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El regreso de Kolo Fekitoa a 'Ata, la isla desierta donde naufragó 50 años antes
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FUE UNO DE LOS SEIS NÁUFRAGOS DE TONGA

El regreso de Kolo Fekitoa a 'Ata, la isla desierta donde naufragó 50 años antes

Cautivado por la historia, el español Álvaro Cerezo logró dar con el náufrago en 2015. Pese a estar enfermo de cáncer, su deseo era volver a la isla donde sobrevivió durante 15 meses en 1966

Foto: Fekitoa, con la isla de 'Ata al fondo. (Fotos: Álvaro Cerezo)
Fekitoa, con la isla de 'Ata al fondo. (Fotos: Álvaro Cerezo)
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En la mañana del 22 de febrero de 2015, Álvaro Cerezo y Kolo Fekitoa pusieron pie en ‘Ata, una isla volcánica deshabitada que se erguía como un negro colmillo en mitad del Pacífico Sur. Habían llegado a su destino después de día y medio de viaje desde Nuku’alofa, la capital de Tonga, situada a 160 kilómetros. Desde la orilla donde amarraron la chalupa, ambos contemplaron la marcha del viejo pesquero humeante que Cerezo había contratado para que les abandonara en la isla.

Era la primera vez en ‘Ata para este aventurero malagueño, pero no para Fekitoa. El tongano —que por entonces tenía 67 años y padecía una enfermedad intestinal que más tarde se reveló como cáncer colorrectal en fase terminal— ya había pasado 15 meses en la isla casi medio siglo antes, en 1965.

placeholder Cerezo y Fekitoa, en el pesquero que les llevó hasta 'Ata.
Cerezo y Fekitoa, en el pesquero que les llevó hasta 'Ata.

Su historia ha reflotado recientemente gracias al periódico inglés 'The Guardian', que ha narrado en un artículo las peripecias de Fekitoa y otros cinco adolescentes tonganos, que en un ‘remake’ real de la novela ‘El Señor de las Moscas’, de William Golding, lograron sobrevivir a base de pescado crudo, agua de coco, sangre y huevos de gaviota antes de ser rescatados por Peter Warner, un pescador australiano que al ver a los chicos semidesnudos que se le subían al barco pensó que había descubierto una tribu paleolítica nunca antes identificada.

La historia de estos chicos con la isla, sin embargo, no terminó en 1966. Gracias al tesón de Cerezo, cautivado por esta historia desde que la escuchó por primera vez años atrás, uno de esos chicos perdidos pudo volver a ser un náufrago en la isla. Esta vez, voluntariamente y 50 años más tarde.

Fue, prácticamente, su último deseo.

La llegada a Tonga

"Era una de mis historias favoritas desde joven porque eran los últimos náufragos que quedaban en el mundo", dice Cerezo, que lleva desde los 19 años —ahora tiene 39— recorriendo el mundo en busca de islas desiertas, primero por vocación y luego como negocio para su empresa Docastaway, una particular agencia de viajes que lleva a turistas pudientes a sentirse náufragos durante días o semanas.

placeholder 'Ata, la isla más al sur del archipiélago de Tonga.
'Ata, la isla más al sur del archipiélago de Tonga.

Atraído por este modo de vida y los pintorescos personajes que lo frecuentan, entre tabernas y hostales de mochileros, del archipiélago de Yaeyama hasta la selva vietnamita, los oídos de Cerezo siempre han estado abiertos para una buena historia sobre personas que de repente abren los ojos sobre la arena de algún islote remoto.

"Me la contó un amigo australiano al que le encantan las historias de náufragos, me ha proporcionado historias fascinantes del Pacífico que nunca habían trascendido Oceanía y llegado a Europa", recuerda. Lo malo es que la mayoría de estas leyendas tenían siglos, remontándose hasta la época del Capitán Cook, pero la historia de los seis náufragos de Tonga era distinta... porque era contemporánea.

"Náufragos así ya no quedan", resume.

