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“Ratas como gatos. Debo pagar para comer”: diario de un español en la prisión de Tánger
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Preso nº 76624: adicción, salafistas y fantasmas

“Ratas como gatos. Debo pagar para comer”: diario de un español en la prisión de Tánger

El vizcaíno Eduardo A. nos enseña las páginas de su diario, inédito hasta la fecha, donde relata la lucha contra la adicción y su paso por una de las peores cárceles marroquíes

Foto: La manos de Eduardo A., vizcaíno de 47 años, sobre su diario. (Martín Ibarrola)
La manos de Eduardo A., vizcaíno de 47 años, sobre su diario. (Martín Ibarrola)

En la prisión de Tánger, los privilegios se pagan con paquetes de Marlboro. A cambio de unos cigarrillos, los presos consiguen mejoras de celda, una televisión nueva, un móvil o incluso un cuchillo. Así lo relata Eduardo A., un vizcaíno de 47 años que en 2010 fue condenado a ocho meses por cruzar el estrecho con dos kilos de hachís en la maleta. Durante su sentencia, sobornó con tabaco a tres guardias diferentes a fin de eludir la censura penitenciaria y entregar a sus familiares las hojas de un extenso diario. Espoleado por la culpa y el ansia de redención, redactó 462 páginas sin párrafos y con perfecta caligrafía a las que El Confidencial ha tenido acceso en exclusiva.

“Eduardo no creció en una familia desestructurada. Recibió una buena educación, sabía jugar al futbol, era guapo y manitas, caía bien a la gente... Tenía muchas cosas a su favor. Pero la cagó”, relata por teléfono su hermana Vicky, una peluquera que todavía no entiende qué debilidad lo arrastró a las drogas. “Siempre fue presumido", sugiere. El segundo de cuatro hermanos demostró un gran talento para el interiorismo, comenzó a ganar mucho dinero y se aficionó a los excesos. Prostitutas de lujo, coches de alta gama, fiestas interminables y cocaína, mucha cocaína. Farla, grasa, alita mosca... Una adicción con nombres diferentes que acabó por arruinarlo. “Siempre le daremos nuestro apoyo, aunque seamos muy críticos. Edu nos hizo mucho daño. Se fue aislando con sus mentiras y sus líos y un día desapareció sin dejar rastro”.

"Solo daban palizas a los marroquíes. Creemos que tenían orden de no tocar a los extranjeros”

“Hice cosas que no habría imaginado en mis peores pesadillas. Y todo por la droga. Tenía una familia maravillosa, un trabajo con el que gané mucha pasta, unos amigos únicos… Era el gran Edu, el nano, el puto amo”, reconocía amargamente en una página del diario. Se refugió en la casa de un amigo. “Fue una época dura. Estaba arruinado y un waltrapa me ofreció hacer de mula entre Marruecos y Euskadi”. Aunque las autoridades persiguen ahora las lanchas y avionetas que atraviesan el estrecho a toda velocidad, todavía existe una importante red de silenciosos individuos que se tragan el alijo en el norte de África y lo cagan en la orilla meridional de Europa. En el caso de Eduardo, cobraba 1.500 euros por traer un par de kilos, con la estancia y los gastos del viaje pagados.

“La primera vez comí 200 bellotas y me metí dos bolas de 25 gramos por culo. Fue una experiencia tan desagradable que no volví a repetirlo. Decidí esconderlo en la maleta y echarle cara”. Este vizcaíno viajaba al país africano con la excusa de “visitar a una novia” y se alojaba durante una semana en un hotel cochambroso de Tetuán. Recogía la mercancía en pisos del extrarradio, en criaderos de cabras o incluso en las famosas fábricas de cannabis de Ketama. “El último día me llevaban a Tánger, compraba un billete de ferry a Tarifa, que es una ciudad más pequeña y menos vigilada, y me subía en un autobús dirección Algeciras. La tensión de los controles era insoportable y una vez pasada la frontera te venías abajo. Las cárceles españolas son un lujo, en comparación”.

