Es noticia
Un día en el coche de un contrabandista venezolano
  1. Mundo
cómo HACER FORTUNA en el mercado negro

Un día en el coche de un contrabandista venezolano

"Gano en un día la misma plata que un maestro en un mes", cuenta Jesús. Forma parte de una red de sobornos que permite el paso a Colombia de miles de litros de gasolina y productos regulados

Foto: Un contrabandista descarga gasolina procedente de Venezuela en Maicao, Colombia (Foto: Alicia Hernández).
Un contrabandista descarga gasolina procedente de Venezuela en Maicao, Colombia (Foto: Alicia Hernández).

La frontera de Venezuela con Colombia tiene 2.219 kilómetros que se reparten, de norte a sur, entre los estados Zulia, Táchira, Apure y Amazonas. De los cuatro estados, el que menor superficie comparte con el país vecino es Táchira, solo 150 kilómetros aproximadamente. Es allí donde el presidente Nicolás Maduro ordenó el cierre de la frontera y decretó Estado de excepción en algunos municipios para limpiar la zona de “paramilitarismo, criminalidad, bachaquerismo -contrabando de productos y gasolina- y narcotráfico”. Pero en los 2.069 kilómetros restantes, el flujo de bienes del lado venezolano al colombiano sigue con la aquiescencia de militares y policías, que hacen la vista gorda por un módico precio que varía según la mercancía y el humor del funcionario.

Jesús (nombre ficticio) tiene 28 años. Es de Maracaibo, la capital del estado Zulia. Luce la figura y el ánimo típicos de la zona: barriga generosa de buen comedor, manos gruesas, piel canela, echador de bromas a un volumen alto. Ha trabajado en muchas cosas, desde mantenimiento en una empresa o jardinero a mensajero. Desde hace tres años se jacta de ser su propio jefe y estar al cargo de otros tantos empleados. Esta condición no le impide trabajar “como el que más, de lunes a sábado”, en jornadas que empiezan bien temprano, alrededor de las 5 o 6 de la mañana, y que se alargan según se presenten obstáculos en el camino. Jesús y sus empleados llevan gasolina y mercancías desde Maracaibo hasta Maicao, ciudad fronteriza del departamento colombiano La Guajira. Aunque él nunca lo dirá con ese nombre, es contrabandista.

El negocio de vender gasolina está en el diferencial cambiario que hay entre Venezuela y Colombia. El país bolivariano ostenta el título de dispensar el combustible más barato del mundo. Ya es lugar común decir que cuesta menos llenar un tanque de gasolina que comprar una botella de 300 ml de agua mineral. Un tanque de 40 litros cuesta 0,01 mientras que en Colombia el litro cuesta 0,61 euros. Igual pasa con cualquier producto que se encuentre en el mercado, sobre todo si su precio está regulado por el Gobierno. Por ejemplo, un paquete de harina de maíz precocida, esencial para hacer arepas, cuesta 0,02 euros en Venezuela y alrededor 2 euros en Colombia. El precio en el mercado negro colombiano oscilará el euro, mucho más caro que en Venezuela y muy rentable de comprar al otro lado.

Todos los coches que posee Jesús siguen el prototipo del Chevrolet Caprice: grandes, cuadrados, con motores de alto consumo y un estilo que recuerda a las películas de policía de los años 70, pero con mucho desgaste, desconchones y óxido encima. Y lo más importante: con unos tanques que permiten repostar hasta 120 litros de gasolina. El modelo se repite en cada esquina del Zulia.

La rutina y los atropellos a la legalidad empiezan temprano, cuando llena el tanque. Desde el año pasado se instaló en Zulia el chip de gasolina, que limita la cantidad de combustible diario por coche. En Táchira lleva varios años. En Zulia no todos los carros tienen puesto el chip. Para llevarlo hay que pasar la inspección técnica y, a simple ojo, más de la mitad del parque móvil de Maracaibo no lo pasa hace años. Por eso, explica Jesús, no todas las gasolineras tienen instalado el sistema de control, pero sí en todas está la orden de llenar un máximo de 40 litros por coche. “Si al de la bomba (gasolinera) le das 100 bolívares (13 euros al cambio oficial y sobre 0,12 euros en el mercado negro) , ellos te tanquean completo, los 80 litros restantes”.

“Si me das dos consolas, pasas”

Con la primera trampa hecha y el tanque lleno, vamos rumbo a Maicao. Por delante, más de 140 kilómetros, temperatura de 35 grados y ni una sola nube o atisbo de brisa. “Hago esto porque gano en un día la misma plata que gana un maestro al mes”, explica Jesús. Si solo vende gasolina y lleva pasajeros a la frontera, un coche puede hacer al día alrededor de 22.000 bolívares (115.000 euros al cambio oficial, alrededor de 28 euros al cambio en negro). El salario mínimo es 7.421,67 bolívares (981 euros al cambio oficial, 9,5 euros al cambio en negro).

