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Atascos entre las llamas y rescates en yate: las horas más dramáticas de California
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siete horas de pánico hasta la autopista

Atascos entre las llamas y rescates en yate: las horas más dramáticas de California

Los incendios más destructivos de la historia del estado dejan 76 muertos y más de mil desaparecidos. Y lo peor es que, según los expertos, esto va a ser algo cada vez más rutinario

Foto: Una vivienda en llamas durante el incendio Woolsey en Malibú, el 9 de noviembre de 2018. (Reuters)
Una vivienda en llamas durante el incendio Woolsey en Malibú, el 9 de noviembre de 2018. (Reuters)

Levantarse un jueves cualquiera a las siete de la mañana en un día inusualmente oscuro. Asomarse por la ventana y ver un cielo cubierto de humo negro. Oler a fuego, encender la televisión o la radio, y empezar a recibir avisos de evacuación inmediata. En una escena sacada del arte medieval, donde los adjetivos dantesco o apocalíptico se quedan cortos, un interminable atasco de camionetas, autobuses y coches particulares flanqueados por las llamas avanzaban tortuosamente intentando salir de Paradise, un idílico pueblo en las faldas de la Sierra Nevada en el norte de California. Familias que han salido de casa con lo puesto, que atraviesan aparcamientos ardiendo; coches parados durante interminables minutos al lado de otros vehículos en llamas, sin saber si los cristales de las ventanillas cerradas aguantarán el calor. Siete horas de puro pánico hasta alcanzar la autopista 99 y salir del infierno. Momentos de heroísmo y también, como cuando alguien intentaba sin éxito incorporarse a la larga fila de automóviles atascados desde una calle lateral, de ese egoísmo primario que la condición humana produce en modo supervivencia.

La fecha del 8 de noviembre de 2018 pasará a los anales de los libros de historia en California. Igual que otras catástrofes del pasado, el incendio de Camp y el de Woolsey serán uno más en la larga lista de traumas colectivos, de esos de los que una sociedad espera aprender lecciones y evitar repeticiones. Pero ni Camp ni Woolsey serán los últimos incendios destructivos que California seguirá añadiendo a la lista. Las autoridades, los expertos y los responsables de emergencias hablan ya de un “new normal”, una nueva normalidad, de un futuro que parece inspirado en las películas futuristas y distópicas como Mad Max. Ausencia de lluvias, temperaturas cada vez más altas, vientos secos y rápidos del desierto, y una población acostumbrada a vivir diseminada en grandes extensiones de terreno, lejos de centros urbanos, son factores que aumentan los riesgos de futuros incendios cada vez más rápidos y más destructivos.

Foto: Un hombre camina entre los destrozos provocados por el huracán Michael en Florida, el 14 de octubre de 2018. (Reuters)

En la madrugada del jueves 8 de noviembre un foco de fuego comenzó a arder en las laderas de la Sierra Nevada, la cordillera que divide California del estado de Nevada, y el desierto de esa tierra prometida a la que se dirigían las caravanas de colonos y los buscadores de oro de mediados del XIX. La localidad de Paradise se situaba justo al final de la sierra, en un valle poblado en esa época, todavía a 200 kilómetros del Pacífico y de la zona de los viñedos. Tenía, como casi todos los pueblos de esa zona del norte de California, su museo de la Pepita de Oro y sus restaurantes rústicos con nombres típicos de la sierra como el “Oso Negro”. Era un lugar para vivir en plena naturaleza, entre coníferas, riachuelos y lagunas, un refugio perfecto para aventureros y amantes de la vida al aire libre. Familias con pocos recursos y jubilados se habían instalado en este bucólico pueblecito con un alto porcentaje de hogares para ancianos y campings de viviendas móviles.

Residencias como la de cuidados intensivos Cypress Meadows, con casi 100 pacientes con movilidad reducida, enfermos y convalecientes con demencia, donde los empleados se encontraron sacando de sus camas a los pacientes en las circunstancias más extremas, y tardaron siete horas en recorrer el trayecto hasta Chico, la ciudad más cercana, a 24 km. Un recorrido que suele llevar menos de media hora. Una huida de pesadilla, con ruedas pinchadas, flanqueados por edificios en llamas en un recorrido desesperadamente lento. Los 91 pacientes se han salvado milagrosamente, repartidos entre 15 residencias y dos hospitales.

placeholder Una fila de vehículos quemados en la carretera de Paradise. (Reuters)
Una fila de vehículos quemados en la carretera de Paradise. (Reuters)

