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Bienvenidos a la América de Weimar: viaje a la capital de la violencia de EEUU
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Más de 140 días de protestas en Portland

Bienvenidos a la América de Weimar: viaje a la capital de la violencia de EEUU

Este enclave demócrata es la capital de la violencia política en EEUU. Donde chocan las versiones más radicales, la América urbana y progresista, y la América rural y conservadora

Foto: Protestas en Portland contra la policía. (Reuters)
Protestas en Portland contra la policía. (Reuters)

Seamos sinceros: existe la posibilidad de que Estados Unidos descienda a algún tipo de tumulto. Al menos es lo que piensan los miles de negocios que ahora mismo contratan seguros millonarios, o los propios votantes: convencidos en su inmensa mayoría de que el candidato rival amañanará las elecciones. Es lo que piensan los altos funcionarios, los estados y los analistas, que temen una “guerra civil de baja intensidad”. Así que la imaginación vuela por terrenos sombríos: si llegamos a ello, ¿qué ocurriría? ¿Por dónde se rompería el consenso? ¿Cómo reaccionarían los votantes, los políticos? En realidad, si uno quiere imaginarse tal paisaje, no tiene que elucubrar ni hacer cábalas. Porque ese paisaje ya existe: se llama Portland.

Este enclave demócrata y próspero, en el estado de Oregón, es desde hace años la capital de la violencia política en Estados Unidos. Una ciudad donde chocan las versiones más radicales de este país, la América urbana y progresista, y la América rural y conservadora. Un lugar en el que los grupos extremistas se pelean en las calles, atacan edificios públicos, ponen en jaque a la policía y han hecho de la zona centro, en los últimos meses, un erial amedrentado y lleno de ventanas tapiadas.

“Creo que estamos llegando a un punto crítico”, dice Amanda Siebe, candidata demócrata al Congreso por el primer distrito de Oregón. La activista lleva protestando en las calles desde finales de mayo, un día después del asesinato de George Floyd en Mineápolis, y ha visto muchas cosas: de saqueos a marchas pacíficas, de solidaridad a sábanas de gas lacrimógeno cubriendo noche tras noche a los manifestantes, de gestos nobles a disparos y apuñalamientos. “Me aterroriza lo que pueda llegar a pasar”, añade. “Tengo pesadillas. La gente está siendo empujada a un punto al que no esperaba llegar”.

La candidata, que va en silla de ruedas por un accidente laboral del que su horario y sus jefes, dice, no le permitieron recuperarse, ha sacado inspiración de la estrella demócrata socialista, Alexandria Ocasio-Cortez, para llevar la “revolución” al Congreso. “La gente está despertando de verdad, entiende que el sistema está roto y que no queremos ni a Joe Biden ni a Donald Trump”, dice Siebe. “Estamos atrapados entre dos males menores, y eso no es lo suficientemente bueno”.

El magma y los botes de pimienta

La postura de Siebe es de lo más moderado que se puede encontrar en la miríada de grupos que marchan en Portland desde hace más de 140 noches, como la Federación Anarquista Indígena, las Mujeres Negras Radicales, los Autonomistas Negros del Mar de Salish, el Colectivo de los Camaradas Minusválidos, Descoloniza Este Lugar, la Asociación Latina del Rifle, el famoso Antifa y muchos otros. Entre sus variables demandas se encuentran la abolición de la policía y de las prisiones, y un régimen estricto de cuotas étnicas. Algunos grupos ni siquiera reconocen la existencia de Portland, a la que se refieren como “Tierra Chinook robada por colonos blancos”.

El magma izquierdista ha chocado con el magma de derechas, que ha montado contramanifestaciones y cruzado Portland en un convoy motorizado, disparando balas de pintura y ondeando las banderas de Donald Trump, y sobre todo ha chocado con la policía. Los agentes locales y federales no han escatimado en bolas de pimienta, balas de goma y mucho, mucho gas lacrimógeno. Un comportamiento excesivo, según los observadores de la National Lawyers Guild y de la Unión Americana de Derechos Civiles, y de los diversos testigos consultados.

placeholder Protestas en Portland el 6 de septiembre de 2020. (Reuters)
Protestas en Portland el 6 de septiembre de 2020. (Reuters)

El caos ha traído saqueos a la zona comercial de Portland. Calles enteras de negocios, desde Apple y Zara a pequeñas cafeterías y tiendas familiares, permanecen tapiadas. Los murales antirracistas pintados en los tablones han sido profanados por mensajes racistas. Muchas empresas han cerrado o se han mudado. Otras aguantan.

