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Te la vi en Tel Aviv: maricas, bolleras y 'trans' peregrinan a Tierra Santa
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CRÓNICAS DE UN MURCIANO EN ORIENTE MEDIO (ii)

Te la vi en Tel Aviv: maricas, bolleras y 'trans' peregrinan a Tierra Santa

Los gais vuelven a sentirse parte de la comunidad: cumplen con sus obligaciones militares y forman sus propias familias. Se han convertido en el motor de la modernización

Foto: Participantes en el Gay Parade de Tel Aviv, Israel, el 3 de junio de 2016 (Reuters).
Participantes en el Gay Parade de Tel Aviv, Israel, el 3 de junio de 2016 (Reuters).

Delante de mí hay dos hombres musculosos que se besan en la boca, detrás llevo una mujer con las tetas fuera que me empuja clavándome los pezones en la espalda, a mi lado hace playback un travesti con un equipo de sonido portátil, desde una de las ventanas la calle Burgashov, por donde discurre esta explosión hormonal colectiva y desordenada, un ultraortodoxo deja colgar su barba de Valle-Inclán y las palabras se le mustian entre las marañas del bigote. Es Tel Aviv, es junio, 2016, ya no sé cómo volver a casa.

Un día antes visito la playa Hilton, cuyas aguas son las mismas que bañan la Franja de Gaza unos kilómetros más al sur. Aquí el lujo, la frivolidad y la desmesura: allá al Sur la ceniza y la rabia. Me refugiaré donde haya aire acondicionado y no se me vea tan blanco, tan confundido: la fuerza de este lugar se nutre de las contradicciones como el cuerpo de una estrella roja que colapsa. Pero es azul y tiene seis puntas sobre un fondo color arco iris.

Por la tarde, al otro lado de la mesa cutre de contrachapado, en una sala de congresos refrigerada del hotel Leonardo Arts en la playa Gordon, está Dana International delante de un montón de periodistas. Gesticula con sus manos grandes y venosas, única prueba tangible de que Dios la puso en un cuerpo equivocado, y cada pocas palabras se aparta con cuidado esa melena negra sobre cuyo origen se discute en internet: ¿postiza, natural? Los fans llegan al insulto si alguien sugiere una alopecia bajo el manto de glamour.

Es una cuestión que a ella parece traerle sin cuidado. Desde que ganó en 1998 el festival de Eurovision (fue la primera transexual en hacerlo, la primera israelí, con el primer tema interpretado en hebreo) ha tenido tiempo de colocar en su sitio las consecuencias de la fama, de contemporizar consigo misma, con los tópicos asociados a la transexualidad y los que se refieren a su país. Dana nació sobre varias encrucijadas y hoy es una mujer de los pies a la melena -postiza o natural- pero también un híbrido: mitad artista, mitad activista política.

Dedica sus primeras palabras a esta cosa rara que es un día masivo del orgullo gay de Oriente Medio: “Esto es un lujo y tenemos que ser muy conscientes de ello. A pocos kilómetros las personas no son libres como nosotros, son castigadas, son perseguidas, son asesinadas. Este año tenemos que pensar también en nuestras hermanas y hermanos en Rusia”.

Ella misma, tras su primer éxito, tuvo que protegerse de fanáticos de todo cuño. Hoy la acompaña un escudero al que le ha desaparecido media oreja de la cabeza, un hombre raro que no se fía ni de su sombra. Sólo tendrá que protegerla de las ansias de los periodistas por hacerse 'selfis'. Aquí no hay amenazas, Dana, el único disparo será el de las cámaras.

No tiene miedo pero se convirtió en una encarnación diabólica para grupos de ultraortodoxos judíos, en degenerada para ciertos moderados conservadores y en un objetivo visible y simbólico para los fanáticos islamistas al otro lado de la frontera. Será porque la homofobia no conoce fronteras que Dana tiene la ambición de que la comunidad LGBT se convierta en un movimiento internacional. La Internacional Lesbianista llevaría como himno su Ding Dong.

-No quiero que esto sea una isla de libertad -insiste, voz suave-, quiero que todo el mundo sea como las playas de Tel Aviv.

Pero es una isla. En agosto del año pasado, el ultraortodoxo Yishai Shlissel asesinó en Jerusalén a Shira Banki, una chica de dieciséis años que se había sumado al desfile por los derechos LGBT en todo Israel. En el juicio, el asesino no mostró el más mínimo arrepentimiento: diez años antes había apuñalado a varios gays más.

Hay cuarenta y cinco minutos de autobús entre las dos ciudades. ¿No les decía ayer que Israel es un país imprevisible, un lugar donde ninguna idea preconcebida se ajusta a la realidad? Pues la comunidad LGTB es una prueba de ello. El rabinato organiza la vida familiar del país, así que a los gais les está vetado el matrimonio. Pero claro: hay una excepción para cada regla, así que los gais viajan a Canadá para casarse, vuelven a su país y el estado les considera una familia. Desde ese momento incluso pueden adoptar. El problema a partir de aquí es el divorcio.

Los gais israelíes han conseguido encontrar una trampa que les permite volver a sentirse parte de la comunidad: cumplen con sus obligaciones militares y logran formar sus propias familias, pero llevan años metidos en una campaña para animar a los heterosexuales a que se sumen en bloque a su cruzada por la institución del matrimonio y el divorcio civiles. Sin proponérselo, se han convertido en el motor de la modernización de un país que sigue anclado en los viejos preceptos para muchas cosas.

El asesinato de Shira Banki fue una muestra de la debilidad de los equilibrios, ese momento en que el líquido se derrama por los bordes del vaso que llevamos a la mesa. Los judíos llegaron a esta tierra abrasada después de que el nazismo los diezmase. Viejos habitantes de los kibutzs me dicen: aquí por fin nos sentimos protegidos. Dana International, tras el pase de fotos, emplea exactamente las mismas palabras.

Delante de mí hay dos hombres musculosos que se besan en la boca, detrás llevo una mujer con las tetas fuera que me empuja clavándome los pezones en la espalda, a mi lado hace playback un travesti con un equipo de sonido portátil, desde una de las ventanas la calle Burgashov, por donde discurre esta explosión hormonal colectiva y desordenada, un ultraortodoxo deja colgar su barba de Valle-Inclán y las palabras se le mustian entre las marañas del bigote. Es Tel Aviv, es junio, 2016, ya no sé cómo volver a casa.

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