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Fiesta de plomo en Petare: patrullando el barrio más peligroso de Venezuela
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una noche CON LA POLICÍA VENEZOLANA

Fiesta de plomo en Petare: patrullando el barrio más peligroso de Venezuela

Visitamos un lugar de Caracas donde la 'sensación de inseguridad' no existe. Allí reina la violencia y los muertos se suceden en un marcador sin cifra oficial. Patrullamos el barrio con la policía venezolana

Foto: Un agente de policía durante una detención en el barrio de Petare, el más grande de Venezuela (Foto: A. Hernández).
Un agente de policía durante una detención en el barrio de Petare, el más grande de Venezuela (Foto: A. Hernández).

Hay un lugar de Caracas donde la 'sensación de inseguridad' no existe. Allí reina la violencia. Allí, cada fin de semana los muertos se suceden en un marcador rojo sin cifra oficial. En el barrio no se vive, se sobrevive, agazapados en el suelo muchas veces para escapar a las balas frías en medio de los tiroteos. Pero es viernes, y Petare, el barrio más grande de Venezuela, y el segundo de América Latina, es una rumba de vallenato, salsa brava, cerveza y parrilla en la que las patrullas de policía solo se atreven a mirar desde la entrada.

Petare está dentro de Sucre, uno de los cinco municipios que conforman Caracas. Miles y miles de casitas de ladrillo, con techos de uralita o zinc, cubren de arriba abajo el cerro, pegadas unas con otras, unas sobre otras, en una maraña laberíntica e imposible de recorrer sin perderse si no se es del lugar. A algunas partes se puede acceder en autobús; a otras, en todoterreno, y a otras, solamente en moto. De noche y a lo lejos se ve como un gigantesco árbol de Navidad pobremente iluminado. De noche, y de cerca, sobre todo los fines de semana y especialmente en algunas zonas, es como la boca del lobo, con banda sonora de plomo.

Sucre y, por ende, Petare, son parte del estado Miranda, gobernado por Henrique Capriles Radonski, quien fuera dos veces candidato a la presidencia de Venezuela. El estado tiene 2.675.000 habitantes, según el censo de 2011. Solo Petare cuenta con una población de 372.000 habitantes, un poco más del equivalente a Bilbao o dos veces Almería. La policía estadal, PoliMiranda, tiene 1.660 policías. Uno por cada 1.611 habitantes. “No son suficientes. Tenemos un déficit. Necesitaríamos tener 6.000 agentes para cumplir con los estándares internacionales por población”, dice Francisco Escalona, comisionado jefe de la Policía Estadal de Miranda. Eso sin contar con la realidad violenta del país. Hasta agosto, solo en Miranda se registraron 1.359 homicidios. En Sucre, 280, siempre según datos de la Gobernación de ese estado.

Por motivos de seguridad y desde hace unos meses, PoliMiranda no sale nunca en grupos menores de cuatro. En lo que va de año, solo en este organismo han perdido a cinco de sus hombres. En todo el país la cifra sobrepasa los 90. Son atacados de servicio y de paisano con el objetivo de quitarles la moto y el arma, cuenta Escalona. Por eso los agentes García* -que no son padre e hija, pero todos les bromean con eso-, al entrar al coche patrulla piden en voz alta que todo salga bien “con el favor de Dios”. Chaleco antibalas, casco y arma en ristre, el patrullaje comienza.

Rezos y plomo

En la estación de autobuses, la gente se arremolina para subir en una camionetica que les lleve a su casa. Es de noche y el cansancio de la jornada y de toda la semana se acumula en los huesos. En la misma estación, otros muchos se agrupan en pequeñas tascas -casi una ventanita en muchas ocasiones-, y acumulan alcohol en su cuerpo desde tempranas horas. “Beben sin control, causan líos y peleas que en alguna que otra ocasión acaban en tiros”, cuenta uno de los agentes.