“Estoy muy decepcionado con las autoridades de Portland”, dice Phillip Tobin, propietario de la tienda de empeños H&B. “Entraron a robar tres veces. Hemos perdido más de 100.000 dólares en mercancías. La policía pasó por delante mientras nos saqueaban y todavía estoy esperando a que entren a saludar”. Tobin señala los gruesos ventanales nuevos, reforzados a su vez por los tablones clavados por fuera. “Portland era un lugar estupendo en el que vivir”.

Gente corriente que trabaja y paga facturas

En medio del ruido y la bronca, algunos habitantes nos recuerdan que la vida normal continúa. Que la turbulencia se da en barrios concretos y que no representa a la mayoría de los ciudadanos: esa gente corriente que trabaja, come, duerme y paga las facturas. Una masa discreta de la que nadie se acuerda, porque todo el mundo está mirando las pancartas y el boxeo callejero. El problema es que esta normalidad lleva ya unos años perdiendo terreno frente a la ira y las muchedumbres.

Según un sondeo de la Universidad de Maryland, la Universidad Estatal de Luisiana y los 'think tanks' New America, Hoover Institution y Hudson Institute, en Estados Unidos cada vez hay más gente predispuesta a la violencia política, tanto a la derecha como a la izquierda. Uno de cada tres electores, demócratas o republicanos, vería justificado llegar a las manos a raíz de las elecciones. Una proporción sin precedentes en la era moderna. Otro estudio independiente, del académico Peter Turchin, ha llegado a las mismas conclusiones por un camino distinto. Existe un clima nacional de enemistad y recelo, especialmente en Portland.

"No puedo expresar mi opinión sin represalias. Los carteles que los conservadores colocamos en nuestros jardines son robados o triturados"

“Me siento como una minoría odiada”, dice por teléfono James Buchal, presidente del Partido Republicano del condado. “No puedo expresar mi opinión sin sufrir represalias. Los carteles que los conservadores colocamos en nuestros jardines son robados o triturados. Mi cartel fue roto en pedacitos. Mis vecinos no me hablan”. ¿Y quién ha sido? “No lo sé, imagino que Antifa”, dice, en referencia al grupo de extrema izquierda que desde hace años participa en marchas y disturbios. “Pero el problema es que la cultura política local está muy alineada con Antifa”.

Voluntarios del Partido Republicano dicen ser objeto de hostigamiento. El 29 de abril del 2017, por ejemplo, tuvieron que cancelar su participación en el Desfile de la Avenida de las Rosas, un evento anual que celebra los pequeños negocios de este barrio de Portland. Los conservadores, con Buchal al frente, habían recibido todo tipo de amenazas violentas. La imposibilidad de celebrar actos públicos de forma segura hizo que el partido aceptara la ayuda que les venían ofreciendo dos de las milicias armadas del Oregón rural: los Oath Keepers y los Three Percenters.

placeholder Manifestación en favor de Trump este septiembre en Oregón. (Reuters)
Manifestación en favor de Trump este septiembre en Oregón. (Reuters)

Los republicanos dicen haberse encontrado entre dos opciones indeseadas. La primera, renunciar a participar en la vida política. Asumir el hecho de que son una minoría con apenas un 13% de los votantes locales y dedicarse a otra cosa. O la segunda: aceptar la ayuda de estos grupos armados. “El Partido Republicano aprobó una resolución”, explica James Buchal. “No teníamos problema en aceptar la seguridad de gente que tuviera un certificado oficial para ello”.

Las capas de la República de Weimar

¿Cómo ha llegado Portland, esa ciudad floreciente y amable, a convertirse en una mini-República de Weimar? Su problemática tiene varias capas, que podemos ir atravesando como si hundiéramos la cuchara en un grueso pastel. En la superficie tenemos la ciudad 'hippie-hípster' por excelencia. A la derecha del río Willamette se multiplican las tiendas vintage y los restaurantes veganos, las clínicas de reflexología e hipnoterapia, los eco-techos y el olor a incienso. Antes de que la kombucha se pusiera de moda en Brooklyn, los vecinos de Portland ya la producían en barreños. Las propias casas abanderan esta forma de vida: detestan la autoridad. El musgo se propaga libre por las escaleras y los helechos gigantes tapan las fachadas.

