Salir del franquismo y acabar bajo Maduro: los emigrantes españoles en Venezuela
Muchos de aquellos que vinieron al país durante la posguerra tienen que tomar hoy una decisión crítica: ¿seguir en un sitio donde la vida es insostenible o regresar a España sin nada?
“Ondiñas veñen, ondiñas veñen, ondiñas veñen e van, non te embarques rianxeira que te vas a marear”. El público ronda los 80 años, canta y acompaña las gaitas, la pandereta y el tambor. Cuando el espectáculo termina, todos se sientan para comer hallaca, ensalada de gallina, pernil y pan de jamón, el plato navideño venezolano. En el centro de día Santiago Apóstol, en la Hermandad Gallega de Caracas, los abuelos hacen su almuerzo de Navidad. Una de las conversaciones se repite en cualquier mesa del país: recuento de quiénes se han ido, quiénes se van. La diferencia es que ellos ya migraron hace más de 50 años desde España y eligieron Venezuela para tener un futuro mejor. Y, a su edad, hay otra arista de la conversación: quiénes quieren irse y no pueden.
Llegó en 1957 tras los pasos de su hermano desde Lalín (Pontevedra) después de pagar 4.000 pesetas por un pasaje y de 15 días viendo agua y delfines. Manuel González quiso volverse cuando desembarcó en La Guaira. “Eso parecía un desierto comparado con mi tierra. Pero me quedé y a los tres meses ya estaba de carpintero. Ganaba mucho más que las 50 pesetas que me daban por 10 horas en España. Aquí había de todo... Ahora no hay nada”.
A sus 80 años, Manuel duda entre irse y seguir en Venezuela. “No puedo darle una patada a mi trabajo”. También se preocupa por un terreno. “A quién se lo vendo, no hay quien lo quiera como está la cosa”, dice. Eso es parte de lo que le ata. “Y que aquí está el mejor clima del mundo, eso me tranca bastante para irme, porque imagina después de este clima de calor el invierno duro de Galicia. Y bueno... Aquí tengo amigos, amigas... Y una amiga con derechos”, confiesa con una risa socarrona después de una larga charla. Gallego al fin.
Durante el franquismo fueron muchos los españoles que eligieron a Venezuela como destino. En su mayoría, primero los hombres en busca de trabajo. Era común que después llegaran las mujeres, con las que se habían casado a través de un poder. Así le pasó a Salomé García (91 años), que llegó en el año 51 desde San Sebastián después de pasar por el altar con un señor que no era su marido. Ella no se quiere ir pero va a probar durante dos meses en Miami, donde está su hijo.
Ángela Sánchez (81 años) salió de Pontevedra en 1963. Pero no fue siguiendo a un marido. “No me casé hasta el 82. No quería, siempre fui muy libre”. Empezó a trabajar como interna en una casa y en menos de tres meses ya había pagado a su hermano la deuda de 12.000 pesetas del pasaje de barco. “Podíamos vivir bien, muy bien”.
Hace 18 años que su marido Severino murió. Ella se quedó en Caracas con una sobrina y, a pesar de que dice que con la última reconversión económica “no nos quedó nada en el banco”, no piensa en regresar. “Allí viviría arrimada, aquí soy independiente. Luego está el clima de Galicia, pero también la gente. Aquí son más cariñosos, abiertos. Uno es de aquí”, remarca con un acento que devela su raíces.
La octava isla
“Te dibujo en un papel pintando sombras al mar, nube que me vio nacer también me viste marchar”. Suenan guitarras, laúd, bandurria, timple. En el Hogar Canario de El Paraíso (Caracas) celebran a la Virgen de Guadalupe, patrona de La Gomera. Después de comer paella, abuelos, padres y niños se arremolinan en torno a los músicos que quedan de la rondalla. Aquí los acentos se diluyen entre los que nacieron en las Canarias y los que lo hicieron en la “octava isla”, el nombre cariñoso con el se conoce a Venezuela en el archipiélago. La mayor parte de migrantes que, tras la guerra, llegó de Europa a este lugar del Caribe, fueron canarios.
