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Yo sobreviví a la cárcel del infierno de Assad: “Hay miles en fosas comunes”
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de sargento del ejército a preso en SAYDNAYA

Yo sobreviví a la cárcel del infierno de Assad: “Hay miles en fosas comunes”

Hani, un sargento del Ejército sirio, acabó en "la cárcel del infierno" tras confesar su delito: “críticas al régimen” sirio. Este es el relato de uno de los pocos presos que salió con vida de Saydnaya

Foto: Hani al Arawi, superviviente de la cárcel del régimen sirio de Saydnaya. (I. Rachidi)
Hani al Arawi, superviviente de la cárcel del régimen sirio de Saydnaya. (I. Rachidi)

“Me pasaba seis horas colgado del techo por mis muñecas. Se me desestructuraba el cuerpo cada día. Pero ellos lo disfrutaban. Jamás olvidaré ese olor a muerte que marcaba cada esquina”. Esos que gozaban la tortura, y a los que se refiere Hani al Arawi, son los verdugos de una comisaría de Damasco, donde pasó seis semanas sufriendo maltratos hasta que acabó confesando su delito: “Críticas al régimen” sirio, afirma. Reconocer su “rebeldía” le llevó a terminar con sus huesos en la prisión de Saydnaya, la cárcel del infierno de Bashar al Assad, a quien EEUU acusó este lunes de utilizar crematorios para quemar los cadáveres de "miles" de prisioneros en Saydnaya. Este joven sirio de 30 años se considera un “afortunado”: con un cuerpo magullado y el alma dolida por la guerra, es uno de los pocos que ha sobrevivido para contar su historia, y la del resto de activistas que lo último que vieron en vida fue el garrote de esa prisión .

Esa prisión, también conocida como el “Matadero”, se cobró la vida de unos 13.000 colegas de prisión de Al Arawi, que fueron ejecutados extrajudicialmente, previas “horribles e insoportables” sesiones de tortura, que -según recuerda Hani- se conocían como “la hora de la fiesta”. Ese era el grito con el que los guardias, encapuchados, advertían a los presos de que “se iban a divertir con ellos un rato”, dice Al Arawi. En la inmensa mayoría de los casos, entrar en Saydnaya supone no salir, al menos con vida. Pocos son los que han logrado escapar de sus garras, siempre pagando una millonada en sobornos a los guardias. Amnistía Internacional (AI) respalda con un informe de investigación la historia que este joven sirio rememora a El Confidencial. Ahora vive en La Haya, donde comparte un pequeño apartamento con su mujer y su hijo recién nacido, agradeciendo cada día haber salvado la vida.

Firmada la confesión, pensó que la tortura diaria había acabado. Pero fue trasladado a Saydnaya, la cárcel del infierno

Sobre las semanas previas a su traslado a Saydnaya, Al Arawi solo recuerda dolor. Las torturas no eran individuales, sino que todos veían lo que le pasaba al resto de sus compañeros. “Era una sala enorme en la que nos metían a los que nos tocase turno de tortura, unos colgados del techo -lo llamamos el fantasma-, otros tirados en el suelo siendo apaleados, otros atados a una silla mientras se les electrocuta, algunos con los pies atados a las manos. Este era muy doloroso, porque te presionaban cada vez más y más, hasta que sientes que vas a estallar. La tortura en la silla termina en la muerta de la víctima por ruptura de la columna vertebral”, detalla sobre la vida diaria.

En los calabozos del régimen las torturas tenían un objetivo: lograr una confesión. A veces, a los guardias se les iba tanto la mano, que el preso acababa muriendo. En otras ocasiones, los activistas accedían confirmar los delitos que se les imputaban y así poner fin a su martirio. Hani pasó 22 días exactos en los calabozos de las fuerzas de seguridad, donde fue torturado y maltratado hasta que aceptó admitir confesar, asegura. “Me ataron de pies y manos a una silla, y empezaron a torturarme. Yo no aguanté. Sabía que podía pasarme años ahí, hasta morir torturado. Decidí hacer lo que me decían”, recuerda.

