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La guerra económica de Nueva York: 'hipsters' para expulsar a los pobres
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LA "GENTRIFICACIÓN" DEVORA BROOKLYN

La guerra económica de Nueva York: 'hipsters' para expulsar a los pobres

Nueva York está en guerra. Una contienda económica donde el invasor abre cafés sofisticados y tiendas de vinos orgánicos en barrios humildes. La historia de Pamela es un reflejo de este fenómeno

Foto: Una pareja se abraza sobre el Puente de Brooklyn poco antes del anochecer, en Nueva York, el 8 de junio de 2015 (Reuters).
Una pareja se abraza sobre el Puente de Brooklyn poco antes del anochecer, en Nueva York, el 8 de junio de 2015 (Reuters).

Con su piel hidratada y su risa franca, su licenciatura en arte y su máster de empresas, su agenda cargada, sus modales rectilíneos y su traje negro de pantalón, nadie diría que Pamela García pende de un hilo. Esta madre soltera en la segunda mitad de la treintena, con dos hijos de 10 y 14 años, está varios niveles por debajo del sueño americano: es pobre trabajando.

“Antes vivía nómina a nómina; hoy ni eso. La situación es más difícil; no puedo hacer planes. Intento trabajar más”. Pamela es trabajadora social en Brooklyn, donde pasa entre 40 y 50 horas a la semana, de lunes a domingo, organizando ayudas en colegios e iglesias. Dice que le conviene el empleo porque así puede atender a sus hijos, que van a un colegio público de la zona, y contribuir al barrio donde nació y en el que ha vivido toda su vida: Flatbush Avenue.

Pamela, negra hija de guatemaltecos, describe sus gastos como si fuesen nubes de tormenta: el abono de transporte, las tasas bancarias... “Mi hija refunfuña porque no tiene teléfono móvil”, explica a El Confidencial. “La gente me dice: cómprale uno, que los hay muy baratos. Pero no entienden que a un móvil le sigue la factura telefónica todos los meses”. Sus hijos no reciben pensión paterna, jamás comen fuera y en casa no tienen ordenador ni internet. A veces, dice, ella se queda sin cenar.

Su pecado original fue la educación: una licenciatura en artes escénicas y un máster de empresas en el Kingsborough Community College, que tardó varios años en terminar debido a la maternidad, le dejaron una deuda que de momento no puede pagar. “Si cuando estudiaba me hubieses dicho que mi vida sería así, te habría llamado mentiroso”.

"Me sentía no americana"

Pamela viste un broche rojo con forma de corazón en la solapa izquierda, como si intentase conjurar la soga material que le abraza el cuello. Asegura que no airea sus problemas, que no pide ayuda a sus padres, que residen en Queens, ni comparte las estrecheces con nadie. Confiesa que durante varias semanas vivió en un albergue. “Me sentía no americana”, dice. La única ayuda que recibe es el Medicare, la sanidad pública para las familias de pocos ingresos.

Pero sobre todas sus obligaciones reina una: el alquiler. Mil dólares al mes que paga religiosamente por un escueto apartamento de dos habitaciones. Su gran terror es que el propietario se lo suba y tenga que mudarse a la periferia, un fenómeno particularmente salvaje en Nueva York. “Cuanto menos hablo con el casero, mejor”, declara. “Nací en este barrio y llevo diez años viviendo en la misma casa. Siempre pensé que Brooklyn era seguro. ¿A dónde vamos a ir si nos echan?”. Pamela observa inquieta las “banderas rojas” que aparecen en su barrio: un Starbucks, una “reluciente lavandería”. Signos inequívocos del encarecimiento.

Si cayésemos en el vicio de la terminología bélica, diríamos que Nueva York está en guerra. Una guerra económica donde el invasor abre cafés sofisticados y tiendas de vinos orgánicos en barrios humildes. Así es la trinchera neoyorquina: un negocio minimalista y caro como el demonio dirigido a jóvenes profesionales que huyen, a su vez, de zonas acaparadas por las grandes fortunas.

Los primeros en llegar suelen ser estudiantes y artistas que brotan como florecillas en la tez rugosa del proletariado, atraídos por los bajos precios y la cultura “vibrante”, de “barrio con carácter”, que iluminan con el tibio resplandor de sus Mac. Los propietarios lo huelen, suben el alquiler y hacen hueco para la siguiente ola: clase media blanca en busca de espacio. Incapaces de seguir pagando, miles de familias locales se marchan al extrarradio.

A este proceso se le llama “gentrificación” y suele ser descrito con el ejemplo de Brooklyn: un viejo enclave industrial reconvertido por jóvenes desaliñados pero con dinero a quienes se odia por deporte: los hipsters. De hecho, es tan habitual describir la gentrificación mediante Brooklyn que The New York Times se lo prohibió a sus periodistas.

“En Nueva York existen viviendas de 'renta estabilizada', cuyos caseros no pueden subir el alquiler basándose en el mercado”, explica a El Confidencial por teléfono Renata Pumarol, directora de comunicación de la asociación New York Communities for Change. “El problema es en los últimos 20 años las leyes del alquiler han cambiado para que sea más fácil echar a los inquilinos”.