Se suele decir que Portland es “el lugar al que los jóvenes vienen a jubilarse”, y es cierto. Cuando uno se cansa de trabajar en Los Ángeles o en San Francisco, dice la leyenda, viene a Portland a montar el negocio de sus sueños: un gimnasio de yoga o un taller de cerámica, una librería feminista o una empresa digital que pueda gestionar dando sorbitos a un té orgánico producido por una marca independiente.

placeholder Una calle de Portland. En la parte superior, un par de juguetes sexuales cuelgan de los cables de tensión. En 2015, cientos de dildos aparecieron de esa guisa en toda la ciudad. (Reuters)
Una calle de Portland. En la parte superior, un par de juguetes sexuales cuelgan de los cables de tensión. En 2015, cientos de dildos aparecieron de esa guisa en toda la ciudad. (Reuters)

Por debajo de esta capa, sin embargo, los ingredientes del pastel son mucho más agrios. Oregón esconde una historia de racismo duro. Una larga tradición de supremacismo blanco que se mantuvo hasta mediados del siglo XX y que sigue vivo bajo la superficie, como si fuera una red de alcantarillas. Oregón fue considerado en su día la “última frontera” de EEUU, un lugar al que los emprendedores llegaban en busca de la utopía. Algunos de estos pioneros resultaron ser los supremacistas blancos del sur, que, al perder la Guerra Civil, se mudaron a los suculentos parajes del Noroeste pensando en crear un oasis de la raza aria.

La cultura de frontera... blanca

“La población negra fue excluida del estado durante mucho tiempo”, dice Alexander Reid Ross, profesor de la Universidad Estatal de Portland y experto en grupos de extrema derecha. Hasta 1926, los afroamericanos simplemente no tenían derecho a residir en Oregón. Estaba prohibido por ley. Los pocos que había por aquí tenían que recibir entre 20 y 39 latigazos cada seis meses hasta que se marcharan a otra parte. Las turbas justicieras, típicas de la “cultura de frontera”, se cercioraban de ello.

“En Oregón el Ku Klux Klan no era tan violento, pero sí más prevalente. Tenía el segundo mayor número de miembros per cápita del país”, continúa Ross. “El Klan tocó una fibra de los oregonianos. Eran los guardianes de una especie de fraternidad. Había millones de ellos, marchaban en las calles, se reunían con el alcalde... Eran extremadamente poderosos aquí”.

Los encapuchados cayeron en desgracia a mediados de los años veinte, cuando su líder asesinó a una trabajadora del sexo. Pero el racismo continuó y adoptó una nueva forma: la simpatía por los regímenes de Hitler y Mussolini. “Unos cuantos organizadores de derechas trataron de crear sus propios grupos, pero lo que los unió fue el movimiento fascista de 1935. Las Camisas Plateadas y la Liga Germano-Americana trabajaron juntos”, dice el profesor. Los sueños de gloria, sin embargo, les duraron poco. Los oregonianos que apostaron por el fascismo fueron políticamente destruidos cuando EEUU se metió en la Segunda Guerra Mundial.

placeholder Protestas en Portland este mismo 29 de octubre. (Reuters)
Protestas en Portland este mismo 29 de octubre. (Reuters)

El progresivo cambio que haría de Portland el actual bastión izquierdista comenzó en los años sesenta, cuando los líderes locales, habitantes de una ciudad cada vez más urbana y cosmopolita, abrazaron la lucha por los derechos civiles. Sus decisiones cambiaron el rumbo, y Portland comenzó a echar arena sobre su pasado racista.

Aun así, la ciudad sigue siendo hoy una de las más blancas de Estados Unidos, lo cual inspira la sorna de su pequeña población afroamericana. Una broma habitual estos días es que los blancos echan a los negros mediante el proceso de gentrificación y luego los reemplazan por carteles de Black Lives Matter. “Así es como sabes dónde viven los blancos”, dice la militante “abolicionista” Amber Boydston. “Si tiene un cartel de BLM en el jardín, lo más probable es que sea un blanco que ha desplazado a un negro, y lo que les suelo decir es: nos podéis devolver la casa, entonces”.

