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Bienvenidos a 'La Linière', el primer campo de refugiados del mundo desarrollado
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Unas 1.300 personas viven ya en el complejo

Bienvenidos a 'La Linière', el primer campo de refugiados del mundo desarrollado

La inacción del Estado obliga a la ciudad de Grande-Synthe a recurrir a Médicos sin Fronteras para levantar un campo de refugiados según los estándares internacionales

Foto: Cola en las duchas para hombres del nuevo campamento de refugiados de Médicos sin Fronteras en Grande-Synthe.
Cola en las duchas para hombres del nuevo campamento de refugiados de Médicos sin Fronteras en Grande-Synthe.

Sentada en la consulta de psiquiatría del nuevo campamento de refugiados que Médicos sin Fronteras (MSF) ha levantado a las afueras de la ciudad de Grande-Synthe, la doctora Pascale Marty tuerce el gesto y parece morderse la lengua para contestar con prudencia. “Sí, digamos que es desconcertante que en un país como Francia, en el corazón de Europa, tengamos que realizar el mismo trabajo que hacemos en Irak o en Yemen”. El campamento abrió el pasado lunes y, en tan solo cuatro días, el personal sanitario ya ha percibido una mejora palpable en patologías como la sarna. “Aquí pueden ducharse, lavar la ropa y dormir sin humedades. El cambio es mayúsculo”, explica la médico.

Hasta hace una semana, Dalnia, su marido y sus hijos de 5 y 6 años, vivían como otras dos mil personas con el barro hasta las pantorrillas en una zona pantanosa a unos pocos kilómetros de aquí. El nuevo campamento no es el paraíso, pero pocos lugares pueden ser peores que lo que han dejado en el asentamiento de Basroch, un infierno húmedo salpicado de precarias tiendas de campaña hundidas en el lodo, sin apenas puntos de agua o lugares donde lavarse, y que los trabajadores humanitarios califican de “aún peor que la jungla de Calais”. El Ayuntamiento de Grande-Synthe, gobernado por Los Verdes, pidió ayuda al gobierno regional y al central para acondicionar el acantonamiento y, ante la negativa de las autoridades, que lo que buscaban era desmantelarlo y redistribuir a los refugiados y migrantes por diferentes puntos de Francia, echaron mano de MSF. En un par de meses, el campamento estaba listo.

Dalnia enseña hoy con orgullo el interior de su nueva cabaña, un hogar temporal hasta poder cumplir su sueño que, como el de todos lo que se hacinan en el norte de Francia, pasa por poder llegar al Reino Unido. Las mantas, primorosamente dobladas en una esquina, los pocos platos y tazas limpios, la ropa colgada en la puerta secándose al sol que por fin se asoma a esta ciudad tan lejana a su Kirkuk natal. Dormir tranquilos, secos y calientes. Asearse por la mañana. Un poco de dignidad entre tanta miseria.

La actividad es frenética en el nuevo campamento de 'La Linière', que recibe su nombre porque se asienta en los terrenos de una antigua cooperativa linera, cedidos por el Ayuntamiento. La vía principal del campamento es un ir y venir de camiones y grúas. En apenas una hora, una pequeña cuadrilla de obreros, todos ellos de la región, levantan una nueva cabaña, que servirá para cuatro personas. Dos vigas de madera para elevarla del terreno, unos gruesos paneles prefabricados de madera contrachapada sirven de suelo, cuatro paredes del mismo material y un tejado metálico. Dos ventanucos y una puerta completan la obra, que queda lista para sus nuevos usuarios. Unas 13.00 personas viven ya en el complejo, que podrá albergar hasta a 2500 personas cuando esté terminado.

A diferencia del asentamiento que las autoridades han instalado junto a la “jungla” de Calais, construido con contenedores reciclados en albergues, en 'La Linière' no se controla la entrada o salida de sus habitantes, nadie les pide que se identifiquen, y los refugiados, en su gran mayoría kurdos iraquíes, se sienten más libres y seguros. “Por eso la mudanza ha sido un éxito. En el viejo campamento ya no queda nadie. Todos los refugiados se han mudado al nuevo de forma voluntaria, no ha habido que forzar a nadie, como sí pasó en Calais”, explica Raphaël Etcheberry, uno de los coordinadores de MSF en “La Linière”.

El coste también ha sido mucho menor que el de Calais, en el que el Estado ha invertido unos 20 millones de euros. MSF ha puesto 2,5 millones de euros para construir el asentamiento, más otro medio millón que ha aportado el Ayuntamiento de Grande-Synthe para acondicionar el terreno, una estrecha franja emparedada entre una autovía y una vía férrea. El alcalde se ha comprometido a reservar otros 2,5 millones al año para pagar a los empleados.

