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Deportados de EEUU, apestados en Israel: los judíos errantes se refugian en Guatemala
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ENTRAMOS EN EL 'ESCONDITE' DE LEV TAHOR

Deportados de EEUU, apestados en Israel: los judíos errantes se refugian en Guatemala

Son tan radicales que fueron expulsados de pueblos como Monsey, en Nueva York, donde viven grupos de ultraortodoxos. Los llamados "judios talibanes" se esconden ahora en Guatemala

Foto: Dos miembros de Lev Tahor en el 'refugio' de la secta, en Oratorio, Guatemala. (Santiago Billy)
Dos miembros de Lev Tahor en el 'refugio' de la secta, en Oratorio, Guatemala. (Santiago Billy)

“¡Mil árboles de mango!”. El campamento se esparce a los dos lados del camino: primero un anuncio de la comunidad -“Para los refugiados que son víctimas del odio falso e injustificable”- y después las pequeñas casas de lona negra con número pintados. Entre medias, una maraña de árboles. “Cada uno da 2.000 frutas…”, calcula el rabino Uriel Goldman.

En la inmensa finca hay tierras, un río, bosques y montañas que Goldman, 46 años, 14 hijos, barba y tirabuzones ásperos, aún no ha recorrido por completo. “Nunca he subido por esas montañas”, explica en un castellano trastabillado en estos campos de Oratorio, a cien kilómetros de Ciudad de Guatemala. Es el hogar de Lev Tahor, una comunidad judía ultraortodoxa que cayó en Guatemala en 2014 después de abandonar Israel -expulsada por la presión judicial y mediática- y pasar por Estados Unidos y Canadá. La causa, aseguran ellos, siempre ha sido la misma. “Nosotros somos antisionistas: esa es la raíz de toda nuestra persecución. Estamos del lado de la Torá, y vemos que el Estado de Israel deja espacio a lo religioso, pero no lo es”, sostiene Goldman.

Shlomo Helbrans fundó Lev Tahor -“Corazón Puro”- en los años ochenta. Poco después se mudó a Nueva York como líder espiritual de una comunidad formada actualmente por 70 familias. Tras ser acusado de secuestrar a un menor que se acercó a recibir sus enseñanzas, pasó dos años en la cárcel y fue deportado a Israel. En el año 2001, Helbrans se mudó a Quebec con una visa temporal que se convirtió en asilo político. Canadá se lo había concedido y el Ministerio de Inmigración lo respaldó: “Es una persona que necesita protección”.

Así, entre investigaciones de maltrato infantil, la secta -a la que medios israelíes denominan "judíos talibanes"- llegó a Guatemala. Ahora son cerca de 500 miembros. “Yo busco la verdad y vivir fielmente a Dios: estoy aquí porque es lo más cercano a la verdad, al judaísmo puro. No cumplimos las leyes como esclavos, sino con amor. Y esta comunidad es el resultado de muchos años de persecución”, aclara, con amabilidad, Sholem Abrham Yitzjok, de 32 años y expublicista; una amabilidad desconfiada, ya que cargan con denuncias, exilios, investigaciones y deportaciones a sus espaldas. Los 'músculos' de Lev Tahor están cansados y Sholem muestra todo tipo de documentación para respaldar, con el brío de sus convicciones, la lucha: “La mayoría de los judíos lo son porque nacieron judíos, pero no tienen un sentido; nosotros sí”.

placeholder Dos niños en la comunidad de Lev Tahor en Oratorio, Guatemala. (S. Billy)
Dos niños en la comunidad de Lev Tahor en Oratorio, Guatemala. (S. Billy)

La comunidad presume de apertura para quienes sientan la 'llamada divina'. Abraham Aaron, 16 años y tirabuzones lacios, es uno de los 70 conversos centroamericanos que la comunidad ha acogido en los últimos años. “No teníamos sangre judía y nos recibieron como si ya nos hubieran conocido antes”, dice en la granja del campamento. “Aquí había una unión, una manera de estar juntos”, reflexiona.

Abraham dejó su nombre, Frisler Vidal, en la ceremonia de conversión, en 2013. “Es obediente”, dice sobre él un campesino local que le enseña los 'trucos' del campo. Abraham sostiene un caldero metálico de leche que acaba de ordeñar de una vaca y explica sus funciones en la finca: “Limpio y cuido del ganado y me encargo de que los chivos vayan a comer a las montañas”. En el recinto, rodeado de alambre de espino, conviven tres vacas y un toro, 22 cabras y nueve gallinas.