Una broma habitual es que los blancos echan a los negros mediante la gentrificación y luego los reemplazan por carteles de Black Lives Matter

Activistas como Boydston, que circula con un megáfono y asesora a las instituciones de Portland sobre cómo pueden los blancos “interrumpir internamente los espacios en los que continúan la antinegritud y la supremacía blanca, perpetuando sistemas de opresión”, han tenido un rol clave en las protestas. Y llevan tiempo alertando sobre el abuso policial y sobre la presencia de extremistas entre las fuerzas del orden.

"Manzanas podridas"

El ayuntamiento ha investigado las relaciones de algunos agentes con grupos de extrema derecha, como Patriot Prayer o Proud Boys. Existen pruebas de colaboración entre la policía y los radicales para tenderle trampas a Antifa, o para concentrar el uso de la fuerza policial en la izquierda. Un agente ha sido grabado saludando a un extremista con un gesto particular de camaradería. Un capitán, Mark Kruger, colocó unas placas en un parque de Portland que honraban a soldados nazis caídos en la guerra. Tras ser disciplinado, Kruger recuperó su puesto y su sueldo.

La presencia del pasado racista, que seguiría resistiéndose a morir, asomando las uñas por entre los recovecos de Portland y manteniendo al menos siete grupos racistas y neonazis en el estado, no es el único elemento que explica las tensiones políticas. Si continuamos avanzando con nuestra cuchara, la siguiente capa sería quizás la más importante: la geografía.

Paradoja geográfica y poder

Oregón está dividido por la cordillera de la Cascada, una cadena montañosa que parte el estado en dos regiones muy distintas: Oregón del oeste y Oregón del este y el sur. El Oregón del oeste está en la costa del Pacífico. Sus precipitaciones son abundantes, su vegetación frondosa, su suelo rico y fértil, y sus ciudades prósperas. Oregón del oeste cuenta con las ciudades más pobladas, urbanas y liberales.

Luego, al otro lado de la cordillera, está Oregón del este y del sur. Allí no suele llover, ya que las nubes se apelmazan y se rompen contra la cadena montañosa. Esta parte de Oregón es una región interior, más seca, más pobre y más rural. Una serie de condados que no han experimentado los cambios de Portland o de Eugene y que siguen siendo, como solía ser todo Oregón, muy conservadores.

Líderes como la gobernadora, ecologista, lesbiana y representante de Portland, aplican sus políticas progresistas en las zonas rurales conservadoras

La paradoja es que, de los 36 condados que forman Oregón, solo ocho tienen mayoría demócrata. Pero son estos ocho condados, dado su peso demográfico (Portland y su periferia acogen el 60% de la población), quienes dominan el Congreso estatal y la gobernaduría. En otras palabras: líderes como la gobernadora, Kate Brown, ecologista, lesbiana y representante de Portland, aplican su visión y sus políticas progresistas, sus limitaciones a la contaminación, su protección de las tierras y sus códigos políticamente correctos, en las zonas rurales y conservadoras.

Resultado: los condados campestres de Oregón han desarrollado la mayor concentración de milicias y grupos radicales de Estados Unidos. Formaciones que giran en torno a los intereses rancheros y madereros, algunas de ellas secesionistas, y que desde hace años desafían la autoridad, ocupan edificios públicos o van a provocar a Portland: a meter en cintura a esos intelectuales New Age que les han arruinado la vida.

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“Oregón no se suele ver como un estado clave, pero tiene muchos más incidentes de combates reales entre la izquierda y la derecha”, dice el profesor Reid. “Ningún lugar se acerca en términos de intensidad y frecuencia”. En concreto, Oregón ha sufrido, según la contabilidad de Reid, 84 ataques ultraderechistas desde finales de mayo. Más que ningún otro estado de Estados Unidos.

Esta atmósfera venenosa se está comiendo el bipartidismo. En 2019, varios congresistas republicanos decidieron no acudir al Capitolio estatal para no firmar una nueva ley ecológica. La gobernadora Brown amenazó con enviarles a la policía. “Mande solteros y que vengan bien armados”, respondió el senador Brian Boquist. El grupo de los Three Percenters, naturalmente, ofreció su protección al republicano.