Ahora, el viaje lo están haciendo de regreso. Son los migrantes retornados. Según la Consejería de Empleo y de Seguridad Social de España en Venezuela, 18.516 personas han acudido a sus oficinas para pedir información para ser migrante retornado en lo que va de año. En este mismo tiempo se han dado 4.160 adveraciones favorables. En 2015 fueron 832.
“La vida es un tango”, concluye Aristeo Díaz (77 años) después de hacer un rápido repaso mental a su vida. “Mi papá se vino porque quería mejorar, como todos los que vinieron para acá. Vivíamos bien, teníamos de todo. Y ahora, mis hermanos murieron por faltarles la pastilla para la tensión”.
Llegó en el barco Montserrat en 1959, en una travesía en la que estuvo dos días en altamar accidentado. Ha trabajado toda su vida en la impermeabilización de edificios. No es ajeno a lo que aquí se llama “la situación país”, una suerte de eufemismo que engloba “todo” lo que pasa. “Hace 3 meses me secuestraron y me robaron la camioneta. Me han robado ya 4 veces. Yo ya no tengo miedo, tengo precaución”. No ha pensado en volver. “No me queda ninguna familia en Tegueste (Tenerife). Pienso más en irme con mis hijos a Estados Unidos, pero no me gusta, allí nadie tiene contacto, a mí me gusta hablar con la gente”.
Antonia Chinea (78) no esconde su angustia por la situación económica que vive en Venezuela. “Es doloroso ver cómo hemos luchado por este país con empeño y admiración, cómo llegamos con ilusión y que hayamos llegado a esto. Y ahora, que tengamos que ver a nuestros hijos y nietos irse. Es como estar en el infierno. Quien se puede ir, se va al cielo en vida”. Ella se queda porque no tiene cómo mantenerse en España.
Un pie en cada país
Después de que sonara Rianxeira y otras canciones típicas gallegas, el coro de mujeres del centro de día Santiago Apóstol ha tenido su actuación en el almuerzo navideño. Al terminar, se juntan en la misma mesa para comer sus hallacas. Ríen y echan sus cuentos de cómo llegaron a Venezuela, cómo a la mayoría los maridos les escribían cartas. “En aquellos tiempos había esos amores”, dice Julia Marina Rodríguez (81, Lugo).
“Yo soy de Santa Cruz de Tenerife, apúntalo bien”, dice Conchita Martín, una enérgica mujer de 84 años que llegó a Venezuela en 1954. Su padre migró en la década de los 30. Conchita tuvo hijos que se han casado con venezolanos, tiene nietos venezolanos, vive con una de sus hijas. Tiene toda una vida en Venezuela. Y una decisión que la parte en dos. “Quiero irme. Aquí no se puede vivir. Pero tampoco quiero obligar a mi hija a que se venga conmigo. Es un problema. Solo tengo que agarrar la maleta y marcharme. Es por la tranquilidad”.
Ninguna de las mujeres de la mesa se quiere ir. “Pero la necesidad...”. Lo dicen todas al unísono, igual que hace un rato cantaron la que se sentía como la tonada más ensayada: “Y sin un día tengo que naufragar y un tifón rompe mis velas, enterrad mi cuerpo cerca del mar en Venezuela”.
“Ondiñas veñen, ondiñas veñen, ondiñas veñen e van, non te embarques rianxeira que te vas a marear”. El público ronda los 80 años, canta y acompaña las gaitas, la pandereta y el tambor. Cuando el espectáculo termina, todos se sientan para comer hallaca, ensalada de gallina, pernil y pan de jamón, el plato navideño venezolano. En el centro de día Santiago Apóstol, en la Hermandad Gallega de Caracas, los abuelos hacen su almuerzo de Navidad. Una de las conversaciones se repite en cualquier mesa del país: recuento de quiénes se han ido, quiénes se van. La diferencia es que ellos ya migraron hace más de 50 años desde España y eligieron Venezuela para tener un futuro mejor. Y, a su edad, hay otra arista de la conversación: quiénes quieren irse y no pueden.
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