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Este es el rostro de la tortura en la Turquía de Erdogan
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"los médicos dijeron que no sobreviviría"

Este es el rostro de la tortura en la Turquía de Erdogan

Desde que el conflicto kurdo volvió a estallar en julio, las denuncias por abusos policiales se han disparado. Persiste una cultura de la impunidad que asegura que los excesos no sean perseguidos

Foto: Hakan Yaman, a quien un policía turco sacó un ojo con un hierro durante la revuelta de Gezi en 2013 (D. Iriarte)
Hakan Yaman, a quien un policía turco sacó un ojo con un hierro durante la revuelta de Gezi en 2013 (D. Iriarte)

Cuando el pasado 9 de septiembre la estudiante de dramaturgia Gökçe Sahin, de 23 años, decidió organizar una protesta política junto a cuatro amigos en el centro de Estambul, no imaginó aquello por lo que iba a tener que pasar. En el sureste de Turquía, las fuerzas armadas tenían sitiada la ciudad kurda de Cizre, donde simpatizantes y miembros de la guerrilla del PKK se habían hecho fuertes, y estaba muriendo gente. “Pensamos que alguien protestaría contra el ejército, pero nadie lo hizo, así que decidimos que teníamos que hacer algo”, explica. Los cinco jóvenes se dirigieron a la céntrica avenida Istiklal, muy cerca de la emblemática plaza de Taksim, y se subieron al balcón de una hamburguesería, donde desplegaron una pancarta que decía: “El pueblo kurdo no está solo”. Ese fue su crimen.

“Había gente que nos apoyaba, pero otros nos decían: ‘No queremos oíros, iros de aquí”, relata Gökçe a El Confidencial. De repente, varios policías secretos se presentaron en el lugar, les quitaron la pancarta y les arrestaron. De allí les llevaron a un recinto donde la policía turca aparca sus vehículos, situado a pocos metros, y a Gökçe, la única chica, la metieron en un cuarto prefabricado. A los chicos comenzaron a pegarles en el mismo aparcamiento.

Según el relato de Gökçe, los agentes la fotografiaban mientras se decían: “¿Habéis arrestado a una puta?”. Entonces hicieron entrar a los muchachos con las camisas cubiertas de sangre. Les pusieron contra la pared y empezaron a golpearles. A todos.

“Sonó la llamada a la oración, así que los policías nos dejaron para irse a rezar. Luego volvieron y siguieron pegándonos”, cuenta Gökçe. Era solo el principio: un superior pidió que viniesen varias agentes femeninas “para examinarla”. En lugar de eso, estas la llevaron a otra habitación y continuaron con la paliza. La golpeaban la cabeza contra el suelo, y llegaron a pisársela. Según cuenta la joven, también la tiraban del pelo, y en un momento dado una de ellas tomó un cuchillo y comenzó a cortarle mechones. Además, trataron de que besase sus botas, para tener una foto “de una terrorista besándonos los zapatos”.

“El informe médico dirá que estás bien, pero verás lo que te hacemos después“, le dijo una agente

Cumpliendo el protocolo, la llevaron a un hospital para que fuese examinada. Durante el trayecto, continuaron los golpes a manos de agentes de ambos sexos. Uno de ellos susurraba: “El informe médico dirá que estás bien, pero verás lo que te hacemos después”. En el hospital, el doctor se negó a auscultarla de cerca, a pesar de que le sangraba la oreja.

El resto de su relato es similar: golpes, humillaciones, maltrato, durante las seis horas siguientes. Uno de los agentes le dijo: “Yo soy kurdo y no hago esto, ¿por qué lo haces tú, que eres turca?”. Otra le espetó: “Ah, ¿es tu primer arresto? Ahora tendremos que volver a pegarte para que no vuelvas a ir a una manifestación en tu vida”. Cuando tras horas de suplicio su familia y su abogado consiguieron localizarla, la sometieron a un nuevo examen médico que certificó los abusos, pero el doctor que lo realizó no quiso poner su nombre en él “para no tener problemas”.