Firmó un documento, que él mismo había tenido que escribir palabra por palabra. Y después fue trasladado entonces ante un fiscal, que le preguntó si se reafirma en su declaración de forma voluntaria. “Yo le dije que se trata de una confesión bajo tortura. Me miró y le dijo a su ayudante: ‘Escribe que se reafirma’. No tenía ningún abogado ni había ninguna garantía judicial, porque no existió ni siquiera un proceso de defensa. Tuve que confesar porque temía por mi vida”, explica. Las acusaciones fueron “desprecio al presidente del país” e “incitación a la destrucción” del país. Firmada la confesión, pensó que su tortura diaria había acabado. Pero fue trasladado a las dependencias de la prisión de Saydnaya, la cárcel del infierno.

Nunca olvidará el recibimiento a su llegada a prisión. “Se la conoce como la fiesta de bienvenida, lo que significaba palizas hasta perder la conciencia. Y nos tiran a la celda. A mí me han pegado hasta desmayarme. Y después desperté en la celda. Mucha gente ha llegado inconsciente. Los tiran ahí como perros”, rememora. La celda en la que él estaba era de 20 metros cuadros, calcula, y en la que estaban presos unas 83 personas. “Dormíamos en forma de puzle, lo que llamábamos pies-cabeza. Desde las 7 de la tarde, hasta las 7 de la mañana. Nunca podíamos ver la cara a los guardias, estaba prohibido y quien se atrevía a hacerlo acababa muerto. Cuando venían a darnos la comida, teníamos que mirar hacia la pared, y poner nuestras manos sobre nuestros ojos. Nos dejaban en medio de la celda la olla y cerraban la puerta. Nos tirábamos todos sobre la comida. Era una situación inhumana porque parecíamos lobos con una única y pequeña presa que nos debía alimentar para el resto del día”, relata, sobre el momento de la comida, que recuerda como “desagradable” por la suciedad y la cantidad de sangre que manchaba el suelo.

Por las noches estaba prohibido hacer ruido. “Si una persona está enferma, incluso a punto de morir, no podíamos llamar a alguien para socorrerlo. Si al amanecer seguía vivo, y tenían algo de humanidad como para trasladarlo a un hospital, al final lo acababan matando allí para quitárselo de encima. No estábamos nunca a salvo, en ninguna parte, más que en la celda y mientras ningún guardia dijera nuestro nombre”, lamenta. Todos estaban acusados de ser opositores. Hani era sargento primero del Ejército oficial sirio cuando “le descubriendo” siendo rebelde. Desempeñaba más labores de oficina que de combate, recuerda. “Hasta que empezaron a mandarnos a reprimir las manifestaciones, detener gente… Yo me negué a tomar las armas contra mi propio pueblo y por eso me detuvieron”, dice convencido, años después del comienzo de la revolución siria.

Arrojados a fosas comunes

Según Amnistía Internacional, entre 2011 y 2015 el régimen de Bashar al Asad ahorcó a entre veinte y cincuenta presos por semana. Al Arawi no puede confirmar el número exacto porque asegura “salir de la celda solo suponía dos cosas: la hora de la tortura, o la hora de la ejecución”. Si el preso volvía a la celda, lo hacía inconsciente en la mayoría de las ocasiones, y ensangrentado debido a la paliza que recibía. “Si no volvía el mismo día, es porque ya nunca le volveríamos a ver”, afirma. Cada semana desaparecía gente. Hacían hueco a otros nuevos. “Todos sabíamos lo que pasaba ahí dentro, aunque esa prisión es muy grande”, dice. Pero, a pesar de contar con la confesión de este joven sirio, las torturas no acabaron ahí. Asegura que había momentos en los que venían varios guardias, se llevaban a algunos presos y los torturaban colgados del techo o dándoles palizas. “Era su forma de expresar su lealtad al régimen y no necesitaban de un motivo para hacerlo. Las torturas eran diarias, y la dureza dependía del humor del guardia”, lamenta.

Las víctimas de las ejecuciones masivas del “matadero” de Saydnaya eran trasladadas a los hospitales para su identificación y más tarde arrojadas en fosas comunes, confirma AI. “Las familias pagan muchísimo dinero para poder visitar a sus hijos en la cárcel. Los pocos que saben en qué prisión están. Conozco a padres que han vendido su casa solo para poder ver a su hijo por última vez. Hay miles de desaparecidos, chicos que hemos visto en nuestra celda, pero de los que su familia no volvió a saber nada. Todos esos están, sin duda, enterrados en cualquier agujero del país. Ni siquiera se los entregan a sus padres para que puedan llorar su muerte”, lamenta Hani. Según la ONG, hay 65.000 personas desaparecidas en Siria.

