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Refugiados en España: "Deberían decirnos la verdad, que no van a darnos la residencia"
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casi 6.000 personas han pedido asilo en 2014

Refugiados en España: "Deberían decirnos la verdad, que no van a darnos la residencia"

España recibió alrededor de 6.000 solicitudes de asilo en 2014, 0,1 por cada mil habitantes. Es uno de los países de la UE que menos refugiados ha acogido

Sumando las poblaciones de España y Portugal no se alcanzaría el número total de personas refugiadas a nivel global. Según ACNUR, la Agencia de la ONU para los refugiados, hay 60 millones de personas en el mundo que han tenido que abandonar sus hogares por huir de guerras, carestías o persecuciones.

Unos 600.000 pidieron asilo el año pasado a los países de la Unión Europea. Las políticas comunitarias, por ahora, sólo son unánimes a la hora de cerrar las fronteras, pero no de cara a encontrar soluciones compartidas. Una situación que ha provocado más de 30.000 muertos en su intento de alcanzar el viejo continente y un gasto para los contribuyentes europeos de más de mil millones de euros al año.

Detrás de los números, están sus historias. Se podrían contar casi 6.000, que son los que han solicitado protección internacional en España en 2014. Por el momento, residen en el país menos del 1% de los refugiados de toda Europa, menos que en Grecia, Bulgaria o Polonia. El Ministerio de Exteriores, por su parte, insiste en el "enorme esfuerzo" que España está realizando, mientras que el gasto en expulsiones ha mulitplicado por nueve el de políticas de derecho de asilo entre 2007 y 2013.

Estas, y las que se recogen en el vídeo que encabeza esta noticia con ocasión del Día Mundial del Refugiado, son algunas de las vivencias de quienes han estado 'al otro lado'.

“No estoy aquí solo para que me ayuden”

Sarah Khweldi luce hoy un sonrisa radiante. Viuda, madre de un chico de 15 años y un niña de 13, y solicitante de asilo, impresiona su optimismo, que solo desaparece cuando recuerda el día en que decidió abandonar Libia. “El país sufrió en 2014 una grave escasez de combustible y gas butano. Allí no hay transporte público y sin coche no puedes hacer nada. Y, cuando escuché que había suministro de combustible en una ciudad a 45 kilómetros de Trípoli, decidí ir. Y cometí la estupidez de llevar a mis hijos conmigo”, cuenta a El Confidencial.

“Antes de llegar a Zawia, nos paró una milicia y bajaron a mi hijo Ahmed. No sé qué querían preguntarle, pero le cogieron el móvil y empezaron a ver qué fotos tenía por si les había fotografiado a ellos o a la carretera. Estaba muerta de miedo. Pregunté a un hombre qué iban a hacerle, pero solo me decía que no me preocupase. Mientras esperábamos cayó un misil muy cerca. Entonces le soltaron, pero (el miliciano) que tenía su móvil me dijo: 'Deberías criar a tu hijo con más disciplina; debes tener cuidado de que le influya Occidente. Ya tiene edad para alistarse en las milicias'”.

Aquel sermón se debía a la imagen de un rapero con una bandera de EEUU en la camiseta que Ahmed tenía de fondo de pantalla. Los milicianos dejaron que se marchasen pero ese día, mientras su hija lloraba desconsolada presa de un ataque de nervios, Sarah decidió que debían abandonar Libia. Y así lo hizo, el 28 de agosto de 2014. Pasaron dos meses en Túnez; de allí volaron a España con una visado de turista y, posteriormente, entraron en Francia, donde fueron deportados de nuevo al país de primera entrada, en este caso, nuestro país.

“¿Cómo están mis hijos? Ahora muy bien. Es cierto que no han tenido estabilidad, que han pasado por mucho y han visto cosas que ni los adultos deberían ver, pero es cómo si, al moverse, fueran a mejor, hasta llegar a España. Considero que hemos sido muy afortunados, más que muchísimas personas que siguen viviendo el terror de la guerra en su propio país. Doy gracias a Dios por ello y a la bondad de muchas personas que nos han dado cobijo, alimentado y velado por nuestra seguridad. Especialmente a organizaciones de los jesuitas como Pueblos Unidos y a Entreculturas. A ellos debo la estabilidad de la que ahora disfrutamos”, explica.

