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El avispero turco: por qué la violencia seguirá empeorando con Erdogan
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turquía, ¿camino de ser un estado fallido?

El avispero turco: por qué la violencia seguirá empeorando con Erdogan

Los últimos tres atentados obedecen a dinámicas muy diferentes, pero todas tienen un elemento en común: las políticas del presidente turco han contribuido a ellas. Y el futuro no parece esperanzador

Foto: Erdogan habla durante la inauguración del Túnel Eurasia en Estambul, el 20 de diciembre de 2016 (Reuters)
Erdogan habla durante la inauguración del Túnel Eurasia en Estambul, el 20 de diciembre de 2016 (Reuters)

En menos de un mes, tres espectaculares atentados ocurridos en Turquía han saltado a los medios internacionales por su brutalidad y su trascendencia. El 10 de diciembre, dos suicidas en el estadio del club de fútbol Besiktas de Estambul acababan con la vida de 38 personas, la mayoría policías, y herían a otras 166. Menos de dos semanas después, era un agente de policía quien esta vez asesinaba al embajador ruso en Ankara, supuestamente como venganza por las matanzas rusas en Alepo. Esta Nochevieja, un hombre vestido con ropa navideña abría fuego contra un selecto club nocturno en el barrio estambulí de Ortaköy, matando a 39 asistentes e hiriendo a otros 69.

"Estos ataques perpetrados por diferentes organizaciones terroristas contra nuestros ciudadanos no son independientes de otros incidentes que suceden en la región", se ha apresurado a afirmar el presidente turco Recep Tayyip Erdogan. "Están intentando desestabilizar nuestro país y destrozar la moral del pueblo creando el caos. Pero estamos decididos a eliminar estas amenazas en su punto de origen", indicó.

Erdogan hablaba, principalmente, de la vecina Siria, donde las tropas turcas combaten estos días contra el Estado Islámico en la localidad de Al Bab, donde los yihadistas les han inflingido fuertes pérdidas, llegando a quemar vivos a dos de sus soldados frente a las cámaras. Pero Turquía entró en el norte de Siria con otro objetivo: impedir que las milicias kurdas logren unir territorialmente los diferentes cantones kurdos, lo que les permitiría establecer una entidad política autónoma, algo que siempre ha sido anatema para Ankara.

Dicha intervención es parte de la escalada de violencia en las propias regiones kurdas del sureste de Turquía, tras el colapso del proceso de paz entre el Gobierno y la guerrilla del Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK). El regreso al conflicto armado, recordemos, es lo que permitió desactivar a los políticos kurdos moderados del Partido Democrático Popular (HDP), cuya entrada en el Parlamento había acabado con la mayoría absoluta de la formación de Erdogan, el Partido Justicia y Desarrollo (AKP). Al no poder formar gobierno, el presidente optó por convocar nuevas elecciones que, celebradas en un nuevo ciclo de enfrentamientos, devolvieron el poder al AKP.

El año transcurrido desde entonces ha sido el más negro de la historia reciente de Turquía. En la década de los 90, el conflicto kurdo se cobraba muchos cientos de víctimas al año –incluso miles, en el cénit de los enfrentamientos-, pero la violencia estaba localizada en las áreas rurales del Kurdistán turco, y obedecía ante todo a una dinámica de guerrilla, contraguerrilla y “guerra sucia”. Hoy, en los diversos conflictos armados de Turquía participan más de una docena de organizaciones armadas diferentes, y muchas de sus acciones tienen lugar en núcleos de población importantes, especialmente en Estambul y Ankara, aunque también en Izmir, Antalya, Diyarbakir y otras.

El "Obama kurdo", torturado en prisión

Por su parte, el atentado del estadio del Besiktas fue reivindicado por una oscura organización llamada los Halcones por la Libertad del Kurdistán (TAK). Los expertos no se ponen de acuerdo sobre si se trata de una escisión radical del PKK, partidaria, a diferencia de ésta, de atentar contra civiles y objetivos turísticos, o si es simplemente un “grupo paraguas” que reivindica las acciones más sangrientas o fallidas para evitar manchar el nombre de la guerrilla, similar a la función que el palestino Septiembre Negro cumplía respecto a la OLP. El TAK, en cualquier caso, ha reivindicado atentados como el ataque con morteros contra el segundo aeropuerto de Estambul, o los dos coches bomba de Ankara en febrero y marzo.