Foto: Un guardia de seguridad patrulla el interior de la prisión tailandesa de Klong Prem, en Bangkok, en enero de 2013 (Reuters).
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El 12 de septiembre de 2010, durante el séptimo viaje, los gendarmes de Tánger descubrieron su treta. Había ocultado dos kilos y medio de hachís en el interior de unas falsas mancuernas. Fue encarcelado en la prisión civil de la ciudad, conocida como Satfilage, que entonces representaba el principal destino de los presos españoles. Un portavoz de Asuntos Exteriores del Gobierno de España indica que hoy en día este centro únicamente acoge 7 de los 86 reos nacionales que cumplen condena en todo Marruecos. El vizcaíno mandó una misiva a sus padres al poco de llegar, pero el correo debió de extraviarse y no alcanzó su destino hasta meses más tarde.

En octubre del mismo año, el alcalde de su municipio natal abordó a los padres de Eduardo, que llevaban dos años sin tener noticias de su hijo. “Ya sé dónde está”, debió decirles. El Ayuntamiento acababa de recibir una notificación del censo electoral con el remitente de la prisión. Ajeno a este acontecimiento, Eduardo se felicitaba a sí mismo por escrito el 8 de noviembre. “Zorionak, Edu. Ya tengo 40 años (…). Hoy también cumplo una semana sin comerme las uñas. He tomado la decisión de escribir otra carta a la familia, por mí que no sea, voy a insistir hasta dar con ellos”. Esa misma mañana, sus hermanas acudían a la cárcel con las respectivas parejas. “Aquel encuentro fue súper emocionante. Aunque no estaba planeado, cuadró con su cumple, fue una casualidad increíble. Él no nos esperaba. Lloramos muchísimo”, rememora Vicky. Eduardo retomaría la escritura del diario horas más tarde. "Si supierais lo que habéis hecho hoy, ¡me habéis devuelto las ganas de vivir!".

El móvil del salafista

Amnistía Internacional lleva años denunciando las irregularidades en las prisiones en Marruecos, que tilda de “extremadamente preocupantes”. “La mayoría de las agresiones denunciadas ocurren durante la detención policial. Muchas condenas se basan en confesiones realizadas sin la presencia de un abogado", explica la investigadora Yasmine Kacha. Beber forzosamente el orín de un policía, palizas en furgones de paisano, testimonios forzados… Un informe de la organización recoge 173 casos de malos tratos que presuntamente tuvieron lugar entre 2010 y 2014. Portavoces del Ministerio de Asuntos Exteriores han reclinado valorar el sistema penitenciario del país vecino, pero defienden “la fuerte labor de la asistencia consular”. “Hacemos un seguimiento personal de los 1.023 presos españoles repartidos por todo el mundo”. Eduardo asegura que durante su estancia "solo” daban palizas a los marroquíes, “creemos que tenían orden de no tocar a los extranjeros”.

“En una de las visitas, mi hermana llevaba pendientes nuevos y la mujer que nos registraba se los quitó. "For me, for me", decía. Lo denunciamos en la embajada, pero nadie nos hizo caso”, recuerda asqueada Vicky. Después de cada visita, la familia leía con preocupación los folios que llegaban desde 'la chambre'. “Somos seis personas en seis metros cuadrados y solo hay dos literas. Dormimos en el suelo y las cucarachas nos pasan por la cara. Hay ratas grandes como gatos, mugre por todas partes y la ducha es un tubo con agua fría. El olor es insoportable. Nos tenemos que pagar la comida y las medicinas con nuestro dinero”. Eduardo recibía entonces la ayuda que el Gobierno de España envía a los presos que cumplen condena en el extranjero. La cuantía depende del país y de la situación económica de cada reo. La suya ascendía a 100 euros, un lujo frente a sus compañeros marroquíes.

placeholder El diario Eduardo A., condenado a ocho meses por cruzar el estrecho con dos kilos de hachís. (M. Ibarrola)
El diario Eduardo A., condenado a ocho meses por cruzar el estrecho con dos kilos de hachís. (M. Ibarrola)