Sarah, que fue criada en Madrid porque su padre trabajó durante años en España, está actualmente en proceso de trámite de concesión de asilo. Han pasado “bien” la primera etapa, un mes en el que las autoridades deciden si aceptan estudiar un caso o no. “¿De qué depende? Más que nada de la situación de tu país, porque hay mucha gente que viene de estados donde no hay conflicto y piden el asilo. A esos se les niega enseguida”.

No pide nada salvo que le concedan el asilo. “¿Un trabajo y una vivienda? Hay mucha gente que no la tiene ni en su país. Yo no veo lógico que porque yo ahora esté en tu país, tú me tengas que dar esto y lo otro. Yo también tengo que probar que estoy aquí no solo para que me ayuden, sino también para contribuir a este país, para pagar mis impuestos. No veo lógico esperar que el país me dé un trabajo o una vivienda. Lo esencial es la educación, la sanidad y la seguridad”, concluye.

“Crucé a Melilla por una alcantarilla entre mierda”

“¿Cómo llegué a España? Hay un alcantarilla antigua, enorme… pasé por ahí para entrar en Melilla desde Marruecos. Tardé 15 minutos en atravesar, entre la mierda… no puedes ni imaginar cómo salí. Todo ese sufrimiento para esto”.

Mahamaned no es, ni mucho menos, un recién llegado. Lleva casi 17 años intentando conseguir un permiso de residencia en España, un objetivo que comienza a antojarse “imposible”. Y, sin embargo, tampoco se plantea regresar a su Malí natal, porque no puede volver con las manos vacías y porque el norte del país no ha conocido un periodo de paz duradero desde 1958.

“Desde los 60 no ha habido tranquilidad. Antes luchaban los rebeldes que querían independizarse, ahora hay terroristas islamistas que matan, desmiembran a la gente. Es algo que pasa cada día. Allí no tengo nada, por eso pensé que si salía podría conseguir ayudar a mi familia. Mañana hará más de diez años que no veo a mis hijos. Siguen en Tombuctú (de donde procede Mahamaned), por eso busco dinero: para sacarlos de allí y llevarlos a un lugar más seguro”, cuenta a El Confidencial.

Su voz es pura angustia. Lleva desde 1998 inmerso en un recorrido por las comisarías solicitando unos papeles que nunca llegan. Solo tiene una tarjeta que permite residir y trabajar en Málaga, donde vive, y que debe renovar cada seis meses en la jefatura de policía. “Al principio conseguí un permiso de residencia pero me lo quitaron. ¿Por qué? No lo sé. Nunca he tenido problemas con la Justicia. En 2011 cogí todos mis documentos y presenté todo lo que tenía en Málaga para saber cuál era el problema, por qué no me daban el permiso. No me explicaron nada, solo me dijeron que 'hay mucha gente'. Y si no sé la razón no puedo solucionarlo”, asegura.

Mahamaned resume lo peor de su situación en cinco palabras: “Sin documentos no hay trabajo”. Así, lleva tiempo sobreviviendo en Málaga gracias a la ayuda de CEAR (Comisión Española de Ayuda al Refugiado), donde hace sustituciones cada vez que surge una vacante. “Trabajo uno, dos días, una semana… Esta gente me ha ayudado mucho. Gracias a ellos pude comer, dormir, porque cuando llegué no tenía nada. Siempre que hay trabajo me llaman”, cuenta.

Unos minutos de conversación bastan para darse cuenta de que los fracasos han hecho mella en Mahamaned. El pesimismo ha terminado por vencer: “Para poder solicitar permiso de residencia nos piden empadronamiento. Y, para ello, necesito un contrato de trabajo de un año. Si no hay de dos o tres meses, ¿cómo voy a encontrarlo de un año? Deberían decirnos la verdad: 'No vamos a dar residencia a ninguna persona'”.

“Únicamente busco una oportunidad, un documento para conseguir un trabajo y ayudar a mi familia. Solo pido el permiso. Si no consigo trabajo en Málaga me moveré, puede que Cataluña esté un poco mejor, puedo probar en Madrid. Solo pido una oportunidad para salvar a mi familia”, concluye.

Sumando las poblaciones de España y Portugal no se alcanzaría el número total de personas refugiadas a nivel global. Según ACNUR, la Agencia de la ONU para los refugiados, hay 60 millones de personas en el mundo que han tenido que abandonar sus hogares por huir de guerras, carestías o persecuciones.

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