Al llegar a vía de la Playa, en el municipio Mara, se ve en los márgenes a gente en la puerta de sus casas. Agitan en una de sus manos algo que parece un matamoscas, pero al fijarse uno descubre que el artilugio, hecho con dos palmos de manguera ensamblados a la boca de una botella de plástico, es un embudo. Una niña en su pubertad, morena de piel, de camiseta y chándal, se acerca con otra, camiseta gris, pantalón vaquero, barriga hecha a punta de carbohidratos, al coche delante del nuestro. Llevan una garrafa de 5 litros llena de gasolina que vierten con el embudo.

La policía solo quiere plata. A no ser que tengan que pasar novedades a sus superiores. Entonces te pueden meter preso por un kilo de leche en polvo

Si en Maracaibo llenar el tanque de 40 litros cuesta 8 bolívares, en este punto del camino el coste es de 100 bolívares por 5 litros. “A medida que se avanza en la frontera, el precio sube por litro. Yo lleno el tanque antes de la mitad de camino para poder llegar bien a Maicao. Allí descargo 3 puntos (3 pimpinas, 3 garrafas que juntas suman aproximadamente 70 litros) y dejo lo justo”. Para la primera recarga, para en una casa donde un viejito y varios niños descalzos, con los pies llenos de tierra, lo reciben comiendo un cucurucho de fresa y vainilla. “Pon ahí 3 puntos”, dice. Y paga al viejo lo convenido mientras bromea con uno de los pequeños que busca jugar: “Yo te dije, como sigas así, vas a parar en marico”.

Del lado derecho de la carretera hay matorrales, basura, una explanada que se extiende hasta llegar a una línea de palmeras medio secas y vencidas por el viento, abrazadas casi por el mar. A la izquierda, más matorrales, más basura y de vez en cuando, casas. Pasamos junto a una con un cartel: “Abasto Las Gordi”. Venden lubricantes, plátanos y, por supuesto, gasolina. Más adelante, un viejo sostiene un cartón viejo con una cifra, 450 (bolívares). “Ese es el precio al que compran aquí el punto (garrafa) de gasolina. Hay quien llega hasta aquí, descarga casi completo y se regresa a Maracaibo. Así se ahorran ir hasta la frontera. Aunque allí pagan más”.

Después de un problema con el motor y más kilómetros, un policía nos para y le pide a Jesús que abra el capó. Esta vez no hay nada, solo una nevera llena de agua. “Si hubiera llevado cualquier mercancía, arroz, harina, lo que sea, me habría preguntado “qué hay para mí” y le habría dicho que aquí hay 2.000 bolivitas (bolívares). Les das eso y ya. Solo quieren plata. Si no les basta con 2.000, les das 3.000. Y sigues. A no ser que tengan que pasar novedades a sus superiores. Entonces te pueden meter preso por un kilo de leche en polvo”.

Jesús cuenta que, además de pasar gasolina y llevar pasajeros, hace comandas de lo que le pidan. Ha llevado materiales de construcción, muebles, comida. En una ocasión llevó consolas de videojuegos de una conocida marca. Cuando lo frenó un miembro de la Guardia Nacional Bolivariana (GNB), éste le dijo que lo dejaba pasar si le daba dos para sus hijos. “Le dije que esa mercancía no era mía, que no le podía regalar nada y que si la requisaba, iba a tardar más en el papeleo que en que las consolas volvieran a su dueño”. Nunca dice quién es el hombre, el dueño de sus comandas, pero asegura que tiene muchos contactos y puede mover muchos hilos. Tantos como para que, finalmente, esas consolas pasaran la frontera. Pero Jesús sabe cómo y a quién mantener contento. “Para Navidad, al militar le conseguí dos consolas y se quedó tan feliz con el regalo que iba a tener para sus chamos”. Las anécdotas donde se mezclan favores personales, sobornos, irregularidades y llamadas a altos cargos para que dejen pasar su mercancía, se suman a lo largo del camino.

En cada acera, infinidad de productos de origen venezolano. Champú, harina de trigo, leche en polvo... Todo lo que en Caracas es muy complicado encontrar

William (nombre ficticio) también es de Maracaibo y trabaja desde hace unos meses para Jesús. Es mucho más corpulento, los ojos grandes, claros como su piel. La enorme barriga hace que el pantalón le quede muy bajo, tanto que si no fuera porque lleva una camisa larga, se le vería el inicio de las nalgas. Tanto que arrastra los bajos del pantalón y los lleva cubiertos de tierra. Tiene los mismos cuentos de carretera. Antes de estar con Jesús trabajaba con otro que también tenía una flota de coches. “Con Jesús gano más. Por cada viaje se reparte lo que se saca entre la gasolina y los pasajeros, un 60% para él y un 40% para mí. Luego están las encomiendas, que la ganancia entera me la quedo yo. Y además yo no pongo mi carro”.