La polarización no funciona solo hacia un lado, y la izquierda también ha ido radicalizándose. Los miembros de Antifa, aunque no reconocen su afiliación, pero que obviamente son Antifa, estudian el perímetro de las protestas completamente vestidos de negro, con casco, máscara de gas y un pinganillo para coordinarse con sus compañeros. Otro grupo, llamado J.U.I.C.E., una especie de fuerza de choque de Black Lives Matter, despliega a sus hombres armados y vestidos casi como SWAT. Se los puede ver patrullando, comunicándose por radio, en las concentraciones.

placeholder Contramanifestantes de izquierda radical, en una protesta de extrema derecha en Portland en 2018. (Reuters)
Contramanifestantes de izquierda radical, en una protesta de extrema derecha en Portland en 2018. (Reuters)

Como sucede a la derecha, estos grupos enmascarados son emulsiones del clima político, las espinas que les han salido a los progresistas; testimonio de su entrega a la ira y a la paranoia y de su necesidad de protegerse. La ciudad está llena de historias de personas que han aparcado su vida para dedicarse a la revolución, como si estuviéramos en la Rusia de 1917. En la calle, los vecinos se arremolinan en torno a los grupos activistas. Forman círculos y escuchan todo tipo de testimonios dramáticos; la crónica de un país, por lo que dicen, a punto de convertirse en “una dictadura totalitaria fascista” bajo el “presidente del Klan”, Donald Trump.

La ciudad está llena de historias de personas que han aparcado su vida para dedicarse a la revolución, como si estuviéramos en la Rusia de 1917

El republicano James Buchal asegura que Portland vive desde hace años un proceso de fanatización izquierdista. Un ciclo que empezaría en la escuela primaria y que luego se ramificaría por los hogares y las instituciones. “El sistema escolar está muy radicalizado”, dice Buchal. “Utilizan técnicas maoístas con los niños. Los hacen sentarse en círculo y les invitan a expresar sus sentimientos acerca de un mundo apocalíptico, del cambio climático, de la cultura de las armas. Les enseñan teorías del racismo sistémico, donde cualquier desigualdad es explicada en función de la raza”.

A la 'intelligentsia' de Portland ya no solo le preocupan los ultraderechistas. Kerry Tymchuk, director del Oregon Historical Society, confiesa su perplejidad ante el ataque sufrido a principios de octubre. Una turba de unas cien personas derribó las estatuas de los presidentes Theodor Roosevelt y Abraham Lincoln, frente al museo que dirige Tymchuk. Luego reventaron dos ventanas de las instalaciones y arrojaron dentro una bengala, como tratando de prenderle fuego.

placeholder Agentes de policía responden en una protesta en Portland este septiembre. (Reuters)
Agentes de policía responden en una protesta en Portland este septiembre. (Reuters)

“No recibimos amenazas, nadie nos advirtió”, declara Tymchuk. “No tengo ni idea de por qué fueron a por nosotros. Es muy desafortunado”. Recorriendo los pasillos del museo, es imposible entender cómo alguien puede considerarlo de algún modo racista o colonialista. Los indígenas aparecen minuciosamente honrados desde la primera sala. “El museo es muy inclusivo. Hemos sido elogiados como líderes en el esfuerzo de contar la verdad de la historia: lo bueno y lo feo. No hay duda de que Oregón tiene historia fea y hemos sido muy abiertos al respecto”.

'Doxing' y caza de brujas

La labor periodística en esta situación es incómoda. Mucha gente es reacia a hablar y quiere ver todo tipo de identificaciones, tu página web, tu cuenta de Twitter. Es una consecuencia del miedo y de lo que llaman 'doxing': hay provocadores que se dedican a colgar en las redes sociales los datos personales, como la dirección o el número de teléfono, de quienes consideran sus enemigos políticos. Enemigos que luego sufren campañas de acoso y reciben amenazas de muerte.

Andy Ngo, autoproclamado “bloguero independiente”, se ha convertido en el experto del 'doxing'. Su cuenta de Twitter está llena de fotos y direcciones de periodistas, profesores o militantes de la izquierda; luego los Proud Boys se presentan en sus casas o los atacan en los bares de Portland, guiados a veces por el propio Ngo. En 2019, miembros de Antifa le dieron a Ngo dos puñetazos y le tiraron por encima un batido de coco. Ngo hizo un vídeo cubierto de leche, aumentó sus seguidores en Twitter, que ya rondan los 800.000, y se convirtió en el mártir oficial de la derecha. Hasta el senador Ted Cruz le dedicó unas palabras. El pasado agosto, Ngo testificó ante el Congreso acerca de los peligros de la izquierda radical.