Cerezo encontró y leyó con sumo interés el libro ‘La isla desnuda y otros cuentos de los mares del Sur’, escrito por el periodista australiano Keith Willey en 1970, pocos años después de aquel increíble episodio. Una noche, Kolo y cinco amigos más de una pandilla con fama de macarras robaron un pesquero en Nuku’alofa con la intención de llegar hasta la costa oriental de Australia —a más de 3.000 kilómetros en línea recta— pero se quedaron dormidos a bordo, les sorprendió una tormenta y vagaron durante ocho días por alta mar. Finalmente, su barco encalló contra las rocas de una isla desconocida, rodeada de abruptos acantilados y coronada con un tupé selvático.

Sin saber si lograría encontrar a alguno de los supervivientes de aquel naufragio, el explorador español llegó a la isla de Tongatapu en octubre de 2014, seis meses antes de lograr emprender su expedición. Nuku’alofa es la única ciudad de esta monarquía polinesia, regentada desde 1845 por la dinastía del actual rey Tupou VI.

Habían pasado muchos años. Algunos se acordaban de la historia, pero no de los nombres o de los detalles concretos. Preguntando a los vecinos, pronto descubrió que la mayoría de aquellos náufragos habían formado parte de la diáspora tongana y ahora vivían en Australia, Nueva Zelanda o Estados Unidos.

Pero al fin, tras tres semanas de pesquisas, alguien le condujo hasta la casa del único de los chicos —hoy sexagenarios— que todavía vivía en Tonga.

Entrevistas con Kolo

Cuando Cerezo conoció a Kolo Fekitoa, lo encontró ya enfermo y postrado en la cama. Cada día durante un mes, el malagueño fue a visitarlo para entrevistarle sobre su aventura. "Me sentaba a su vera en la cama, horas y horas con la grabadora. Fue un mes intensivo de memorizar", recuerda. "Él tenía que hacer esfuerzos para acordarse de algunos detalles, pero se quedaba dándole vueltas y me los contaba en los días siguientes".

placeholder Cerezo entrevista a Kolo Fekitoa en su cama.
Cerezo entrevista a Kolo Fekitoa en su cama.

Fekitoa hablaba el inglés justo para comunicarse con él. Se había labrado una cierta fama como músico y tenía un carácter bohemio. "Se casó con cuarenta y pico años, lo cual para Tonga es sorprendente, era una persona muy libre", dice Cerezo. Sus vecinos y hasta su propia hija desconocían que, de joven, el hombre había sobrevivido durante meses en una isla desierta.

Ambos conectaron y, pese a la enfermedad, un fuego dentro de Fekitoa comenzó a avivarse. "Yo al principio pensaba en ir a la isla solo", explica Cerezo. "Le notaba muy feliz de ver que alguien hubiera venido tan lejos para conocerle. Cuando le comentaba que quería ir a la isla, a él se le ponía una sonrisa. Le preguntaba, '¿te gustaría venirte?', y me decía, 'me encantaría, pero estoy enfermo'… Y así empezó el plan".

Tramando el regreso

Logísticamente, llegar a un país extranjero gobernado por un monarca autócrata insular y exigir permisos para viajar hasta su isla más remota acompañado por un ciudadano local con una enfermedad terminal no parece un plan sencillo. Las autoridades locales temían, en primer lugar, que Cerezo pudiese poner en 'Ata una bandera y declarar suyo el islote, igual que les pasó en 1972 cuando un millonario de Las Vegas quiso crear un estado libertario en el atolón Minerva y el rey Tupou IV tuvo que enviar al ejército para anexionar a Tonga aquella República de Minerva.

Tampoco ayudaba que lo hiciera además con un individuo autóctono enfermo de cáncer con la excusa de cumplir un supuesto deseo final. Si algo le pasaba a Kolo Fekitoa durante aquel trayecto, Cerezo podía dar por hecho que sus huesos pasarían varios años en la prisión de Hu'atolitoli. Aun así, nada le garantizaba que fuese a lograrlo. Durante semanas visitó a distintos funcionarios en edificios diferentes. Todo se demoraba por el relajado estilo de vida polinesio. Al principio les ofreció ir hasta 'Ata en una patrullera del ejército de Tonga, pero se negaron a cooperar.