Pagar por tu vida

Hani logró escapar de Saydnaya, pagando a los guardias. Y ayudado por “gente que sigue en manos del régimen”. No quiso quedarse en Damasco y decidió refugiarse en un pueblo de Raqqa, hogar de sus padres y 'capital' actual del Daesh en Siria. Estos todavía no habían tomado toda la ciudad, era antes de verano de 2013. Los yihadistas le exigieron sumarse a su causa, pero él rechazó. “Me declararon traidor y me condenaron a muerte en uno de sus tribunales. Recibí muchos mensajes de Whatsapp o Telegram de los terroristas, amenazándome. Por eso me tuve que volver a ir”, dice.

Cruzó la frontera turca, donde se refugió un tiempo e intentó empezar de cero. Pero poco después, tuvo que empezar de nuevo a buscar una vía de escape, hacia “otro país, uno donde no se trate con racismo y se desprecie a los refugiados”. En Turquía, dice, se había sentido discriminado. Por ese entonces, pensaba que Europa le iba a recibir “con los brazos abiertos” por el hecho de ser exiliado de guerra. Cuando preparaba su huida, de forma ilegal, se enteró de que a su mujer acababa de ser detenida por el régimen. Fue interrogada y torturada porque regentaba un cibercafé para mujeres y, según las acusaciones que le hicieron, realizaba “activismo” contra Al Assad, explica Al Arawi. Ella también acabó confesando. Fue rescatada pagando y se sumó a su esposo en Turquía. Ambos querían iniciar un viaje hacia Europa. Pero él se adelantaría a Holanda para regularizar su situación y pedir el asilo para su mujer.

No obstante, la mafia turca a la que él había pagado por una barca que le trasladase a Grecia, le persiguió, junto a otros refugiados, y les quitó el motor del pequeño barco con el que intentaban llegar a Europa. Les dejaron tirados en medio del mar. “No sé cómo hicimos para llegar hasta Lesbos, pasamos toda la noche pidiendo un milagro”, recuerda, allá a finales de 2015, poco antes de empezar su viaje a pie, en ocasiones en bus y tren, pasando por Macedonia, Hungría… cruzando todo un continente para refugiarse en Holanda.

Ahora, desde su nuevo hogar en La Haya, sigue fiel a su causa de derrocar a Al Assad. Es activista y permanece en contacto con sus compatriotas que están sobre el terreno. Les ayuda a denunciar y recoger material cada día. “Cuando salí de prisión, mi espalda estaba llena de heridas por las palizas y mis piernas agujereadas por las veces que me habían electrocutado. Pero ahora me duele el alma por ver cómo siguen masacrando a mi gente”, sentencia. Su sueño, dice, es acabar con esta guerra y llevar ante la Corte Penal Internacional, situada en la misma ciudad donde ahora reside, al dictador que le hizo pasar, asegura, por el infierno.

“Me pasaba seis horas colgado del techo por mis muñecas. Se me desestructuraba el cuerpo cada día. Pero ellos lo disfrutaban. Jamás olvidaré ese olor a muerte que marcaba cada esquina”. Esos que gozaban la tortura, y a los que se refiere Hani al Arawi, son los verdugos de una comisaría de Damasco, donde pasó seis semanas sufriendo maltratos hasta que acabó confesando su delito: “Críticas al régimen” sirio, afirma. Reconocer su “rebeldía” le llevó a terminar con sus huesos en la prisión de Saydnaya, la cárcel del infierno de Bashar al Assad, a quien EEUU acusó este lunes de utilizar crematorios para quemar los cadáveres de "miles" de prisioneros en Saydnaya. Este joven sirio de 30 años se considera un “afortunado”: con un cuerpo magullado y el alma dolida por la guerra, es uno de los pocos que ha sobrevivido para contar su historia, y la del resto de activistas que lo último que vieron en vida fue el garrote de esa prisión .

Refugiados Guerra en Siria
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