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Los pacificadores de South Bronx: el barrio más peligroso de Nueva York
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CÓMO "CURAR LA VIOLENCIA"

Los pacificadores de South Bronx: el barrio más peligroso de Nueva York

Hoy es el barrio más pobre y violento de la ciudad. Recorremos el South Bronx con vecinos convertidos en "interruptores de la violencia". Los tiroteos en su zona de trabajo han caído un 37%

Foto: Agentes de la policía de Nueva York llegan a un centro sanitario después de que un oficial haya sido herido en un tiroteo en el Bronx. (Reuters)
Agentes de la policía de Nueva York llegan a un centro sanitario después de que un oficial haya sido herido en un tiroteo en el Bronx. (Reuters)

“Dime una cosa, ¿traerías a tu hijo a jugar a este parque?”, dice Jonathan apuntando a un amasijo ondulado que recuerda a un tobogán. Es como una ruina griega, pero de metal desconchado. “Yo no traería ni a mi perro”, añade. Luego señala un andamio largo y húmedo que ensombrece uno de los caminos. “Lleva años aquí; nadie sabe para qué lo montaron”. A pie del andamio, charcos de agua y basura.

Jonathan no habla de urbanismo, sino de violencia. De un paisaje carcomido y abandonado; de los edificios ciclópeos donde se cocina a fuego lento el conflicto. “Malos tratos, drogas, peleas, encarcelamientos…”, enumera Jonathan como si fuera una lista de la compra. Estamos en South Bronx, y el trabajo de este afroamericano de 38 años es evitar lo que considera el resultado último de la exclusión social: los tiroteos.

Parece que la historia reciente, portadora de paz y franquicias de diseño, no ha pasado por estas calles. Nueva York ha visto bajar el crimen en picado el último cuarto de siglo, pero no aquí. Determinadas porciones del Bronx siguen siendo ricas en bandas callejeras, provistas de armas baratas que llegan ilegalmente desde otros estados.

Basta con levantar una piedra para encontrar un relato de violencia. Como el de Daniel Rice, tiroteado en dos ocasiones, condenado a una silla de ruedas. O el de Roberto Rodríguez, acribillado a pocos bloques de aquí. Solo en este distrito policial, el número 40, un recuadro de South Bronx, hubo 14 asesinatos en 2016. El propio Jonathan reconoce haber perdido a “familiares y amigos”, sin entrar en detalle.

La organización para la que trabaja a tiempo parcial, S.O.S. (siglas en inglés de “salvar nuestras calles”) South Bronx, se sumerge en este mundo de una forma flexible, casi zen. Explora las calles a través de vecinos convertidos en “interruptores de violencia”, como Jonathan, que nació y creció en esos bloques, para tejer una red de ojos y oídos que midan la temperatura del barrio.

“Hay que ganar credibilidad en la comunidad”, explica James “Jaime” Rivera, coordinador y enlace comunitario de S.O.S. South Bronx. Neoyorquino de origen portorriqueño y miembro inactivo de la banda de los Ñetas, Rivera dice que solo emplean a gente local: “Personas de la misma comunidad, que la comunidad conozca, tanto adultos como jóvenes, y que sepan desarrollar relaciones en momentos de paz”.

Lo primero que hace esta organización sin ánimo de lucro, financiada con dinero público, es identificar “participantes de alto riesgo”: jóvenes de entre 16 y 24 años que cumplan cuatro de siete factores: fundamentalmente, si son violentos o víctimas de violencia, si han estado en prisión, venden drogas o se rumorea que van armados. S.O.S. tiene a 12 personas en la calle, manteniendo el diálogo con los dueños de negocios, predicadores, abuelas, o incluso los jefes de las bandas. Una vez localizados los “casos”, se les escucha y se les proponen soluciones u oportunidades de integración.

"Hoy los niños, cuando están en un parque y hay un tiroteo, se agachan durante cinco minutos y después siguen jugando"

Rivera afirma que actuar “de manera reactiva” es inútil. Uno no puede desactivar un conflicto si no conoce a la gente implicada y no ofrece una alternativa. “Yo no puedo decirte que vendas o que no vendas drogas; eso solo lo puede hacer alguien que dé algo a cambio. Y por eso nosotros damos un adiestramiento para encontrar un trabajo, mantenerlo, conectar con recursos educativos, etc. Y ahí tengo un poco más de derecho a criticar la manera en que vivas tu vida. Y decirte: hay otros medios”.