Si algo le pasaba a Kolo Fekitoa durante aquel trayecto, Cerezo podía dar por hecho que sus huesos pasarían varios años en la prisión

Mientras tanto, trató de ampliar la tripulación. "Una vez decidimos que volveríamos a la isla conseguí los teléfonos de Mano Totau y los otros náufragos", explica. El más cercano, Totau, se había hecho inseparable del capitán Warner y vivía en Brisbane. "El barco no era barato, así que, ya que hacía esa inversión en tiempo, dinero y energía, cuantos más pasajeros mejor… pero ninguno de ellos estuvo interesado en volver a la isla, solamente Kolo".

Para entender la admiración que Cerezo sentía por estos tonganos hay que pensar en lo que supone ser un náufrago actualmente. Él lo ha sido y ha llevado a mucha gente a pasar temporadas solos en una isla desierta de Indonesia o el Caribe. Pero ellos siempre han sabido que van a volver, y, sobre todo, han sabido que van a ir: se han preparado mentalmente y materialmente para la experiencia, han estudiado la isla en mapas y calculado los recursos, agua o comida que necesitaban llevar.

Encontrar una isla por la que no pase ningún pescador durante un año y medio hoy en día es casi imposible

"Hoy en día es muy difícil encontrar una isla tan aislada como para que no haya pescadores", explica. En sus viajes, emplean seguridad o contratan vigilantes para que se aposten en otras islas e impidan, precisamente, que ningún pescador se acerque y arruine la experiencia solitaria del aventurero de turno. "Encontrar una isla por la que no pase ningún pescador durante un año y medio hoy en día es casi imposible, tendrías que irte a un lugar tan recóndito que te lleve cuatro o cinco días en barco desde un país del Pacífico: incluso por 'Ata hoy debe pasar uno cada dos o tres meses, pero en el año 1965 no había tantos barcos".

Fekitoa, Totau y su pandilla eran solo un grupo de ingenuos adolescentes que, de repente, se vieron abocados a sobrevivir como fuera. Nadie les dijo cómo comer, de dónde beber o dónde era más seguro dormir. Nadie les advirtió que, algún día, un barco aparecería y los llevaría de vuelta a casa cuando incluso sus funerales habían sido celebrados hace meses. Para el empresario malagueño, poder sobrevivir durante unos días junto a un maestro de la supervivencia —y, además, en su isla— era la experiencia más auténtica a la que podía enfrentarse, y bien valía meses de penurias administrativas en la isla de Tongatapu o, incluso, exponerse a una condena penitenciaria con tal de haber podido perderse unos días junto a lo que él llama "un náufrago verdadero".

placeholder La isla de 'Ata en toda su inmensidad.
La isla de 'Ata en toda su inmensidad.

Para colmo, la particular ubicación de 'Ata la hacía especialmente improbable para ser transportados hasta allí. Apenas había barcos lo suficientemente grandes como para llegar hasta allí, casi todos los pesqueros hacían pesca de proximidad. Además, es la más meridional del archipiélago de 177 islas que compone el Reino de Tonga, lo que significa que casi todas las campañas pesqueras se hacen habitualmente hacia el norte, que es donde hay más islas y, por tanto, posibilidades de pescar.

"Encima, no se atrevían a aterrizar en la isla porque allí había muerto gente en años pasados: un pescador, un militar..." precisa. "No hay una playa a la que llegar, y como esté el mar movido, aterrizar en 'Ata es muy, muy peligroso. Por eso también sigue desierta".

Por fin, Cerezo logró convencer a un pescador a cambio de 5.000 pa'anga —el dólar tongano, equivalente a casi 2.000 euros— para que los dejara en 'Ata en su camino hacia el Arrecife Minerva y los recogiera a su vuelta, diez días más tarde.

La anhelada salida tuvo que posponerse en un par de ocasiones por los altibajos en la salud de Fekitoa. Pero un día de finales de febrero los astros se alinearon.

Así es la isla

La única forma segura de poner pie en ‘Ata es a través de una pequeña abertura en la pared de roca situada al noroeste de la isla. "Pero solo si el viento es suave y viene del sureste", aclara Cerezo. "Si el viento viniese de cualquier otro lado no se podría aterrizar".

Tuvieron que hacer noche en el barco por ese motivo, pero la mañana del 2 de marzo la meteorología los acompañó y ambos exploradores pudieron acceder por el océano en calma y amarrar la barquita en la playa rocosa.