En el momento de escribir estas líneas, la asamblea del estado de Nueva York sigue negociando la ley de alquiler, que protegía un tercio de los apartamentos neoyorquinos y caducó el pasado 15 de junio. El gobernador, Andrew Cuomo, ha amenazado judicialmente a los propietarios que aprovechen para disparar los precios. “La gente se muda cada vez más y más lejos; por ejemplo muchos de nuestros miembros se van a East New York”, declara Pumarol.

De los casi 300 vecindarios de la ciudad, divididos en cinco distritos, solo tres permanecen a salvo: Canarsie, Bay Ridge y South Shore. Los únicos barrios donde el alquiler crece por debajo de la inflación. La zona que más rápido se encarece es Harlem, en Manhattan, donde el alquiler medio subió un 90% entre 2002 y 2014. En todo Nueva York, aumentó un 32%.

Los optimistas, como el historiador Francis Morrone, denuncian la obsesión de quienes predicen constantemente la muerte del Nueva York auténtico: “¿Qué prefiere el neoyorquino bienpensante?”, se pregunta en The New York Daily News. “¿La quinta avenida de Park Slope como era en los ochenta (locales vacíos, trapicheos, aspecto de lugar bombardeado) o como es hoy (mayoría de restaurantes independientes, boutiques, bares y cafés, algunos de ellos buenos)?”.

Un paseo por Flatbush para entender el fenómeno

Para entender esta dinámica, basta con dar un paseo por el barrio de Pamela. Uno sólo tiene que recorrer la avenida Flatbush desde el final de la línea 2, en el borde oriental de Brooklyn, hasta Prospect Park. Como subido a un tren, el paisaje cambiará gradualmente.

Primero nos dejaremos mecer por el ritmo de las Indias Occidentales; veremos familias de Trinidad, Granada o Barbados echando el rato en la calle, comprando raciones de pollo frito en cantinas o buscando ropa en los cajones de una tienda de todo a 99 centavos. Escucharemos el clamor de los reverendos pentecostales y nos cruzaremos con rastafaris, chilabas y barbas islámicas.

Todavía estaremos lejos del frente, protegidos en la distancia. “He oído que los blancos se están mudando al vecindario”, dice Leroy Peert, jamaicano de 71 años que lleva dos décadas en Flatbush. “Pero aquí la mayoría de las viviendas tienen la renta estabilizada”. Leroy, jubilado, vive en una cooperativa. El habitante medio de Flatbush gana 37.073 dólares al año.

A medida que avanzamos hacia el Norte, las aceras lucen más limpias. Surgen cafés y pizarras a pie de calle con letras a color. De repente, leemos en lo alto de una tienda: “wholesome, completo, nutritivo”. Es como leer el cartel de entrada a una ciudad, como atravesar una frontera.

placeholder Neoyorquinos participan en una sesión de yoga bajo el Puente de Brooklyn (Reuters).

La gentrificación tiene su propio lenguaje, su propaganda. Un ejército de palabras tan plásticas y atractivas que te hacen gastar cinco dólares en un cruasán, como freshly baked (recién horneado), blended (mezcla; mix se ha quedado viejo) o flat white (el nuevo cappuccino). Del barrio cambiante se dice que está up and coming, como (otro ejemplo manido) Chueca en el Madrid de los ochenta.

A partir de aquí ya no hay montoncitos de colillas húmedas a la puerta de los badulaques, ni panfletos arrugados presagiando el fin del mundo. Poco a poco, los edificios, antes chatos y deslavazados, con verjas oxidadas y puertas de conglomerado, se vuelven majestuosos. Aparecen el ladrillo rojo y los marcos de madera blanca, los tejados escalonados y las terrazas abombadas. También cambia el color de la piel.

En Estados Unidos, la familia media blanca posee 16 veces más dinero que la familia media negra. La migración de riqueza a un barrio significa que los blancos reemplazan a los negros. En Bed-Stuy, otra zona de Brooklyn, los habitantes de piel blanca pasaron de ser una quinta parte a la mitad en la década pasada. Mientras, alrededor de 10.000 afroamericanos hicieron las maletas.

David Bruder, de 29 años, y Rebecca Silva, de 28, se mudaron a Prospect Park el año pasado. Son profesores de Florida que llegaron atraídos por el sistema educativo neoyorquino. Aseguran que la mayoría de sus vecinos son “profesionales caucásicos”, y que el fragor de la gentrificación, las tensiones entre caseros y vecinos organizados, se nota más hacia Crown Heights.

En el momento de la entrevista, Pamela García seguía esperando noticias de su casero, que suele subir el precio una vez cada dos años. “El alquiler no perdona”.

Con su piel hidratada y su risa franca, su licenciatura en arte y su máster de empresas, su agenda cargada, sus modales rectilíneos y su traje negro de pantalón, nadie diría que Pamela García pende de un hilo. Esta madre soltera en la segunda mitad de la treintena, con dos hijos de 10 y 14 años, está varios niveles por debajo del sueño americano: es pobre trabajando.

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