Una cola de camiones espera “para pasar pista” un poco antes de Puerto Guerrero, un punto militar donde la GNB pide la identificación y revisa las pertenencias a todo el mundo. A una wayuu (indígena de La Guajira, territorio que se reparte entre Colombia y Venezuela), le sacan de un bolso seis kilos de arroz. Se lo requisan. La mujer, vestida con una batola ancha hasta los pies, pelea con el militar. Al final, le dejará llevarse dos paquetes. “Si cierran esta parte de la frontera, se prende un lío con los guajiros (wayúus). Ellos tienen una ley distinta, costumbres distintas. Si cierran, esos son capaces de quemar cauchos (neumáticos) y hacer de todo”, cuenta un sargento, cuyo apellido trae a la mente el pegajoso estribillo “amor pa’mí… Amor pa’ti…”.

En el municipio Guajira, por caminos que atraviesan las salinas, pasan dos camiones a toda velocidad. Van cargados de garrafas enormes a las que llaman “pipas”. Cada pipa equivale a 9 puntos (garrafas) de 23 litros, un total de 207. “Esos pueden llevar fácilmente 23.000 litros de gasolina encima”, dice William. Van rumbo a Maicao. También hay muchas motos con grandes bultos en la parrilla. “Pasan por las trochas (veredas) y pasan por todo con lo que sea encima”.

Supermercado a cielo abierto

Maicao es el primer enclave importante al traspasar la frontera del Zulia y llegar a Colombia. Tiene casi 160.000 habitantes y, al menos en su entrada, luce desordenado, con calles estrechas, fachadas de distintos colores, pero todos apagados, sucios. En cada acera, en cada esquina, bajo una sombrilla, sobre palés o cartones, distribuidos en montones, puestos en fila, a la vista de todos, infinidad de productos de origen venezolano. Champú, jabón de manos, detergente en polvo, ambientadores, harina de trigo, de maíz, papel higiénico, leche en polvo, café... Todo lo que en Caracas es muy complicado de encontrar a no ser que, en vez de ir a un supermercado, se vaya al mercado irregular. Todo bastante más caro que su costo original en Venezuela, pero mucho más barato de lo que costaría en una tienda de Colombia.

Damos varias vueltas por este supermercado a cielo abierto, este paraíso de la no escasez a precios altos para encontrar en el otro mercado el mejor postor. Varios hombres se acercan al paso del coche y con las manos marcan un número. Es el precio que van a pagar por garrafa de gasolina. El primer repostaje costó 100 bolívares y el segundo, alrededor de 1.000 bolívares. De regreso a Venezuela recargará por otros 1000 bolívares. Jesús vende tres garrafas por 30.000 bolívares, lo que le deja una ganancia de 27.900 bolívares, cuatro salarios mínimos.

El pimpinero -quien recibe la gasolina de contrabando-, mete un extremo de una manguera de cuatro palmos de largo dentro del tanque del coche. El otro extremo se lo mete en la boca, succiona un poco, se lo saca y lo introduce en una garrafa que está en el suelo, a la vez que escupe un pequeño buche de gasolina. No le dan miedo las consecuencias del combustible en su garganta. “Me como unas mandarinas y se anula todo el efecto malo”. Enfrente, un hombre bien vestido, todo de negro, desangra su camioneta. Llena varias garrafas. No quiere que le tomen ninguna foto o vídeo. “Si me apuntas con eso, te apunto con esto”, y deja asomar una pistola. Otro, pelea: “Van a sacar esto en las noticias y van a decir que lo que hacemos es contrabando, que es malo”.

De regreso a Venezuela, ahora sin aire acondicionado pero con el sol más benevolente, nos adelantan los mismos camiones que antes vimos pasar por las salinas. Van ligeros de peso. Sobre la laguna de Sinamaica, aún en el municipio Guajira, se pintan los tonos naranjas, rosas y celestes del atardecer. Un poco más adelante, en Puerto Guerrero, una fila de decenas de coches grandes, cuadrados, con un estilo que recuerda a las películas de policía de los años 70, espera su turno para pasar a Colombia.

La frontera de Venezuela con Colombia tiene 2.219 kilómetros que se reparten, de norte a sur, entre los estados Zulia, Táchira, Apure y Amazonas. De los cuatro estados, el que menor superficie comparte con el país vecino es Táchira, solo 150 kilómetros aproximadamente. Es allí donde el presidente Nicolás Maduro ordenó el cierre de la frontera y decretó Estado de excepción en algunos municipios para limpiar la zona de “paramilitarismo, criminalidad, bachaquerismo -contrabando de productos y gasolina- y narcotráfico”. Pero en los 2.069 kilómetros restantes, el flujo de bienes del lado venezolano al colombiano sigue con la aquiescencia de militares y policías, que hacen la vista gorda por un módico precio que varía según la mercancía y el humor del funcionario.

Nicolás Maduro Colombia Hugo Chávez
El redactor recomienda