Después de un periplo de solicitudes en comunidades judías de México y Nuevas York junto a su padre, Abraham descansa en Lev Tahor. “Aquí encontramos una estabilidad en el cumplimiento de la ley religiosa al pie de la letra. Yo anhelaba vivir las reglas como Dios nos las entregó en el Monte Sinaí”, expresa mientras ofrece un trago de leche.

placeholder El rabino Goldman, el campesino que enseña a Abraham y el chico converso. (S. Billy)
El rabino Goldman, el campesino que enseña a Abraham y el chico converso. (S. Billy)

A la comunidad le cuesta arrancar. De momento, esperan el cargamento de mangos, granos de café y la puesta en marcha de una imprenta al otro lado de la carretera principal donde, resguardadas bajo una nave rosácea, 25 máquinas acumulan polvo. “Cada rabino escribe un libro y se imprimen 1.000 ejemplares; hay una gran demanda porque en Estados Unidos es muy caro”, dice Yoil Weingarten, encargado del taller, ahora atascado. “Esto es una cadena, y si falla una, no podemos trabajar”, se justifica mientras desenvuelve las máquinas de segunda mano traídas de Japón, Alemania o Italia.

Yoil, que aprendió el oficio en Estados Unidos, manosea páginas impresas de prueba, aunque no puede acariciar el producto final, así que muestra libros como los que aspira a fabricar bajo este techo. De momento, el edificio sirve como almacén de los productos -comida, pañales, hortalizas- que les donan comunidades de varios países y católicos evangélicos guatemaltecos; también como refugio de un gato de lomo dorado que merodea por las instalaciones después de que los ratones royeran los cables de una máquina.

Tenemos miles de pedidos”, dice un Yoil entusiasmado y confiado en cumplir pronto los encargos de comunidades judías de todo el planeta. Hoy se imprimen en China a precios asequibles, pero con errores gramaticales. “Por la falta de conocimiento del idioma…”, explica. Aunque el idioma oficial de Lev Tahor es el yidis, una lengua más rutinaria que utilizan los ultraortodoxos, también dominan el hebreo. Y eso es una garantía en una empresa que vive de palabras.

Una ciudad en construcción

El ‘Campamento de Rescate, Amor y Verdad’ es el tercer cobijo de la comunidad en Guatemala; un lugar retirado en las tripas del departamento de Santa Rosa, entre una arboleda que empieza a despuntar. Goldman soñaba algo así: “Solo necesitábamos un sitio amplio para trabajar la tierra, criar las cabras, servir y dar nuestros servicios”. Lo encontraron en estas 200 manzanas de bosque donde los esqueletos de madera cubiertos de lona negra forman las casas más precarias y los contenedores de mercancías, las más sólidas. “Cuando tengamos fondos, aquí construiremos nuestras casas”, dice el rabino en mitad de un páramo rugoso que las máquinas han adecentado. Cerca, una clínica médica comienza a levantarse con la ayuda de una montaña de préstamos.

Es ya media tarde y los menores, separados por sexos, juegan en el patio de la escuela. El alcalde de Guatemala se interesó por la realidad del campamento y acudió a la finca en obras. Vio zanjas en las que incrustaban tuberías y alcantarillas, viviendas humildes donde vivían familias de nueve miembros y un espacio abandonado y aún enmarañado. El político donó unos columpios y se construyó un parque que lleva su nombre -Álvaro Enrique Arzú-.

Los más pequeños corretean entre la arena y los columpios; una docena de adolescentes ya han salido y están en la sinagoga, enfrascados en los estudios. Las sillas y mesas rudimentarias dan un aspecto improvisado, propio de la urgencia con la que llegaron aquí: la prioridad era la religión. El lugar lo completan tres estanterías con decenas de libros, aunque podrían estar los otros cientos que dejaron en Canadá.

placeholder Dos jóvenes en la sinagoga de madera y plástico de la comunidad. (S. Billy)
Dos jóvenes en la sinagoga de madera y plástico de la comunidad. (S. Billy)

En el templo no hay mujeres. “Venir a la sinagoga es un mandamiento de los hombres: tienen su trabajo”, aclara el rabino. Tampoco se ven mujeres participando en la vida pública, aunque sí se asoman con timidez entre las casas, cubiertas por largos vestidos negros que dejan al descubierto la cara. La pureza religiosa es uno de los empeños de Lev Tahor, cuyos intentos por regresar a un estilo de vida antiguo han alimentado las críticas sobre su extremismo. Tampoco usan tecnología -“para no contaminar la educación”- y su relación con el exterior es mínima. Este aislamiento les ha traído problemas: seguir las reglas de Dios no garantiza cumplir las normas sociales.