“Compré un teléfono a un preso de poder, uno de esos salafistas con barba. Allí todo funciona con Marlb…oro. Los guardias me dieron un cuchillo a cambio de dos paquetes, les caía bien y soy bueno comiendo la cabeza a la gente. Ellos no sabían qué iba a hacer con ese cuchillo y tampoco les importaba. Calenté el filo en la cocina, tallé un hueco en la suela de mis Nikes y escondí el móvil. La recompensa merecía el riesgo. Me volví un zorro de prisión”. Eduardo realizaba mil flexiones cada dos días, logró la confianza de guardias y convictos y practicó su cara de "hijo de puta peligroso”.

Así sobrevivió a los ocho meses de condena. Después, volvió a sus viejos hábitos y a punto estuvo de cavar su propia tumba. Son los acordes graves de una vida que ahora parece haber alcanzado su punto de inflexión. Eduardo A. lleva un año y medio limpio y cuando le den el alta en Gizakia, antiguo Proyecto Hombre, piensa continuar como voluntario. Durante su internamiento en la comunidad terapéutica que gestiona esta fundación en Gordexuela conoció a Sor Berta. “Ha sido mi ángel de la guarda. Me siento agradecido por toda la gente buena que me rodea. Uno tarda años en ganarse la confianza de alguien y, sin embargo, puede perderla en menos de lo que dura un error. Y yo he cometido muchos. La droga casi me destruye". Cada semana busca una iglesia vacía, se arrodilla y extiende una hoja arrugada con varios nombres escritos a mano. Mamá, Joserra, Mari Carmen, tío Edu. Son las personas que murieron mientras él consumía. La lista continúa.

Preso nº 76624: uñas y fantasmas

Eduardo A. tiene grabado en su muñeca el número 76624. Es su "nombre taleguero". Cada vez que mira esa herida de tinta negra recuerda su paso por Tánger. “Me han metido en la chambre 10. Estaré aquí hasta que me adjudiquen una celda. En doce metros cuadrados hay 56 personas. Dormimos con las piernas encajadas. Mi preocupación es no salir herido, no por arma blanca, sino por arma negra, la de sus uñas. Estos moros tienen las uñas magulladas, deformes, sucias. Las peleas son habituales”, describe en las primera páginas de su diario.

“Me da rabia que corten las pelis en las escenas de sexo, no dan ni para una pajilla”, lamenta después. “Un tío le ha abierto a otro la cabeza con un pollo congelado”, apunta. “Eloy se ha quedado sin tabaco y José le ha soltado una frase lapidaria. Hoy fumas de mí”. Esos son sus amigos entre rejas, Eloy, José, Antonio… “Unos compañeros dicen que lo primero que van a hacer al salir es irse de putas y pillar un colocón del quince. En esos momentos, yo me recojo, me alejo y paseo por el patio”. Eduardo también muestra resquicios de felicidad. “José me presta unos bastoncillos de orejas, llevo días con orgasmos auditivos ultrasensoriales”. O momentos de rabia, como cuando le requisan el móvil. “Sé quién se ha chivado. Me han pasado un bote de laxante. Se va a enterar”. Entre patio y patio, hay quien le confiesa sus miedos más profundos. “Me ha dicho que se le habían aparecido cuatro fantasmas en la chambre. Últimamente ve muertos”.

En la prisión de Tánger, los privilegios se pagan con paquetes de Marlboro. A cambio de unos cigarrillos, los presos consiguen mejoras de celda, una televisión nueva, un móvil o incluso un cuchillo. Así lo relata Eduardo A., un vizcaíno de 47 años que en 2010 fue condenado a ocho meses por cruzar el estrecho con dos kilos de hachís en la maleta. Durante su sentencia, sobornó con tabaco a tres guardias diferentes a fin de eludir la censura penitenciaria y entregar a sus familiares las hojas de un extenso diario. Espoleado por la culpa y el ansia de redención, redactó 462 páginas sin párrafos y con perfecta caligrafía a las que El Confidencial ha tenido acceso en exclusiva.

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