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Estados Unidos vive un clima de 'caza de brujas'. Este es su origen
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Monocultivo ideológico en la Ivy League

Estados Unidos vive un clima de 'caza de brujas'. Este es su origen

Estados Unidos se asemeja estos días a un de campo de minas. La esfera pública ya no es un ágora, el lugar en que se dialoga y se dan opiniones

Foto: Activistas en la 'zona ocupada' de Seattle. (EFE)
Activistas en la 'zona ocupada' de Seattle. (EFE)

Estados Unidos se asemeja estos días a un campo de minas. La esfera pública ya no es un ágora, el lugar en que se dialoga y se dan opiniones, sino más bien una valla electrificada a la que es mejor no acercarse. La película que se proyecta en la sala 1, aquella donde están los votantes progresistas, se ha recrudecido, y junto a las marchas contra la brutalidad policial y el racismo, apoyadas por una mayoría de norteamericanos, están apareciendo peligrosos brotes de intolerancia.

El antirracismo se ha convertido en un dogma. Dicho así, nada que objetar. Cualquier movimiento que vaya en contra de esta actitud injusta y despreciable, que tanto daño ha hecho y sigue haciendo a día de hoy a tantas personas de color, sobre todo afroamericanas, es bienvenido. Pero me gustaría incidir en la palabra 'dogma'. La diferencia entre un movimiento y un dogma es que, en el dogma, la más mínima sospecha se convierte en condena. No existe la presunción de inocencia, la “duda razonable”, como diría Henry Fonda en '12 hombres sin piedad'.

Foto: Un coche de policía, delante de la puerta del hotel Trump en Washington. (Reuters)

Por ejemplo. Emmanuel Cafferty, un empleado de la San Diego Gas & Electric, fue grabado haciendo casualmente el símbolo de OK: cuando uno hace un círculo con el pulgar y el índice y estira los otros tres dedos. El típico gesto para indicar que algo ha salido bien. Cafferty lo hizo distraídamente, mientras conducía la camioneta con el logo de su empresa. Otro conductor lo vio, lo grabó y colgó el vídeo en Twitter. Dos horas después, Cafferty recibió una llamada de su jefe.

Resulta que ese símbolo, que Cafferty había hecho sin darse cuenta, con el brazo colgado de su ventanilla, había sido adoptado por la extrema derecha racista de internet. Al estirar los tres dedos, se forma una W, la inicial de 'white supremacy', supremacismo blanco. Docenas de indignados llamaron a la empresa de Cafferty pidiendo el despido del empleado supuestamente racista. Y así fue. Cafferty perdió su empleo. A pesar de que, además, es latino. “Si fuera un supremacista blanco, literalmente tendría que odiar el 75% de mí mismo”, dijo a Yascha Mounk en 'The Atlantic'.

Mounk recoge otros casos, como el de David Shor, empleado de la consultora progresista Civis Analytics. Shor compartió en Twitter un estudio de 2017 según el cual las protestas pacíficas, en los años sesenta, habían tenido mejores réditos electorales para los demócratas que las protestas violentas. Shor mencionó este estudio, cuyo autor es afroamericano, para aportar al debate de estos días. Pero no acabó de cuajar en Twitter. ¿Acaso estaba Shor afeando las protestas por la muerte de George Floyd? Menos de una semana después, Shor había perdido su trabajo.

Foto: La pareja que sostenía sus armas durante la protesta contra el alcalde de San Luis. (Daniel Shular)

Lo mismo ha sucedido en los medios de comunicación. El reportero Lee Fang, del portal The Intercept, cometió el error de citar a un señor afroamericano cuestionando la lógica de Black Lives Matter. “¿Por qué la vida negra solo importa cuando la quita un hombre blanco?”, se preguntaba el entrevistado. Era una duda que ni siquiera expresaba el periodista, sino una de sus fuentes. La acusación de racismo contra Fang vino de una compañera de redacción, Akela Lacy, y fue seguida por una campaña de acoso en Twitter. Por parte, sobre todo, de otros periodistas.

Caza de brujas y el crimen sin cometer

Los casos de Cafferty, Shor y Fang, entre otros, encajan en la descripción de la 'caza de brujas' que hizo el filósofo Émile Durkheim. Su desgracia empezó por una nimiedad, la tormenta se desencadenó de golpe y sin aviso, y nadie, o casi nadie, se atrevió a defenderlos. Shor y Fang, además, acabaron pidiendo disculpas públicamente por un crimen que, en realidad, no habían cometido.

Situaciones más conocidas se han dado en 'The New York Times', a raíz de la columna de opinión de un senador llamando a desplegar el ejército contra los disturbios (una postura respaldada por el 52% de los estadounidenses). El jefe de Opinión que la encargó, James Bennett, fue obligado a dimitir. En el 'Philadelphia Inquirer', un titular desafortunado (“Los edificios también importan”) causó la rebelión de 40 empleados y acabó con el despido del editor, Stan Wischnowski, después de 20 años de trabajo.