La policía pide la documentación a quien ve “pasado de licor”, arma bulla o de quien se ha tenido una queja. Ven el documento y los cachean, en busca de algún arma. Muchas veces no llevan ni una cosa ni la otra y ni saben quiénes son. En una suerte de patio-estacionamiento interno, paran a un grupo que estaba bebiendo. Uno de ellos opone algo de resistencia y se somete a un registro más intenso. Le piden la documentación. Contesta, con un acento absolutamente venezolano, que es colombiano y que no se ha podido sacar aún el carné, pero que todos lo conocen en la zona: “Vendo platanitos ('chips' de plátano maduro) en el terminal de Oriente”. Luego cambia el lugar por la autopista y los 'chips' por unas galletas. Lo dejan irse. “Seguramente perdió la cédula en una de esas borracheras”, dice uno de los policías.

La patrulla sube y se va metiendo cada vez más en las entrañas del barrio. En una curva, otro grupo de gente bebe. Los cachean. Tienen armas, pero no permiso para portarlas. Los llevarán a un centro de reclusión momentáneo. La mayoría de los detenidos salen rápido, incluso después de haber cometido un delito. Según las cifras de PoliMiranda, la impunidad es alta: el 60% sale en libertad, con medidas cautelares o bajo fianza. Los que quedan recluidos pocas veces van a centros penitenciarios; en 2015, solo el 18% experimentó este paso, según cifras del mismo organismo. Pero, además, el hacinamiento en las cárceles, la falta de control del Gobierno dentro de ellas, el libre movimiento de armas y drogas hacen de estas auténticas universidades del delito.

Cerca de la patrulla, sobre unas escaleras, está la peluquería de Maikel. Son las 10 de la noche, pero igual atiende a un cliente. “La 'papa' hay que ganársela y no importa la hora, mami”. Ni el cliente ni los amigos que van con él quieren que se les vea la cara en la foto. “No, bebé, que a saber quién ve eso”, dice uno de ellos. Puede que tengan antecedentes delictivos. Se ríen ante la pregunta y ocultan más la cara.

“Si no pagas, te matan”

Un camión pasa al lado del operativo. Lo paran y le piden los papeles del vehículo, pero el conductor dice que no los tiene, hace unos días se lo robaron con todo, con los papeles y con la nevera llena de carne. Solo tiene la denuncia del robo. En el camión van dos mujeres y una de ellas se pone nerviosa y contesta con brusquedad al policía. Los hacen bajar. La mediación de la 'policía femenina' calma las cosas. “Ellas se suelen molestar más, creen que el policía masculino las va a cachear o algo, por eso muchas veces va una mujer en el patrullaje, para calmarlas y, si hay que revisarlas, hacerlo”, cuenta la uniformada.

La otra mujer, más joven, observa la escena. Yanira es baja, de contextura gruesa, cara redonda, ojos rasgados y sonrisa amable. Viste pantalón de chándal y una camiseta de tirantes desgastada. Habla de usted con su voz, una voz dulce y cadenciosa que nunca se quiebra a pesar de la historia que va desgranando en cada respuesta. “Llevo cinco años en Petare. Cuando vine, solo quería llorar y llorar. Esto es muy diferente, es muy duro”. Su acento no es de Caracas, viene de un pueblo del Táchira, estado fronterizo con Colombia. Un lugar tranquilo, donde podía pasear tranquila por la calle. Hace un año, sus llantos y las ganas de regresar a su lugar de origen se hicieron más fuertes: empezaron a extorsionarlos. “Me llamaron al teléfono, dos veces. Que tenía que pagar, pero me niego. Yo sé que si no pagas, te matan, pero lo que hice fue botar la línea (tirar la tarjeta del teléfono). No sé cómo lo hacen, pero consiguen cada nuevo número que tengo. Cambiamos cada cuatro meses”.