La Fundación Turca de Derechos Humanos se ha hecho cargo del caso, y los cinco jóvenes han denunciado a los agentes por tortura. Estos, a su vez, han presentado cargos contra ellos, y alegan que fueron viandantes quienes les agredieron, y que lo único que hizo la policía fue protegerles de los “exaltados”. Gökçe está convencida de que su denuncia ante los tribunales no servirá para nada. “Lo hacemos para ejercer presión, pero no confiamos en el sistema de justicia”, asegura.

Cultura de la impunidad

El de Gökçe no es un incidente aislado. “A finales de julio asistimos a una explosión de violencia entre el PKK y las fuerzas de seguridad del Estado, la policía y el ejército. En este contexto, hemos visto un deterioro de la situación de derechos humanos en general, como detenciones arbitrarias y muertes en condiciones irregulares, pero también un aumento de las denuncias de maltrato y tortura en los lugares de detención”, explica Andrew Gardner, investigador de Amnistía Internacional en Turquía.

Pone el ejemplo de cuatro presuntos militantes kurdos a los que se acusa de haber cometido el asesinato de dos policías en Ceylanpinar, el pasado julio, y que habrían sufrido repetidas palizas en custodia. A ellos, como a Gökçe, también se les habría negado un examen médico en condiciones, a pesar de lo cual un profesional de la salud certificó que “estaban sanos y no presentaban lesiones”.

“Turquía nunca ha erradicado la tortura. El momento más álgido a la hora de combatirla se produjo durante la campaña por los derechos humanos que condujo el AKP [el Partido Justicia y Desarrollo de Recep Tayyip Erdogan] en el marco de la candidatura a la Unión Europea. Se lanzó un mensaje de tolerancia cero. Y se produjo una reducción en el número de casos denunciados en prisiones y centros de detención”, indica Gardner. “Los cambios fueron positivos, porque había una voluntad política. Pero lo que faltaba era un elemento disuasorio, lo que ha producido una cultura de la impunidad”, asegura.

Esta no se limita a los casos de tortura, sino que se extiende también a las ejecuciones y desapariciones: esta misma semana, un tribunal turco ha absuelto a ocho miembros de la gendarmería acusados del asesinato de 21 activistas kurdos durante los años noventa. Los imputados eran presuntos miembros del JITEM, el “GAL turco”, una unidad antiterrorista especializada a la que se atribuyen miles de muertos y desaparecidos durante la “guerra sucia” contra el PKK, hace dos décadas.

“Turquía nunca ha erradicado la tortura“, dice Andrew Gardner, investigador de Amnistía Internacional

“Esta impunidad es la razón por la que los casos de tortura pueden volver a incrementarse. En 2004 y 2005 se aprobaron varias leyes al respecto, pero nunca fueron implementadas, y no se aplicaron sanciones criminales”, indica Gardner. A partir de la llamada 'revuelta de Gezi' en la primavera de 2013, la mayor oleada de protestas antigubernamentales de la historia reciente de Turquía, los abusos policiales se dispararon.

"Sabía que si me levantaba, me matarían"

La entrada a Demokrasi Caddesi (calle de la democracia), en el conflictivo barrio estambulí de Sarigazi, la domina un vehículo antidisturbios T.O.M.A. que custodia una estación de policía. La zona, de mayoría kurda y aleví, es escenario de frecuentes disturbios. Cuando estallaron las protestas de Gezi, Sarigazi ardió.

Hakan Yaman, un conductor de minibús de 38 años, se dirigía a su casa tras una larga jornada de trabajo, y para ello tenía que cruzar la avenida donde se estaban produciendo los enfrentamientos. Un chorro de agua a presión lanzado desde el T.O.M.A. le derribó, seguido de un impacto en el cuerpo con un bote de gas lacrimógeno lanzado por la policía. “Me apuntaron directamente”, afirma. “Vi a un grupo de policías corriendo hacia mí. Es lo último que recuerdo”, explica.

Lo que ocurrió después lo sabemos porque un vecino lo observó todo desde su balcón. Los policías comenzaron a golpearle y darle patadas. “Eran seis, cinco agentes de uniforme y uno de paisano”, dice Hakan. “En un momento dado, el agente de paisano cogió un hierro afilado y me lo clavó en el ojo varias veces”, cuenta. Su globo ocular reventó, y el hierro se llevó por delante su tabique nasal.