La cuestión racial se ha abierto en las empresas, los vecindarios y las administraciones, y es objeto de conversación en las familias. No todos los casos son iguales. Hay empresas en que, efectivamente, se dan culturas racistas y tóxicas y donde se intentan emprender acciones para cambiarlo. El racismo es una realidad en Estados Unidos: se refleja en los ingresos, la educación o el tratamiento policial. Pero la fe en un mundo mejor no puede llevarse por delante la dignidad, el honor y el sustento de personas inocentes, y poner en peligro la libertad de expresión.

Ortodoxia intelectual en la Ivy League

El miedo a ser condenado es real, pero ¿quién es el juez? ¿Dónde está el tribunal y en qué cámara delibera el jurado? Decir 'las redes sociales' es demasiado vago. Quizá nos ayude mirar allí donde parece que se ha originado esta corriente de asfixia. Los lugares en los que este mismo clima de ortodoxia intelectual gana terreno desde hace años: muchas de las universidades de Estados Unidos.

En 2018, el abogado Greg Lukianoff y el psicólogo social Jonathan Haidt publicaron un libro titulado 'The Coddling of the American Mind' ('El consentimiento de la mente estadounidense'), en el que alertaban sobre un rápido incremento de la intolerancia en los campus universitarios. El texto describe la proliferación de intentos, por parte de los estudiantes, de bloquear la entrada al campus de conferenciantes y panelistas, porque, en algún momento de sus vidas, habían dicho o hecho algo que no se ajustaba a los altos estándares de los alumnos.

Según FIRE, el grupo que dirige Lukianoff y que vigila el respeto a la libertad de expresión en las universidades, entre 2000 y 2018 hubo 379 iniciativas para cancelar invitaciones a hablar en el campus, sobre todo desde 2013. Casi la mitad de estas peticiones tuvieron éxito: los conferenciantes fueron desinvitados. Del resto, un tercio fue presa de la protesta y el boicot. Varias veces, de manera violenta.

placeholder Estudiantes protestan por la muerte a manos de un policía del afroamericano Michael Brown. (Reuters)
Estudiantes protestan por la muerte a manos de un policía del afroamericano Michael Brown. (Reuters)

También observaron un aumento de las peticiones de colocar 'trigger warnings', avisos para no herir la sensibilidad de los alumnos, en textos que pudieran provocar reacciones traumáticas en quienes hubieran padecido racismo o misoginia. Obras como 'El gran Gatsby', 'Miss Dalloway' o 'Matar a un ruiseñor' pasaban a ser agresores potenciales a la integridad de los jóvenes.

Lukianoff, que reconoce haber padecido depresiones durante una parte de su vida, observó que los alumnos mostraban un comportamiento propio de los depresivos. Muchos de ellos caían todo el rato en el catastrofismo, describiendo cualquier menudencia como si fuera un desastre irreparable, o practicaban el pensamiento binario: dividían el mundo en buenos y malos, inocentes y culpables, víctimas y verdugos. Los servicios psicológicos de las universidades, además, no daban abasto con las peticiones de ayuda.

Los autores del libro llegaron a lo conclusión de que los métodos de crianza contemporáneos, basados en la sobreprotección parental, la exigencia académica desde una edad muy temprana y el abuso de las redes sociales habían creado una remesa de jóvenes dependientes e infelices, con índices de ansiedad, depresión y hasta de suicidio mucho más altos que los de las generaciones anteriores.

Foto: Protestas contra el racismo en todo el mundo. (EFE)

Monocultivos de la izquierda identitaria

La entrada a la universidad de la llamada generación Z, a partir del otoño de 2013, no solo no ayudó a mitigar estos problemas sino que los magnificó. Los campus de Estados Unidos, sobre todo en las regiones costeras progresistas, parecían tener la estructura perfecta para exacerbar y justificar con una narrativa política las aprensiones de los jóvenes.

Una razón, según Haidt y Lukianoff, es que las universidades de este país, donde un año de matrícula cuesta de media más de 30.000 dólares, tratan a los alumnos cada vez más como si fueran clientes: gente a la que mantener contenta para que no se lleve su dinero a otra parte. Otra, que las administraciones tienen mucho cuidado a la hora de contradecir a un alumno, por miedo a todo tipo de problemas legales.

Pero, sobre todo, según diferentes sondeos y las investigaciones de Samuel J. Abrams, se ha dado una progresiva ideologización de las universidades. Desde hace unas tres décadas, los campus, sobre todo en las regiones costeras, se habrían convertido en monocultivos de la izquierda identitaria. Ambientes académicos dominados por una ortodoxia, donde las voces conservadoras se han ido apagando.

Foto: Dos personas disfrazadas de 'Zwarte Piet' (Pedrito el Negro). (EFE)

Después de la Segunda Guerra Mundial, según los escasos estudios de la época, la ratio de profesores progresistas frente a conservadores era aproximadamente de dos contra uno. Una proporción normal, teniendo en cuenta que, en campos relacionados con la enseñaza, las artes y las humanidades, suele primar la opinión progresista (a diferencia, por ejemplo, de en la medicina, las finanzas o el ejército).