Paradise ya no existe

Hoy Paradise no existe. En apenas cinco horas, el fuego acabó con una localidad de 50 kilómetros cuadrados, algo mayor que el municipio de Tres Cantos, en Madrid. A excepción de dos o tres casas cuyos ocupantes, sin tiempo de huir, fueron capaces de proteger de las llamas no sé sabe con qué combinación de perseverancia y buena suerte, no hay una zona del pueblo que haya quedado intacta a partir de la cual empezar a reconstruir. Entre las seis y media de la mañana, hora en que se calcula que comenzó el incendio, a unos 15 km del pueblo, y las siete de la mañana, cuando los residentes empezaron a huir por las cuatro carreteras posibles, en un proceso de evacuación largamente practicado en simulacros previos que nunca previeron un escenario como este, las llamas llegaron como un frente monolítico que todo lo engullía. Los equipos de emergencia han identificado 76 víctimas mortales, aunque hay más de 1000 personas desaparecidas muchas de las cuales se sospecha aparecerán bajo las cenizas. Se han quemado más de diez mil edificios, la mayoría viviendas, en una extensión de sesenta mil hectáreas. El incendio está contenido, una semana y media después de que empezara, en un 60% de su extensión. Hay más de 5000 bomberos y 24 helicópteros trabajando en la zona.

Siete horas después de que el incendio de Camp comenzara a arder en las inmediaciones de la sierra, otro incendio se declaraba a casi 700 kilómetros de distancia, en el sur del estado. En el lado norte de la autopista 101, que atraviesa Los Angeles en dirección noroeste, a través de los suburbios más y menos elegantes del condado de Los Ángeles, el incendio de Woolsey empezó a avanzar hacia el sur. Cruzó la autopista, y se cebó con las colinas del parque estatal de las Montañas de Santa Mónica, una extensión de cañones y carreteras escénicas plagada de ranchos y mansiones que ocupa esa franja de tierra hasta el mar. Malibú, Topanga, y otros municipios de esta joya de la costa sur, que la sequía de los últimos años había convertido ya en monte bajo prácticamente pelado, han sufrido la peor parte del incendio. El 85% del parque natural ha ardido. En medio del estupor de esta cadena de desastres (horas antes, en el mismo lugar de Los Ángeles, acababa de producirse otro de esos eventos traumáticos que cada cierto tiempo sacuden EEUU, un tiroteo masivo en un bar), al menos el incendio de Woolsey se declaró a mediodía, y las alertas de evacuación llegaron a tiempo. Hasta 250.000 personas salieron de sus casas apresuradamente para no volver en más de tres días. Más de la mitad no han vuelto todavía. Casi extinguido, el fuego ha arrasado cuarenta mil hectáreas. Tres bomberos y tres civiles han muerto. Y casi 2000 edificios han sido reducidos a escombros.

Foto: Los incendios en el sur de California calcinan miles de hectáreas. (Reuters)

Evacuados precipitadamente, muchos de los residentes de Malibú acabaron en playas como la cala de Paradise, en estado de shock, donde ciudadanos anónimos compartían sus testimonios en los medios locales junto a famosos como Martin Sheen, quien aprovechaba para avisar a su prole de que él y su mujer estaban sanos y salvos. Malibú mantuvo su peculiaridad dentro de la tragedia, con yates de millones de dólares trayendo agua y víveres a los desplazados que se vieron atrapados en las playas con la única carretera de salida, la autopista 1, cortada.

Ricos y pobres, anónimos y famosos, casas trailer y mansiones de decenas de millones de dólares. El horror de la desaparición completa de una comunidad empieza a formar parte de esa “nueva normalidad” californiana. Hace apenas un año, el incendio de Tubbs, hasta hace una semana el más destructivo de la historia de California, dejaba arrasadas casi 15 mil hectáreas en la zona de viñedos de Napa y Santa Rosa y borraba de la faz de la tierra barrios enteros como el de Coffey Park. Veintidós personas perdieron la vida. Cuando el subconsciente colectivo aun intentaba recuperarse del trauma, y del anterior record de víctimas (apenas dos meses después del incendio de Tubbs, el incendio Thomas, el más extenso de la historia de California, se cobraba la vida de 23 personas, 21 de manera indirecta cuando las fuertes lluvias posteriores provocaban avalanchas de barro en el barrio de Montecito), el incendio de Camp ha alcanzado un trágico récord más allá de los evacuados y de los hogares perdidos: es el más mortal de la historia del estado. En la lista macabra sigue un “pequeño” (20 hectáreas) incendio en el parque Griffith en Los Ángeles que, en los años 30, acabó con la vida de 29 personas.

placeholder Un grupo de bomberos trata de salvar varias viviendas durante el incendio en Paradise, el 9 de noviembre de 2018. (Reuters)
Un grupo de bomberos trata de salvar varias viviendas durante el incendio en Paradise, el 9 de noviembre de 2018. (Reuters)