“Invaden un lugar y luego quieren que la comunidad adapte su religión. El judaísmo que practica Lev Tahor es prepotente en su manera de hacer y no da oportunidad que otro pueblo pueda pensar diferente: hay una barrera cultural”, se queja Bartolomé Cholotío, miembro del Consejo de Ancianos de San Juan la Laguna.

San Juan, a 230 kilómetros de Oratorio, fue el primer destino de Lev Tahor en marzo de 2014, cuando varias familias llegaron desde Canadá a esta localidad de la etnia tzutujil. A orillas del lago Atitlán, en la aldea se aprietan tiendas, telares, galerías de arte y una cultura milenaria en la que pronto se vieron curiosas estampas que tropezaron con la cultura maya. Bartolomé denuncia que se bañaban desnudos en el lago, que tiraban basura, que no se mezclaban con la población local, que encerraban a los niños, que obligaban a los menores a casarse entre ellos y que salían, de noche, a pasear. “Se visten de negro y en la noche andan en las calles. De día no se les ve y en la noche salen a asustar a la gente, pues se paran en la oscuridad”, dice Bartolomé, visiblemente enfadado.

placeholder Las mujeres de Lev Tahor ocultan su cuerpo con una prenda que solo muestra su rostro. (S. Billy)
Las mujeres de Lev Tahor ocultan su cuerpo con una prenda que solo muestra su rostro. (S. Billy)

El rabino Goldman había encontrado muchos elementos comunes entre los judíos y los mayas -tradición milenaria, cultivo de costumbres arraigadas, vestimenta típica-, pero las matemáticas se desgarraron y San Juan se les echó encima. Los 220 miembros de Lev Tahor comenzaron a ser escrutados por los ojos del Consejo, el órgano ancestral que dirige los designios morales de la población.

Se les comenzó a intimidar y el Consejo de Ancianos tomó la decisión de expulsarlos el 10 de agosto de 2014. Fue una asamblea donde hirvieron los ánimos y desató toda la rabia acumulada contra Lev Tahor. La población pidió que se les cortara el agua y la luz a las familias que vivían en diferentes casas diseminadas en San Juan, pero los ultraortodoxos resistieron y pidieron ayuda a la Procuraduría de Derechos Humanos (PDH) para que mediara. El conflicto no se resolvió y la decisión de los ancianos del pueblo acabó con la salida de los religiosos: se les dio un día para abandonar Atitlán. Las 30 familias se subieron en autobuses y camiones y pusieron rumbo a Ciudad de Guatemala, donde alquilaron un edificio de oficinas para vivir.

“No se les expulsó”, insiste Bartolomé, “se les dijo que debían abandonar San Juan. Si se hubieran adaptado a las costumbres podrían haber seguido”. La comunidad salió el 27 de agosto y el alcalde ha sido condenado a un año de cárcel. La comunidad ultraortodoxa no encontró mejor fortuna en la ciudad, donde la justicia ordinaria los examinó hasta acusarlos de maltrato infantil. Tras dos años en Ciudad de Guatemala, la policía rastreó las viviendas en un allanamiento policial; ellos decidieron irse.

La comunidad había comprado tiempo atrás una finca apartada de las poblaciones locales en Oratorio. Tras el registro, se instalaron precipitadamente en la finca y podaron los árboles para que retoñaran con más fuerza. “Podríamos haber hecho todo más rápido, pero estábamos ocupados en defendernos”, dice Goldman frente a la sinagoga del campamento. Un niño corretea jugando con la tierra y el rabino se da la vuelta. “Mira, mi hijo chapín (gentilicio local)”, presume, orgulloso, de la primera generación de los Lev Tahor guatemaltecos. Es primavera y los mil árboles de mango comienzan a florecer.

“¡Mil árboles de mango!”. El campamento se esparce a los dos lados del camino: primero un anuncio de la comunidad -“Para los refugiados que son víctimas del odio falso e injustificable”- y después las pequeñas casas de lona negra con número pintados. Entre medias, una maraña de árboles. “Cada uno da 2.000 frutas…”, calcula el rabino Uriel Goldman.

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