Estos ataques están directamente relacionados con la deriva ultraviolenta del conflicto kurdo en el sureste: durante todo el último año, el ejército turco ha utilizado casi todos los medios a su alcance para erradicar a las células guerrilleras de los núcleos de población importantes, como Nusaybin, Cizre o Diyarbakir, provocando una devastación sin precedentes. Además, el Gobierno ha contribuido a radicalizar a las bases nacionalistas kurdas, al levantar la inmunidad de los parlamentarios del HDP y encarcelar a decenas de ellos. Hay informaciones de que el propio líder del partido, el carismático Selahattin Demirtas, “el Obama kurdo”, ha sido torturado en prisión. El mensaje no puede estar más claro: si eso le sucede a Demirtas, puede ocurrirle a cualquier activista kurdo.

La represión también se ha dirigido contra sindicalistas y militantes de grupos de izquierda, muchos de los cuales son ilegales en Turquía. Como resultado, al desaparecer las opciones políticas pacíficas, cientos de jóvenes turcos se están integrando en organizaciones armadas. En marzo, diez grupos armados proclamaron la formación de una coalición llamada “Movimiento Revolucionario Unido de los Pueblos” (HBDH, por sus siglas en turco), que declaraba abiertamente la guerra al gobierno “fascista” de Erdogan. La más importante era el PKK, pero a ella se adherían otras formaciones veteranas como el Partido Comunista Marxista-Leninista de Turquía (TKP/ML), los Cuarteles Revolucionarios o el Frente-Partido de Liberación de Turquía (THKP-C). Desde entonces, los atentados de baja intensidad –tiroteos contra cuarteles o emboscadas contra las fuerzas de seguridad, que rara vez llegan a la prensa internacional- se vienen sucediendo de forma casi diaria.

Al empeoramiento de la situación ha contribuido, en gran medida, el fallido golpe de estado del pasado verano. La intentona es una realidad, pero el Gobierno de Erdogan ha aprovechado la ocasión para deshacerse no sólo de sus archienemigos, la cofradía del teólogo Fethullah Gülen –un movimiento dedicado a la búsqueda influencia política y económica, que durante años se ha dedicado a infiltrar a sus seguidores en los altos mandos de la policía, la judicatura y el aparato estatal-, sino también de liberales, izquierdistas y en general individuos críticos con sus políticas, que han visto cómo se les despedía de sus trabajos y, en algunos casos, se les encarcelaba.

Turquía vuelve a ser, por ejemplo, el país del mundo con mayor número de periodistas encarcelados. Porque una de las bases del poder de Erdogan es el control de la información: no en vano, desde 2013, cada vez que se produce un atentado o un hecho embarazoso para el Gobierno turco, una de sus primeras medidas es decretar un bloqueo informativo y de las redes sociales, supuestamente “por seguridad”. Eso le permite al régimen de Erdogan ofrecer la versión

placeholder Partidarios de Erdogan escuchan al presidente en un acto de masas en la plaza Taksim, el 10 de agosto de 2016 (Reuters)
Partidarios de Erdogan escuchan al presidente en un acto de masas en la plaza Taksim, el 10 de agosto de 2016 (Reuters)

Los medios erdoganistas hablan estos días de una presunta alianza conspirativa entre gülenistas, miembros del PKK, el Estado Islámico y, básicamente, cualquiera considerado “enemigo de Turquía”. La idea es un disparate tan enorme que tan sólo los seguidores más acérrimos y con menor nivel cultural del líder turco pueden tomársela en serio, lo que no impide que los medios del país, ya sometidos a la voluntad del régimen, se vean forzados a repetir las declaraciones de los funcionarios oficiales sin poder cuestionarlas. Este ambiente permite, por ejemplo, que Erdogan pueda decir públicamente que “EEUU apoya al Estado Islámico contra Turquía”, como hizo la semana pasada, y haya quien le crea.

Los perfectos chivos expiatorios

Los gülenistas, calificados oficialmente de organización terrorista, han emergido como los perfectos chivos expiatorios a los que culpar de todos los problemas del país. Tras la intentona golpista, el Gobierno aseguró que los pilotos turcos que habían derribado un caza ruso el otoño anterior, provocando una enorme crisis entre Rusia y Turquía, eran en realidad seguidores de Fethullah Gülen y habían actuado siguiendo órdenes del teólogo, con el propósito de dañar la relación con Moscú. El Kremlin hizo como que se lo creía.