Jonathan explica que un joven lo llamó recientemente con aire preocupado. Alguien le debía dinero, pero, en lugar de pagarle, se dedicaba a ridiculizarle a escondidas. “Me explicó que quería recurrir a la violencia; tenía miedo de perder su ‘credibilidad de la calle’, su respeto, si este hombre no le pagaba. Lo que hice fue decirle: ‘te entiendo. Pero vamos a ver las consecuencias. Tienes posibilidades de que te cojan las autoridades, sin cobrar esos 200 dólares. Estás pasándolo mal, pero no has cometido un delito’. Así que enfaticé las cosas buenas que hace y afortunadamente pudo dejar a un lado su enfado. Hoy trabaja en el aeropuerto, gana un dinero decente, y acaba de salir de casa de su madre. Él me lo agradece, su hermana me lo agradece”.

Cada empleado cultiva diferentes círculos, adaptados a su bagaje social. Jonathan se centra en comunidades afroamericanas; su compañera Marisol, en los latinos. “Llevo cinco casos de participantes, uno de ellos en prisión”, explica Marisol. “Les ayudo a buscar empleo, y también trabajo con los hospitales. Me llaman y dicen que tienen un caso de apuñalamiento o tiroteo, y me preguntan: ¿puedes venir, u otro miembro de S.O.S.? No quieren que, cuando el paciente salga, haga daño a alguien. Hablo con la madre o con el padre. Les dejo usar mi teléfono. Soy como el familiar que no tienen”.

S.O.S. no comunica a la policía lo que hacen o dejan de hacer las bandas, y ofrece en su oficina un espacio seguro para que cualquier joven pueda hablar abiertamente de sus problemas. “No decimos quién tiene razón o quién está equivocado; simplemente reducimos el conflicto”, declara Jonathan, que prefiere no revelar su apellido.

Cómo "curar la violencia"

Este modelo de actuación se llama Cure Violence, “curar la violencia”, y nació en Chicago la década pasada. En 2009 se implantó en Crown Heights, un barrio de Brooklyn afectado por los asesinatos con armas de fuego, y en 2012 en South Bronx. Según un estudio de Northwestern University, las zonas de EEUU donde se aplica experimentan una reducción de las agresiones de entre el 15% y el 40% en dos años.

Los recursos de S.O.S. solo les permiten cubrir una treintena de bloques entre las calles 147 y 156. Su contabilidad, que cotejan con la que lleva la policía, dice que los tiroteos han descendido un 37%. En el momento de entregar este artículo, su zona llevaba 326 días sin registrar ningún incidente. Al contrario que el resto de South Bronx.

Este barrio, que simboliza desde hace años las peores plagas urbanas, fue en su día un lugar próspero, arbolado y señorial. Una residencia de la aristocracia neoyorquina, cuyo ego sigue presente en las fachadas que sacan pecho sobre un promontorio, o en los nombres épicos de sus calles, bautizadas en honor de próceres olvidados.

El destino de South Bronx se empezó a torcer a mediados del siglo pasado. Una autopista enorme se construyó en pleno barrio, devaluando rápidamente los precios inmobiliarios. La crisis económica cerró las fábricas, la clase media emigró, y las viviendas sociales que quedaron, desprovistas de servicios municipales, se convirtieron en cultivos de marginación. El vecindario tocó fondo con la ola de crack en los ochenta.

Como si todas las desgracias se pusieran de acuerdo, South Bronx es hoy el barrio más pobre, contaminado y violento de la ciudad. Es aquí donde se procesa el 80% de la basura neoyorquina; el distrito policial 40 es el que más homicidios registra. Sus detectives tienen, de media, cuatro casos cada uno, frente a un homicidio por cada detective en el Bajo Manhattan. La mitad queda sin resolver.

“Nosotros entendemos que la violencia no es normal”, declara Jaime Rivera, de 45 años. “Hoy los niños, cuando están en un parque y hay un tiroteo, se agachan durante cinco minutos y después siguen jugando. Ya no lo vemos como algo raro. Si antes se oía que alguien llevaba un arma, la gente se escondía. Hoy están tan diluidas que no se identifican. Si damos educación pública es para demostrar que esto no es normal”.

Según Jonathan, más que la pobreza en sí, el factor determinante es la frustración y la falta de modelos de conducta. Aquellos años de crack se llevaron una generación entera por sobredosis, bala o cárcel; miles de niños han crecido huérfanos, en circunstancias de las que no salen, afirma, porque no ven un camino. “Nadie quiere ir a prisión”.

“Dime una cosa, ¿traerías a tu hijo a jugar a este parque?”, dice Jonathan apuntando a un amasijo ondulado que recuerda a un tobogán. Es como una ruina griega, pero de metal desconchado. “Yo no traería ni a mi perro”, añade. Luego señala un andamio largo y húmedo que ensombrece uno de los caminos. “Lleva años aquí; nadie sabe para qué lo montaron”. A pie del andamio, charcos de agua y basura.

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