El campo está gestionado por Utopia 56, una ONG bretona con experiencia en Calais y que coordina a decenas de voluntarios y a media docena de organizaciones caritativas que mantienen limpios y en buen estado retretes y duchas, como Afeji, recogen toneladas de residuos, reparten ropa, dirigen la escuela, que empezará a funcionar el lunes para los más de 70 niños del recinto, o cocinan. Es el caso de Volxküche Munchen, un grupo de veganos alemanes que preparan desayunos y cenas. “Esta noche, como hemos recibido un montón de sacos de patatas, vamos a preparar patatas fritas con salsas”, explica Christopher, uno de los voluntarios. No son los únicos que alimentan los estómagos de este pequeño refugio. Asociaciones como Emmaüs o Salam se encargan de los almuerzos, esta vez sí con productos animales.

Cuando termine la construcción del campamento, del que se está ultimando el tercio final, MSF se retirará del proyecto y se encargará sólo de gestionar la clínica, uno de los pocos edificios de ladrillo en el complejo, que se asemeja a cualquier ambulatorio de un pueblo pequeño. Salas aireadas donde esperan su turno media docena de hombres, olor a detergente y carteles de prevención de enfermedades y sensibilización. Se atiende a unas 45-50 personas al día. Los casos más graves se derivan a los hospitales de la zona. La cínica trata desde esguinces hasta depresiones o estrés postraumático. También enfermedades crónicas como la epilepsia que padece Mansour, un kuwaití beduino de 25 años y que ha complicado aún más su viaje a través de Turquía, Grecia y ese rosario de países que pavimenta el camino hasta los campamentos del norte de Francia, la gran sala de espera del Dorado británico.

'La Linière', sin embargo, podría tener los días contados. La prefectura regional asegura que el campamento no cumple con las medidas de seguridad porque, por ejemplo, no hay detectores de humo en las cabañas y exige la construcción de una valla de 2,5 metros de alto para separar el recinto de la autovía que ruge en uno de sus laterales. MSF, Amnistía Internacional y otras ONG reconocen que se trata de un alojamiento de urgencia que necesita mejoras, pero denuncian la “hipocresía del Estado”, que ha dejado durante una década a estos refugiados en un barrizal y que ahora “ha optado por meterse en el papel de inspector de la construcción”. El alcalde de Grande-Synthe, Damien Carême, impulsor del proyecto, asegura que el Estado intenta “meterle palos en las ruedas”. Aunque el prefecto le ordenó esta semana frenar la mudanza al nuevo campamento, el regidor hizo oídos sordos y siguió adelante con el proyecto.

Sobre el terreno, sin embargo, los trabajadores y los refugiados, ajenos a la política que se bate sobre su destino, se centran en el día a día. Mansour y su compañero de cabaña, Ahmed, preparan un té en un infiernillo dentro de su hogar temporal. Con la ayuda de un pequeño espejito, Mansour, coqueto, se pasa cien veces el cepillo por el pelo y su perfectamente recortada barba. Grande-Synthe, aseguran, tiene mejor situación que Calais, a una treintena de kilómetros, porque hay más aparcamientos de camiones que viajan a Reino Unido. Ahmed quiere reunirse con su hermano. A pocas cabañas de allí, Galash Abdalla y sus dos hijos adolescentes, a los que sacó de Irak por miedo al Estado Islámico, ansía encontrarse con su marido en Birmingham. El iraní Achbar, que ha huido de los turbantes, las barbas y -hace un gesto explícito con las manos- la horca, quiere llegar al Reino Unido “porque es donde nos van a tratar bien”. Shuan Jamal, de 29 años, y kurdo como sus tres compañeros de 17, no sabe muy bien por qué se propuso como objetivo llegar a Inglaterra, pero tras pasar seis días en una barcaza en el Mediterráneo, seis meses en la “jungla” y no menos de setenta intentos de cruzar, cree que no ha llegado aún el momento de echarse atrás.

Algunos han pagado auténticas fortunas a los traficantes de personas. Pero no todos se mueven con las mafias. Al menos, no siempre. Una vez Ahmed escuchó hablar a un camionero lo que le pareció que era inglés, se coló en su camión y tres horas después apareció en Bélgica. “¡El conductor hablaba flamenco!”, explota en risas. Tiene 25 años, quiere ser escritor como Shakespeare y peluquero, adora la caligrafía y aún no ha perdido la esperanza. Lo ha intentado unas cincuenta veces. El fin de semana quiere descansar para coger fuerzas. Pero la semana que viene, por la noche, volverá a esconderse en los arbustos del área de servicio y volverá a meter sus ilusiones en el remolque de un camión.

Sentada en la consulta de psiquiatría del nuevo campamento de refugiados que Médicos sin Fronteras (MSF) ha levantado a las afueras de la ciudad de Grande-Synthe, la doctora Pascale Marty tuerce el gesto y parece morderse la lengua para contestar con prudencia. “Sí, digamos que es desconcertante que en un país como Francia, en el corazón de Europa, tengamos que realizar el mismo trabajo que hacemos en Irak o en Yemen”. El campamento abrió el pasado lunes y, en tan solo cuatro días, el personal sanitario ya ha percibido una mejora palpable en patologías como la sarna. “Aquí pueden ducharse, lavar la ropa y dormir sin humedades. El cambio es mayúsculo”, explica la médico.

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