Es el mismo acceso que el capitán Thomas McGrath empleó en 1863. Amarró el Grecian, su barco ballenero, frente a las costas rocosas e invitó a los moradores de la isla —se calcula que vivían allí unas 300 personas— a entrar al barco para contemplar los tesoros que acumulaba en sus bodegas e intercambiarlos a cambio de comida o productos locales. Los isleños acudieron ávidos, incluso a nado, hasta el buque. Pero antes de que se dieran cuenta, las compuertas se cerraron y los varones de ‘Ata acabaron siendo vendidos como esclavos para trabajar en las minas del Perú.

El rey Tupou I ordenó entonces rescatar a las mujeres, niños y ancianos que quedaban en la isla y reubicarlos, por lo que ‘Ata quedó desierta durante al menos un siglo. Hasta que, en 1965, el infortunio llevó hasta allí a Kolo y sus compañeros.

placeholder Lugar por el que llegaron a 'Ata.
Lugar por el que llegaron a 'Ata.

El plan inicial de Cerezo para pasar allí las nueve noches que había pactado con el pesquero era imitar —a escala— el periplo de los adolescentes. En su momento, los chicos pasaron los tres primeros meses durmiendo cerca del lugar en que su barco había quedado inservible. En su inocencia, no querían apartarse mucho de la playa para poder localizar a algún barco, pero con el tiempo fueron perdiendo la esperanza y comenzaron a adentrarse en la isla.

Concretamente, su siguiente campamento estuvo en una cueva que había un poco más arriba. Según le contó Fekitoa, allí los jóvenes tonganos aprendieron a hacer fuego —una hoguera que les llevó tres meses y medio encender— y para su sorpresa, encontraron huesos humanos. Estos restos, según han descubierto arqueólogos neozelandeses, pertenecían a los aborígenes que habitaban 'Ata hasta ser derrotados por Motuapuaka, el jefe del linaje que se estableció en la isla a partir del siglo XVII y hasta ser abducidos por los esclavistas 200 años más tarde.

placeholder Croquis hecho por Cerezo de la ruta desde la playa hasta la meseta superior.
Croquis hecho por Cerezo de la ruta desde la playa hasta la meseta superior.

Aproximadamente los últimos 10 meses de su estancia los pasaron en la selvática meseta superior, donde se encuentran los restos de la aldea de Kolomalie, el único asentamiento de la isla. A día de hoy, algunos de los muros de piedra volcánica construidos hace muchas décadas resisten ocultos entre la vegetación. Los árboles también habían tapado los caminos trazados por los antiguos habitantes de 'Ata, así que solo había una forma de acceder hasta allí: arrastrarse penosamente bajo la maleza durante más de un día.

De nuevo, un niño

Álvaro Cerezo estaba preocupado. ¿Hasta qué punto había animado a su nuevo amigo a hacer aquel viaje en su frágil estado? ¿Era posible que sus ganas de vivir aquella aventura hubieran nublado su buen juicio y obviado las muchas señales de advertencia? Le había prometido que si sufría alguna recaída le colocaría en la tienda de campaña y cuidaría de él, ¿pero no estaba exponiendo al tongalés a un sufrimiento ciertamente evitable? Todas estas preguntas rondaban su cabeza mientras se acercaban a 'Ata.

Le había comprado a Kolo Fekitoa unas zapatillas de deporte para que pudiera caminar más grácilmente por las rocas. En cuanto se posaron en los cascotes, el tongano desapareció a toda velocidad. Tras haberlo conocido postrado en una cama y haber temido tanto este momento, el aventurero malagueño flipó. "Parecía como si de repente hubiera vuelto a ser un niño", recuerda.

placeholder Fekitoa y Cerezo, desde el lugar al que llegaron a la isla.
Fekitoa y Cerezo, desde el lugar al que llegaron a la isla.

Él tenía que cargar con las bolsas de equipaje de ambos. El plan para ese primer día era desplazarse desde el punto de llegada hasta el lugar donde encalló el barco de los adolescentes en 1965. Fekitoa le esperaría justo allí.

En la cara norte de la isla, pero más al este, se extendía frente a la orilla una laguna costera separada del océano abierto por un arrecife de coral. Es un sitio en apariencia tranquilo para acceder a la isla, pero al mismo tiempo suponía una trampa para barcos.

