El ocaso del imperio Trump en Atlantic City: los últimos días del casino Taj Mahal
El símbolo de los negocios de Trump en la ciudad está en proceso de liquidación. Todo está en venta: toallas, camas, televisores. El Confidencial visita el edificio para ser testigo de su desmantelamiento
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No fueron las hordas bárbaras quienes acabaron con este imperio, sino la ley del mercado. Los miles de jugadores que no apostaron lo suficiente, los clientes que nunca llegaron, y que ahora despojan esta Babilonia efímera. El casino Trump Taj Mahal de Atlantic City, la “octava maravilla del mundo”, está de liquidación, y ya no quedan ni las toallas.
Lo primero en volar fueron los objetos con el nombre del magnate. El fin de semana del 7 de julio, un hormiguero humano, después de aguantar cola durante horas, sacó de las habitaciones un riachuelo de lámparas y candelabros; desnudó el trumpismo. Pisos y pisos de arte monárquico. Lujo oriental de cartón pacientemente despedazado.
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Sillas a cuatro dólares, televisores a 49. Han pasado varios días y la gente no escucha; sigue de caza, buscando precios o acariciando colchones y pianos como si fueran amantes dormidos. La magia de las rebajas. “¿Que cómo me siento comprando cosas que fueron del presidente? Ni lo había pensado. Oímos que había liquidación y vinimos a ver”, dice Paulette Casmir, de Pensilvania, junto a un carro lleno de butacas y una tabla de planchar.
El hotel es un inmenso bazar; a sus puertas, rodeadas por un muro de 70 minaretes puntiagudos y elefantes de piedra, están alineadas las camionetas y los coches con sus bacas listas. Las hormigas entran y salen cual ejército ocupante, con todo tipo de pequeños trofeos parecidos al presidente de EEUU: chillones, dorados, luctuosos.
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Condenado al fracaso
El 5 de abril de 1990, Donald Trump, corbata roja de poder y abrigo hasta los tobillos, inauguró el casino frotando una lámpara mágica en el mítico paseo de las tablas. “Tus sueños son órdenes”, respondió un genio ficticio, y el cielo se llenó de láseres, música y fuegos artificiales. Acudieron gobernadores, inversores, campeones de boxeo. Un año después, el Trump Taj Mahal se declaró en bancarrota.
Las 1.250 habitaciones y 3.000 tragaperras de este casino hipérbolico no tenían mercado suficiente. “Le dije [a Trump] que estaba condenado desde el principio”, declaró pasado el tiempo W. Bucky Howard, nombrado presidente del casino poco después de su apertura. “Le dije que iba a fracasar. El Taj no estaba lo suficientemente financiado”.
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El proyecto había costado seis veces más de lo previsto: 1.200 millones de dólares. Trump, que ya poseía dos casinos en la ciudad, usó bonos basura a un interés del 14% para financiarlo y ganar la partida a otro inversor. Se metió hasta el tupé, no funcionó, y siguieron años de juicios, retrasos y capitalistas descontentos por la deuda contraída. Un cuarto de siglo, dos bancarrotas y dos ventas a precio de saldo más tarde, el Trump Taj Mahal pertenece a Hard Rock, que vacía la mole para abrir su propio negocio.
Como la estatua de un faraón semienterrado, el Trump Taj Mahal languidece en primera línea de playa. La humedad despega el empapelado beige, dejando al descubierto manchas verdes y densas, y el aire enmohecido te llena el cráneo. Jacuzzis quebrados, llenos de arena, y colchones caídos del soporte dan testimonio de otra era: de cuando los millonarios bebían en bares iluminados por 14 millones de dólares en cristal de bohemia, hoy cubierto de polvo, y la sal del mar aún no empañaba las ventanas.
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Ahora una joven arranca las letras doradas del ascensor subida a una silla y un matrimonio se cuela en el piso 50, cerrado al público. Un señor mexicano intenta desencajar la placa de metal que sostenía un secador, en manos de su hija, y otro se ha traído el destornillador eléctrico para bajar las cortinas de una suite.
El declive del “Taj” precedió al de Atlantic City, que una vez soñó con arrebatar a Las Vegas el título de “capital del juego”. Hoy es un enclave más del ocio anglosajón; una fantasía temática sobrecargada, con bromas sexuales y alcohólicas en las camisetas, “nachos volcánicos” y banderas americanas pintadas en los lugares más insospechados.
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Fiol Nin, dominicana residente en Atlantic City, dice que mucha gente se quedó sin trabajo al cerrar casinos como el Taj Mahal y tuvo que emigrar a otros estados. “Permita el Señor que este casino vuelva a abrir”, reza, mientras intenta descolgar un grueso cortinaje púrpura.
Las hormigas cargan sus trofeos en los carritos de arco dorado que solían usar los botones. “Vinimos hace una semana a echar un vistazo”, reconoce Rose Tassa, de Milville, Nueva Jersey. “Este colchón, en Sears, vale 1.000 dólares, ¡y lo vamos a comprar por 99!”. Su hermano, Ed Maus, de melena raleante color ceniza y una calavera con chistera tatuada en el antebrazo, explica que el colchón no tiene chinches. “¡Dile a Trump que gracias!”.
No fueron las hordas bárbaras quienes acabaron con este imperio, sino la ley del mercado. Los miles de jugadores que no apostaron lo suficiente, los clientes que nunca llegaron, y que ahora despojan esta Babilonia efímera. El casino Trump Taj Mahal de Atlantic City, la “octava maravilla del mundo”, está de liquidación, y ya no quedan ni las toallas.