En aquel momento, los policías pensaron que estaba muerto, así que arrastraron su cuerpo hasta una hoguera y lo arrojaron allí para que ardiera. El vecino del piso de arriba pudo filmarlo todo con su teléfono móvil.

“En el fuego, intenté abrir los ojos. No podía ver nada debido a la sangre, era como una cortina, solo veía dos luces. Escuché el sonido del T.O.M.A., y aunque me estaba quemando, fingí que estaba muerto porque sabía que si me levantaba me matarían”, cuenta Yaman. Cuando, pocos minutos después, los policías se marcharon, se arrastró como pudo fuera de las brasas. Hoy aún tiene marcas por quemaduras de segundo grado.

Un antidisturbios ordena a los manifestantes que abandonen el parque Gezi de Estambul, el 15 de junio de 2013. Minutos después, la policía emplearía la violencia para desalojar la acampada. (Reuters)

Un expediente incómodo

Conseguir ayuda médica no fue fácil: la policía bloqueaba los accesos a los hospitales para evitar que se atendiese a los heridos en la revuelta, una práctica ilegal que la Asociación de Médicos de Turquía denunció con vehemencia. Cuando finalmente le internaron, los médicos les dijeron a sus familiares que no sobreviviría. “Se me veía el cerebro a través del agujero”, comenta. “Los primeros días nadie se creía lo que me había pasado. Incluso a mí me cuesta creerlo”, dice. Su esposa añade: “Cuando venían al hospital, nadie preguntaba nada. Todo el mundo lo entendía inmediatamente”.

Durante la revuelta de Gezi, la policía ocultó los números de serie tanto de los vehículos como de los cascos de los agentes, para evitar posibles identificaciones. Sin embargo, en el vídeo filmado por el vecino desde arriba puede verse el código del T.O.M.A., lo que, en teoría, permitiría identificar a aquellos miembros de las fuerzas de seguridad asignados a dicha dotación. No obstante, las autoridades se han negado a investigar esta evidencia.

Todavía no se ha abierto un proceso penal, y se ha cambiado varias veces al fiscal encargado del caso. Una práctica que, según denuncian activistas y opositores, utiliza con frecuencia el Gobierno turco para ganar tiempo y evitar la apertura de procesos incómodos. “Ya no tenemos ninguna esperanza. Pasados dos años y medio, todavía no han abierto el caso. Cuando quieren hacerlo, lo abren muy rápido. Tenemos evidencias, un vídeo, testigos, incluso mi propia situación, pero aún no han hecho nada”, se queja Yaman.

Hasta la fecha, Hakan ha pasado por más de nueve operaciones, y todavía necesitará varias más. “Si no uso pastillas, no puedo dormir. Aprieto los dientes durante el sueño. Mi psicología no es normal”, dice. “Cuando veo un grupo de policías en la calle, trato de pensar en mis hijas. Tengo que contenerme para no ir a matarles. A lo mejor alguno de ellos es el que me hizo esto”, expresa. “No puedo quitarme de la cabeza que el que lo hizo sigue libre”.

Cuando el pasado 9 de septiembre la estudiante de dramaturgia Gökçe Sahin, de 23 años, decidió organizar una protesta política junto a cuatro amigos en el centro de Estambul, no imaginó aquello por lo que iba a tener que pasar. En el sureste de Turquía, las fuerzas armadas tenían sitiada la ciudad kurda de Cizre, donde simpatizantes y miembros de la guerrilla del PKK se habían hecho fuertes, y estaba muriendo gente. “Pensamos que alguien protestaría contra el ejército, pero nadie lo hizo, así que decidimos que teníamos que hacer algo”, explica. Los cinco jóvenes se dirigieron a la céntrica avenida Istiklal, muy cerca de la emblemática plaza de Taksim, y se subieron al balcón de una hamburguesería, donde desplegaron una pancarta que decía: “El pueblo kurdo no está solo”. Ese fue su crimen.

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