En teoría, no había más de un kilómetro y medio, pero la 'playa' estaba compuesta por rocas enormes que se habían ido despeñando de las paredes del acantilado. Cerezo tuvo incluso que dejar atrás los bidones con agua para poder avanzar. "Algunas rocas eran tan altas que tenía que lanzar las bolsas por encima para luego trepar yo". La roca volcánica, además, estaba caliente y le dejó manos y brazos llenos de cortes. En total, le llevó todo el día recorrer esa distancia y cuando volvió a ver a Kolo ya estaba atardeciendo.

placeholder La laguna costera donde los chicos estrellaron el barco en 1966.
La laguna costera donde los chicos estrellaron el barco en 1966.

El hombre estaba sentado en una roca, asando tres pájaros que había capturado él mismo. En aquel momento, todas las preocupaciones y ataduras mentales de Cerezo se desvanecieron. ¡Sí, Kolo Fekitoa estaba gozándolo! "Ahí me di cuenta de que nos íbamos a hinchar a pájaros".

Para sorpresa del aventurero malagueño, las aves de la isla de 'Ata estaban tan deshabituadas a la presencia del hombre que atraparlas resultaba muy sencillo. Los observaban como si fueran vacas y, directamente, no huían de sus nuevos depredadores.

Problemas en el paraíso

Pese a la docilidad de su principal sustento alimenticio, ambos sabían bien que la comida es solo el menor de los problemas de un náufrago. "Yo he estado en muchas islas desiertas ya, sé buscarme bien la vida para encontrar de comer, y por si acaso alguna vez he echado una bolsa de arroz", dice el aventurero. Pero el agua sí es un problema, y esta vez no calcularon bien la cantidad necesaria.

También contaban con una extensión de cocoteros, quizá estimulada por la imaginación adolescente de los náufragos. O puede que el número de árboles de esta especie simplemente se desplomara una vez la isla se vació de personas que se preocuparan de estimular su cultivo. El caso es que apenas encontraron unos cuantos cocoteros sueltos en toda la isla, claramente insuficientes para aplacar su necesidad de líquido.

Por suerte para ellos, los aborígenes que habitaron 'Ata hace siglos habían construido un sistema de rocas cóncavas para recoger el agua de las lluvias tropicales que de vez en cuando golpeaban la isla. Funcionaban mucho mejor una vez retiraron de la superficie los restos arbóreos y excrementos de pájaro que la recubrían, pero aún no había llovido y a esas alturas no estaban para exquisiteces así que Cerezo empleó una pajita para sorber el agua sucia de los charcos que se habían formado entre las raíces de un baniano y luego la compartió con su compañero.

placeholder Piedra para recolectar agua.
Piedra para recolectar agua.

El entusiasmo juvenil de Kolo no podía ocultar el hecho de que estaba deshaciéndose por dentro, y especialmente los últimos días ya no tenía la misma cara. Pese a lo paradisíaco de la situación, 'Ata es una de las islas más duras que Cerezo haya experimentado. Llegar hasta la meseta donde estaba la aldea derelicta les llevó dos días de caminata, escalando y arrastrándose bajo la densa vegetación.

Encontraron hallazgos como la roca donde los chicos tonganos dibujaban un palito por cada día que pasaba. La idea era poder identificar los domingos, día de descanso tan sagrado en Tonga que ni siquiera los barcos son acogidos en el puerto. Sin embargo, pronto dejaron de dibujar estos palitos, sencillamente porque se les había acabado la roca.

placeholder Agua en una de las rocas tras la lluvia.
Agua en una de las rocas tras la lluvia.

Pese a tener apenas 300 metros de altura, el camino hasta la cima de 'Ata es implacable. Solo podían ascender agarrándose a los árboles que brotaban en la pendiente. En todo este tiempo Fekitoa le contó al español muchas historias. Como por ejemplo, cuando construyeron una barca con maderas varias. Les llevó una semana hacerla. "En el fondo, Kolo y sus amigos pensaban que estaban al norte de su isla, cuando en realidad estaban al sur", explica el malagueño. "Así que un día, al detectar viento en la dirección hacia la que deseaban ir, cargaron en la barca unos cuantos cocos y plátanos y salieron a la mar". Por suerte para ellos, el viento volvió a atraerles en dirección a la isla y a estrellar la barca contra las rocas.

