robablemente, tus libros de historia no te contaron nada de Henry Wallace. Tampoco es de extrañar. Wallace tuvo un discreto papel secundario como vicepresidente en el tercer mandato de Franklin D. Roosevelt (1941-1945). Pero podría haberte cambiado la vida.
Wallace, un granjero periodista de Iowa con una ideología liberal bastante excéntrica para los estándares de la época, estaba destinado a ser presidente. Roosevelt, gravemente enfermo, se estaba lanzando a un cuarto mandato que pocos creían que pudiera completar. El vicepresidente sería clave. Como la cúpula del Partido Demócrata no podía controlar a Wallace, maniobró para quitárselo de encima pese a que su popularidad entre las bases era del 65% frente al 2% de su contrincante, según un sondeo de la encuestadora Gallup. ¿A quién fue a recaer la nominación? Al hombre que terminaría cambiando el mundo.
Harry S. Truman, un senador de Missouri sin experiencia en política exterior, que nunca había soñado con los mármoles de la Casa Blanca y se conformaba con jugar su papel en la engrasada maquinaria del partido. El resto es, literalmente, la Historia: Roosevelt murió en abril de 1945 en los últimos compases de la Segunda Guerra Mundial y Truman se convirtió en el 33º presidente de EEUU. Manejado por los halcones del Departamento de Estado, acabaría dando luz verde a las bombas de Hiroshima y Nagasaki y aplicando la llamada ‘doctrina Truman’ ante el auge soviético que encorsetó durante generaciones la narrativa geopolítica en una lucha definitiva entre el bien y el mal. ¿Era la Guerra Fría inevitable?
Algunos historiadores afirman que Roosevelt tenía un complejo plan sobre cómo gestionar la relación con Stalin y que Wallace estaba más en sintonía con esa visión. ¿Le habría dado un final distinto a la guerra? ¿Habría forjado una relación diferente con Moscú? Quién sabe. No hay moraleja en esta anécdota, pero sí un paradigma de cómo en determinados contextos extraordinarios de crisis global, las decisiones de una sola persona tienen efectos impredecibles sobre el futuro de todo el planeta. Y esa persona, en la historia contemporánea, suele ser el ocupante del Despacho Oval.