Los manifestantes acusan a la policía de Portland de estar del otro lado, del lado conservador. La mayoría de ellos proceden de otros condados, y su afinidad al alcalde, Ted Wheeler, es más que dudosa. El demócrata llegó a ser gaseado por los agentes que él mismo dirige. Su tos y sus ojos llorosos, grabados por las cámaras, le ganaron el apodo de 'Tear Gas Ted'. En Portland, se dice que el regidor tiene miedo del departamento. El pasado septiembre, Wheeler anunció que prohibía el uso de gas lacrimógeno por parte de la policía local. Pero las nubes tóxicas, que pudren árboles y forman charcos verdes, siguen llenando las noches.

placeholder Agentes federales, entre nubes de gas lacrimógeno, en Portland este julio. (Reuters)
Agentes federales, entre nubes de gas lacrimógeno, en Portland este julio. (Reuters)

El presidente de EEUU, Donald Trump, conocía las desavenencias entre las fuerzas del orden y los representantes electos de Portland, y en julio mandó agentes federales a defender de los disturbios el edificio de la Corte Federal de Justicia. Los agentes, que procedían, entre otros cuerpos, de la Patrulla Fronteriza, no tenían experiencia en el control de multitudes. Los hombres del presidente dispararon balas de goma y latas de gas lacrimógeno directamente sobre la gente, fracturándole el cráneo a uno de los manifestantes, y metiendo a los sospechosos en furgonetas sin insignias identificativas, pese al amplio rechazo de los líderes electos de Portland.

“El Gobierno federal me disparó”, dice Alan Summerhill, predicador itinerante, y me enseña la abolladura que el proyectil dejó en su camioneta. La bala, probablemente de plástico, atravesó el cartel que decía “Biblias gratis” y dejó en la puerta un hoyuelo con la profundidad de una goma de borrar. Summerhill dice que en el momento del ataque había dos personas tratando de saltar la valla, pero que la multitud estaba contenida, y que la reacción policial no tenía justificación.

Foto: Kyle Rittenhouse, el menor de 17 años que mató a dos personas e hirió a una tercera durante los disturbios.

Los 140 días de protestas han consolidado la relación entre la policía y los manifestantes, que se han convertido en una especie de pareja de baile. El Confidencial asistió a uno de estos bailes frente al cuartel de la policía migratoria, ICE. Los izquierdistas se presentaron puntuales, sobre las nueve de la noche, vestidos de negro, con cascos, máscaras de gas y globos plateados. Uno golpeó con su monopatín los tablones que tapiaban las paredes del edificio, como para indicar que habían llegado. Una voz fría y metálica sonó de los altavoces, invitando a la protesta a que se congregase en las aceras para no bloquear el tráfico frente al edificio.

Pero todos sabíamos lo que iba a pasar. Los agentes no tardaron en salir ni cinco minutos, disparando sus bolas de pimienta contra el suelo, esparciendo nubecillas de polvo irritante. “¡Putos nazis! ¡Putos animales!”, gritaban los manifestantes. Y así empezó la danza y contradanza; los agentes avanzaban, luego retrocedían y se metían en el cuartel. Los manifestantes les lanzaban pelotitas de plástico. Los agentes volvían a salir. Y así sucesivamente. “¡Tenéis niños en celdas! ¡Putos monstruos!”. En la segunda salida la policía tiró gas lacrimógeno, que llenó la calle en unos segundos. La parte blandita de la manifestación, aquellos que más bien habían ido a mirar, sin cascos ni máscaras, decidieron que era el momento de irse.

Así fue cómo Portland, en Oregón, nos ha mostrado lo que podría ser de este país en caso de que el volumen de la política siga subiendo. Porque ya es ensordecedor. Pero siempre puede volverse un poco más insoportable.

Seamos sinceros: existe la posibilidad de que Estados Unidos descienda a algún tipo de tumulto. Al menos es lo que piensan los miles de negocios que ahora mismo contratan seguros millonarios, o los propios votantes: convencidos en su inmensa mayoría de que el candidato rival amañanará las elecciones. Es lo que piensan los altos funcionarios, los estados y los analistas, que temen una “guerra civil de baja intensidad”. Así que la imaginación vuela por terrenos sombríos: si llegamos a ello, ¿qué ocurriría? ¿Por dónde se rompería el consenso? ¿Cómo reaccionarían los votantes, los políticos? En realidad, si uno quiere imaginarse tal paisaje, no tiene que elucubrar ni hacer cábalas. Porque ese paisaje ya existe: se llama Portland.

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