Un cóctel explosivo

El trauma está demasiado reciente como para empezar a encontrar causas y responsabilidades. La investigación sobre los orígenes de ambos fuegos llevará meses. Sequía de larga duración. Vientos secos. Líneas de alta tensión antiguas, mal mantenidas, demasiado cerca de árboles muertos. En las primeras horas después del incendio de Camp, se habló de un incidente en un poste eléctrico cercano. La compañía privada Pacific Gas and Electric, responsable del suministro en el norte de California, ya ha avisado de que, si las investigaciones confirman que sus instalaciones han tenido algo que ver en los incendios de Camp o Woolsey, el potencial coste en responsabilidad civil de miles de millones de dólares superaría con creces su seguro y la abocaría a la ruina. Sus acciones en bolsa se han recuperado levemente después de una caída a principios de semana. El departamento de bomberos estatal, Cal Fire, llegó a la conclusión en sus investigaciones preliminares que 16 de los 18 fuegos que asolaron los condados de Napa y Sonoma hace un año, entre el 8 y el 9 de octubre de 2017 (uno de los cuales fue el de Tubbs), se originaron por chispas provenientes de líneas de alta tensión y otras instalaciones de la compañía eléctrica. La fiscalía ahora decide si la compañía es responsable criminal de esas muertes por negligencia.

Aunque el mal funcionamiento de una red eléctrica antigua y mal conservada no es la causa más frecuente de incendios en California (solo ha sido responsable de uno de cada diez incendios en el pasado), el presidente de la comisión californiana de suministro energético, Michael Picker, ya ha apuntado a la necesidad de un cambio radical en toda la red del estado, en vista de los cada vez más elevados riesgos de incendio que los vientos, la sequía y el calor suponen para California. Picker apuntaba a la necesidad de replantearse toda una serie de cosas en vistas de esta “nueva normalidad” que vive California. ¿Estaba Paradise construido demasiado cerca del bosque? ¿Están los bosques de la sierra nevada, como apuntó el presidente Trump en un twit desafortunado, mal gestionados? Los expertos conceden que las décadas de apagar los focos en la sierra, en lugar de permitir incendios controlados, y la ausencia de lluvias, están convirtiendo los bosques en pura gasolina para los vientos secos y cálidos que vienen del desierto: aunque, eso sí, la gestión depende del gobierno federal. Un 60% de los bosques de California, para ser más exactos, están bajo supervisión federal.

Foto: Kim Kardashian en una foto de archivo. (Getty)

En febrero de este año, una comisión estatal independiente (Little Hoover Commission) alertaba de la terrible situación de los bosques de la Sierra Nevada y de la necesidad de repensar de cero la gestión forestal. La introducción, leída tras el incendio de Camp, resulta escalofriante: tras advertir del peligro que suponen los 129 millones de árboles muertos (en parte por la sequía y en parte por un letal plaga de escarabajos), añade una frase premonitoria: “Los propietarios de viviendas rurales, en su mayoría jubilados y con pocos recursos económicos, tienen que gastar sus ahorros para cortar árboles muertos cerca de sus hogares. (…) La temporada de incendios se hace cada año más larga, los bosques están llenos de maleza, sin limpiar; los proveedores de energía no tienen suficiente presupuesto para retirar los árboles muertos pegados a sus cables de alta tensión. Las reservas de agua se agotan cada vez que hay que controlar un incendio”.

Uno de los posibles orígenes del nombre California es “horno caliente” ('calida fornax'). Es mucho menos poético que la versión más aceptada: que el nombre vino de la novela de caballería “Las Sergas de Esplandián”, referido a una tierra lejana y exótica habitada por amazonas. Pero seis siglos después de ser bautizada, los más pesimistas ven a California cada día más definida por el sentido literal de su nombre en latín.

Levantarse un jueves cualquiera a las siete de la mañana en un día inusualmente oscuro. Asomarse por la ventana y ver un cielo cubierto de humo negro. Oler a fuego, encender la televisión o la radio, y empezar a recibir avisos de evacuación inmediata. En una escena sacada del arte medieval, donde los adjetivos dantesco o apocalíptico se quedan cortos, un interminable atasco de camionetas, autobuses y coches particulares flanqueados por las llamas avanzaban tortuosamente intentando salir de Paradise, un idílico pueblo en las faldas de la Sierra Nevada en el norte de California. Familias que han salido de casa con lo puesto, que atraviesan aparcamientos ardiendo; coches parados durante interminables minutos al lado de otros vehículos en llamas, sin saber si los cristales de las ventanillas cerradas aguantarán el calor. Siete horas de puro pánico hasta alcanzar la autopista 99 y salir del infierno. Momentos de heroísmo y también, como cuando alguien intentaba sin éxito incorporarse a la larga fila de automóviles atascados desde una calle lateral, de ese egoísmo primario que la condición humana produce en modo supervivencia.

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