"Eso, paradójicamente, les salvó", admite Cerezo. "Si el viento hubiese ido en la otra dirección se habrían embarcado en una dirección hacia la que no hay nada salvo la Antártida a miles de kilómetros".

Construyeron una barca para escapar de la isla pero se estrellaron. Por suerte. De lo contrario habrían acabado en la Antártida

Los adolescentes, y el propio Kolo lo reconocía, no eran muy listos. "We didn't have a good mind", le decía a Cerezo en su funcional inglés. Pero sobrevivieron.

Tras un par de días de penurias, llegaron a la cima de la meseta y al antiguo asentamiento. "Se le llama Kolomaile Village porque era donde vivían los antiguos colonos", aclara Cerezo. "Pero apenan se apreciaban evidencias de ese pueblo excepto la roca que recolectaba agua".

Allí arriba estaba aún la olla, construida por los antiguos moradores de 'Ata y que los adolescentes habían usado cincuenta años antes. Cerezo la rescató y donó a un museo de Nueva Zelanda. Cuando finalmente se instalaron en la parte de arriba de la isla, Kolo Fekitoa y sus amigos debieron pensar que iban a seguir viviendo allí para siempre, o al menos durante muchos, muchos años más.

placeholder Olla usada por los náufragos adolescentes y construida por los aborígenes de 'Ata.
Olla usada por los náufragos adolescentes y construida por los aborígenes de 'Ata.

En esos diez meses, convertidos ya en los nuevos aborígenes de 'Ata, los jóvenes se construyeron arcaicas raquetas para jugar al bádminton y otros instrumentos. Se repartieron las tareas de cultivo, establecieron atalayas para otear el horizonte desde las cuatro esquinas más altas de la isla. Kolo se construyó una rudimentaria guitarra con medio coco, un trozo de madera que le servía como mástil y unos alambres que recuperó del barco naufragado y enroscó haciendo trastes.

Aquella primera guitarra la rescató y todavía conserva otro de los seis náufragos, pero durante el último viaje a la isla de 'Ata Kolo Fekitoa volvió a construir un instrumento similar.

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Cincuenta años antes, con aquella primitiva guitarra, este bohemio personaje había compuesto una canción en tongano, que los chicos cantaban en las largas noches de 'Ata, y que decía:

Esta es la historia de esta isla

Una isla donde es tan difícil llegar

Esta isla tiene dos montañas que dan miedo

Si doy un mal paso caeré al océano

Aquí las fechas son desconocidas

Lágrimas y lágrimas son mi único sustento

Es mejor para mí morir y descansar eternamente

Que sentirme solo en esta isla desconocida

Estoy llorando desde el desierto

Y no tengo esperanza aquí

Pero le he pedido a Dios que calme mis penas

Tras el milagroso viaje a 'Ata, Álvaro Cerezo se encontró con el historiador neozelandés Scott Hamilton en una taberna, pidieron unas cervezas y allí contó esta leyenda contemporánea por primera vez. Todavía tenía la piel quemada, las extremidades magulladas y las palmas de las manos en carne viva. Se había despedido de Kolo Fekitoa con un abrazo frente a su casa. Ambos sabían que no habría una próxima vez.

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Un día de 2017, su teléfono sonó y un pariente del tonganés que vivía en Australia le llamó para comunicarle la triste noticia. Durante estos años le dio vueltas a la cabeza sobre cuál era la mejor forma de contar lo que había vivido. Siempre es difícil poner las emociones en palabras, o en imágenes.

Ahora, el resurgir de la historia de los seis náufragos de Tonga ha devuelto vívidamente a la memoria de Cerezo el recuerdo de aquellos días de aventura.

En la mañana del 22 de febrero de 2015, Álvaro Cerezo y Kolo Fekitoa pusieron pie en ‘Ata, una isla volcánica deshabitada que se erguía como un negro colmillo en mitad del Pacífico Sur. Habían llegado a su destino después de día y medio de viaje desde Nuku’alofa, la capital de Tonga, situada a 160 kilómetros. Desde la orilla donde amarraron la chalupa, ambos contemplaron la marcha del viejo pesquero humeante que Cerezo había contratado para que les abandonara en la isla.

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