Los profesores de aquella época eran, en su gran mayoría, hombres blancos y veteranos de guerra. Pero se acabaron jubilando, y entregaron el testigo a la siguiente generación. A diferencia de sus mayores, la generación del Baby Boom no se había educado bajo el fuego de las playas de Normandía o la isla de Okinawa, sino en la lucha por los derechos civiles, la revolución sexual y de la igualdad y las protestas contra la Guerra de Vietnam. El campus viró aún más a la izquierda.

Este proceso se ha acelerado. Según los datos del Higher Education Research Institute, en 2014 había seis docentes progresistas por cada docente conservador en las universidades de EEUU. Una proporción mucho mayor en humanidades y ciencias sociales (17 contra uno en psicología, en 2017) y aún más en las selectas universidades de Nueva Inglaterra, cuna de las élites de la Costa Este. Aquí la proporción, dicen los números de 2014, es de 28 contra uno.

En 2014, en las universidades de EEUU había seis docentes progresistas por cada conservador

Muchas facultades se habrían convertido en parroquias izquierdistas, donde la sana tensión entre diferentes posturas habría sido reemplazada por la malsana tensión de la ortodoxia. Haidt y Lukianoff, que se identifican abiertamente como progresistas, constatan la prevalencia de la filosofía marcusiana (por Herbert Marcuse, que enseñó en Columbia y Harvard, entre otras universidades) en muchos de los departamentos de ciencias sociales. Una visión agónica del mundo en la que varios grupos se pelean por el control de los recursos. Antes, en su dinámica de burgueses y proletarios; ahora, en un país más diverso, en su dinámica racial y de género.

Esta visión identitaria, que se ha ido abriendo paso hacia los medios de comunicación y la opinión pública, habría probado ser un adictivo elixir a la edad de 18 años. “Ocurre una cosa curiosa cuando coges a seres humanos jóvenes, cuyas mentes han evolucionado para la guerra tribal y el pensamiento de nosotros/ellos, y llenas esas mentes con dimensiones binarias”, dijo Haidt durante una conferencia en 2018. “Les dices que, en cada binario, un lado es bueno y el otro es malo. Enciendes sus antiguos circuitos tribales, preparándolos para la batalla. Muchos estudiantes lo encuentran excitante. Los inunda con una sensación de significado y finalidad”.

Lo que vemos ahora mismo en Estados Unidos podría ser una extensión de esta filosofía. Como si la ortodoxia hubiera estado saliendo, año tras año, de los campus y se hubiera incorporado a las empresas, los medios de comunicación y las grandes fundaciones. Ahora, un comunicado tibio descabeza una fundación y acaba con denuncias al “genocidio de la gente negra” a manos de la policía, los creadores piden perdón por no haber buscado la proporción aúrea de diversidad en una serie de hace 25 años, los actores ya solo doblarán dibujos animados de su etnia, hay series canceladas, películas anotadas y estatuas derribadas, como si todas las arrugas de la realidad tuvieran que ser planchadas en la búsqueda del paraíso.

Foto: Oficiales de policía en Nueva York, durante las protestas por la muerte de George Floyd. (Reuters)

Algunos autores ven en estas acciones la dinámica opuesta a la del movimiento por los derechos civiles de los años sesenta, que trataba de ensalazar la experiencia común en lugar de las diferencias. La “resistencia no violenta no está dirigida contra los opresores, sino contra la opresión”, escribió Martin Luther King en 1958, como cita Coleman Huhges. “Bajo su bandera se enlistan las conciencias, no los grupos raciales”.

Hay que escuchar a Haidt y no caer en el pensamiento binario. Las protestas de las últimas semanas gozan de fuerte apoyo, no solo entre la izquierda identitaria, y su incansable presencia en las calles está dando resultados. Los inflados departamentos de policía, que se llevan hasta un 40% del presupuesto de algunas ciudades y que tienden a ver los problemas desde el punto de vista de la pistola y el coche patrulla, se van a reformular, y hay heridas que se están cerrando.

Los directores de la película que se proyecta en la sala 2, donde están los espectadores conservadores, caricaturizan los episodios universitarios y muestran la izquierda a través del prisma de su minoría más radical. Algunos provocadores expertos han tratado de hablar, estos sí racistas, en las universidades, y la elección de Donald Trump en 2016 vino acompañada de un aumento de las agresiones xenófobas y de una mayor influencia de los grupos extremistas.

Y entre todos, como colocados con el LSD de la discordia política, confirmando nuestros prejuicios y odiando los prejuicios del contrario, nos vamos deslizando hacia las latitudes más oscuras.

Estados Unidos se asemeja estos días a un campo de minas. La esfera pública ya no es un ágora, el lugar en que se dialoga y se dan opiniones, sino más bien una valla electrificada a la que es mejor no acercarse. La película que se proyecta en la sala 1, aquella donde están los votantes progresistas, se ha recrudecido, y junto a las marchas contra la brutalidad policial y el racismo, apoyadas por una mayoría de norteamericanos, están apareciendo peligrosos brotes de intolerancia.

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