Yanira cuenta que quienes extorsionan son colombianos y venezolanos. “Además de llamar, te mandan una carta. Hay muchos a los que se la han mandando. Muchos pagan, pero uno se negó a hacerlo, se enfrentó a la gente esa, mató a uno y se tuvo que ir de aquí. Creo que hasta se ha ido del país”. Dice que su suegra, la que peleó con el policía y por quien están retenidos, es firme, “el día que reciba una carta, se va. Vino de Colombia escapando justo de eso, de la guerrilla, de la extorsión y la violencia. Y ahora en Venezuela tiene lo mismo de lo que huyó”.

Es el momento de pleno apogeo del cierre de frontera y de expulsión de muchos colombianos. Su suegra se nacionalizó, su esposo nació en Venezuela, pero sienten las estrofas del “¡Oh, gloria inmarcesible!” en sus venas. Yanira también, en cierto modo. “Mi reina, el Táchira es como si fuéramos la misma cosa. Y mi abuela es colombiana, tú me dirás. Lo que está haciendo el Gobierno (de Venezuela) no está bien, es feo… Es hermanos contra hermanos. Mi suegra dice que antes los dos eran el mismo país. Yo lo estudié eso y sé que luego se separaron, pero es como si fuera lo mismo. Yo quiero irme. Ya así, no se puede”.

La señora Catalina, la suegra, ha soportado que le roben varias veces el camión. “Saben que lleva carne y se lo llevan completico”. Tienen un pequeño abasto donde además de víveres venden licor. Muchas veces han llegado a punta de pistola a pedirle cajas y cajas de cerveza. “Se lo doy sin rechistar. Prefiero poner de mi bolsillo unas botellas y a veces incluso pollo, antes que perder la vida”. Finalmente, los dejan irse. El camión sube la vía llena de curvas y sus luces se confunden con las bombillas de las casas de obra.

Una emergencia hace que la patrulla de guardia tenga que moverse hacia otro sector, El Placer. Un hombre ha golpeado y amenazado con un arma a su hermana y a su madre. A la entrada de este barrio, en plena noche, un grupo de más de 70 evangélicos rezan, cantan. Mujeres con pañuelos en la cabeza, hombres y niños elevan sus plegarias al cielo a dos manzanas de un tiroteo. En una urna con flores y velas, una Virgen del Carmen guarda la entrada de un callejón, una trampa mortal. “No salgas, agáchate dentro del carro. Aquí nos caen a plomo siempre”, advierte una policía. Todos, por primera vez en la noche, sacan sus armas. Suena algún disparo perdido. Salen del lugar, ilesos y sin el agresor. “No está, nadie sabe dónde se fue. Está bajo el efecto de sustancias”.

Confiesan que muchas veces no entran “donde la candela” si no van con otros cuerpos de seguridad, como la Policía Nacional Bolivariana, con la que suelen hacer operativos conjuntos. “No merece la pena. Nos caen encima, van más armados que uno. Nos jugamos la vida y ellos salen en dos días. Y uno, de la caja ‘e madera, no sale más”. Mientras habla, a cinco metros, un grupo de gente baila bachata y sigue la fiesta a golpe de alcohol.

*El apellido de los policías no es el real. Se ha cambiado para preservar su identidad. Asimismo, no se han usado otros nombres para proteger a las fuentes que contribuyeron a realizar este reportaje.

Hay un lugar de Caracas donde la 'sensación de inseguridad' no existe. Allí reina la violencia. Allí, cada fin de semana los muertos se suceden en un marcador rojo sin cifra oficial. En el barrio no se vive, se sobrevive, agazapados en el suelo muchas veces para escapar a las balas frías en medio de los tiroteos. Pero es viernes, y Petare, el barrio más grande de Venezuela, y el segundo de América Latina, es una rumba de vallenato, salsa brava, cerveza y parrilla en la que las patrullas de policía solo se atreven a mirar desde la entrada.

Nicolás Maduro Hugo Chávez
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