Pero cuando, tras la muerte del embajador ruso Andrei Karlov, Ankara ha tratado de insistir en que su asesino, un joven policía llamado Mevlut Mert Altintas, era en realidad un gülenista infiltrado, incluso un Gobierno tan poco escrupuloso con la verdad como el ruso ha mostrado su hartazgo, enviando a su propio equipo de investigadores para llegar hasta el fondo del asunto. La realidad parece ser la contraria: Altintas entró en la policía en 2014, después de las primeras purgas de oficiales gülenistas en el cuerpo, y probablemente sin dicha depuración jamás habría superado los requisitos. Se mire por donde se mire, el asesinato de Karlov es una enorme humillación pública para el régimen turco: al fin y al cabo, los agravios que alegó el asesino no son sino los mismos que el propio Erdogan y sus lugartenientes llevan años repitiendo, el presunto carácter sanguinario del “infiel” Bashar Al Assad y sus aliados.

Y así llegamos a la masacre de esta Nochevieja. El tipo de ataque –un asalto de un tirador armado que, según se ve en los videos de las cámaras de seguridad, parecía tener experiencia militar e incluso logró abatir a un policía apostado en la puerta del local-, y el hecho de que su objetivo fuesen civiles desarmados, entre otros detalles, apunta a una operación planificada durante largo tiempo por algún grupo yihadista, probablemente el Estado Islámico. El ISIS parece haber roto definitivamente con su anterior política de no agresión contra “la Turquía musulmana”, y se encuentra en guerra abierta con el país y su Gobierno: en los últimos 18 meses, los yihadistas han cometido media docena de grandes atentados en suelo turco, incluyendo el ataque contra el aeropuerto Atatürk de Estambul el pasado junio, en el que murieron 45 personas y más de dos centenares resultaron heridas.

Cartel del grupo islamista 'Juventud de Fatih', que dice: '¡No somos cristianos, no celebramos la Navidad!'Pero como muchos turcos han señalado, el pasado viernes la Dirección de Asuntos Religiosos (Diyanet) decretó que las celebraciones de Nochevieja eran costumbres "gavur", es decir, de infieles, y por lo tanto ilícitas. Unas declaraciones que no son sino la enésima manifestación de la islamización del país impuesta desde arriba, y que ha conducido a un ambiente cada vez más hostil y radicalizado. Apenas unos días antes, un grupo islamista juvenil difundía carteles proclamando su hostilidad hacia las festividades navideñas, bajo el eslogan: “No somos cristianos, no celebramos la Navidad”. En la parte de abajo del cartel, un individuo de rasgos piadosos le da un puñetazo a Santa Claus. La conclusión es obvia: en un contexto semejante, el Estado Islámico no tiene dificultad para mantener redes de reclutamiento y logística en Turquía, y muchos de los líderes principales de la organización son turcos.

Aunque movimientos islamistas han existido siempre en Turquía, ahora el panorama es mucho más siniestro. Algunos de estos grupos, como “Osmanli Ocaklari” (la “Sociedad Otomana”) han recibido autorización del Gobierno para que sus miembros puedan hacerse con licencias de armas, tal vez con la idea de poder usarlos como milicia leal si la situación sigue empeorando. (Hay rumores, no confirmados, de que Altintas, el asesino del embajador Karlov, era miembro de “Osmanli Ocaklari”). Según describen numerosas fuentes a El Confidencial, tras el fracaso del golpe de estado estos grupos se sienten empoderados, y en algunos casos han empezado a salir a las calles a imponer su voluntad y disciplinar a quienes consideran “pecadores”.

En consecuencia, el éxodo de la clase liberal turca hacia otros países no deja de acelerarse. Mientras, el régimen de Erdogan insiste en que todos sus problemas son fruto de una conspiración de sus enemigos internos y externos. En primavera, el país acometerá una reforma constitucional que legalizará el cambio del modelo político del país hacia un sistema presidencialista. Está por ver si eso, como sostienen los críticos, será la culminación de la transición hacia una dictadura. Lo que está claro es que, mientras tanto, la violencia y la polarización no dejarán de empeorar.

En menos de un mes, tres espectaculares atentados ocurridos en Turquía han saltado a los medios internacionales por su brutalidad y su trascendencia. El 10 de diciembre, dos suicidas en el estadio del club de fútbol Besiktas de Estambul acababan con la vida de 38 personas, la mayoría policías, y herían a otras 166. Menos de dos semanas después, era un agente de policía quien esta vez asesinaba al embajador ruso en Ankara, supuestamente como venganza por las matanzas rusas en Alepo. Esta Nochevieja, un hombre vestido con ropa navideña abría fuego contra un selecto club nocturno en el barrio estambulí de Ortaköy, matando a 39 asistentes e hiriendo a otros 69.

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