referéndum, con banderas rusas. En frente, la minoría ucraniana de la región del Donbás. En ambos lados, fotografías y biografías de personas no tan anónimas que intentan convertirse en herramientas de comprensión para un pueblo que vive alejado del día a día de una guerra atrapada en las trincheras.

Ninguno de los dos historiadores está al tanto de otro museo en el mundo que trabaje sobre una guerra presente en el interior del propio país, aunque enumeran diferentes ejemplos de algunas ya acabadas, al menos, en el campo de batalla. Por eso insisten en la “importancia” de no olvidar y transmitir historias que en tantos otros enfrentamientos necesitan décadas de paz para poder ser rescatadas.

Algo similar hacían Ocheretiany y Pasternak sobre la segunda guerra mundial, antes del conflicto en el Donbás. Sin embargo, historias como la de Iriva Dovgan o Stepan Chubenko les han enseñado que las atrocidades continúan repitiéndose en su país, por lo que al menos, dicen, les toca intentar que no caigan en el olvido.

Irina Dovgan estaba casada y tenía dos hijos, tres gatos y un perro. El mismo día que enviaba sus pertenencias a la zona controlada por el gobierno, los rebeldes entraron en su casa y le secuestraron. Le llevaron a un base militar de la ciudad de Donetsk para que revelara nombres de otras personas que, como ella, estaban llevando comida y medicamentos a los soldados ucranianos que cercaban la ciudad. Le pegaron, le desnudaron y le amenazaron con violarle durante los tres días que le tuvieron sin ver la luz. Al cuarto, le sacaron a la calle junto a una rotonda arropada con una bandera de Ucrania, una diadema con dos pequeñas enseñas más en forma de antenas y le colocaron un cartel que decía: “Ella mata a nuestros hijos”.

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