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Un día en el lugar más pobre del planeta
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KABULA, CUANDO LA VIDA DEPENDE DE UN POZO

Un día en el lugar más pobre del planeta

No hay otro país con más carencias que las de Sudán del Sur. De sus ocho millones de habitantes, la mitad son refugiados. En Kadula viven 1.500 personas que confían su existencia a un pozo

Cuando el fotoperiodista Kevin Carter tomó la imagen de unniñodesnutrido, al borde de la muerte y acechadopor un buitre, Sudán del Sur atravesaba una de las peores hambrunas que ha conocido el hombre en los últimos siglos. Los más débiles –siempre niños, mujeres y gente mayor–, se recogían en sus propios huesos para esperar la inevitable visita de la muerte. Carter conmocionó al mundo con una instantánea que reflejaba el sufrimiento de millones de personas. Han pasado 21 años desde entonces y la situación no ha cambiado demasiado.

Amanece en Kadula. Helena Kual, de 32 años, se frota los ojos y mira a su alrededor. El interior de su vivienda, una chabola construida con plásticos y escombros, todavía permanece en una suave penumbra. En el suelo se distinguen ocho bultos: son sus hijos, semidesnudos, con las costillas silueteadas en el torso. Avisa al mayor de ellos y éste, a los demás. Los muchachos, sin mediar palabra, recogen unos maltrechos bidones de plástico y enfilan el camino que les conduce hasta el pozo que abastece a este campo de refugiados, ubicado en la región de Lakes y en el que viven alrededor de 1.500 personas.

Sudán del Sur es el país más pobre del mundo: el 90% de su población vive con menos de un dólar al día y la esperanza media de vida es de 55 años, según estadísticas de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Su economía se sustenta en los yacimientos de petróleo que, a su vez, son objeto de disputa de las multinacionales o de los señores de la guerra, tal y como informó este diario. Además, el país atraviesa un conflicto civil en el que Salva Kiir y Riek Machar, presidente del Gobierno y líder de la oposición, luchan por el poder. Para muchos, alcanzar un día más con vida supone toda una demostración de fuerza.

Pero los habitantes de Kadula se encomiendan a una fragilidad todavía mayor. En su entorno, hostil, apenas hay vegetación. Si la guerra avanza hasta su territorio, no tendrán donde refugiarse. Tampoco hay qué plantar o animales a los que cuidar. Su única fuente de ingresos proviene de la explotación de un carbón rudimentario que elaboran durante semanas y malvenden en la cercana localidad de Yirol.

Extraños en su propia tierra

Los vecinos de Kadula no tienen ni tierra, ni identidad. Son exiliados en su propio país. Sursudaneses que, durante la guerra que se prolongó durante medio siglo con sus vecinos del norte, huyeron a Jartum. Durante décadas fueron asentándose en la capital de Sudán: la mayoría vivía en condiciones lamentables, pero al menos lo hacían en paz; otros, los menos, abrieron algún negocio y prosperaron económicamente.

Cuando Sudán del Sur alcanzó la independencia en 2011, el Gobierno de Jartum expulsó a los sursudaneses de su territorio. Estos malvendieron sus posesiones en previsión del largo viaje que, a pie, recorrerían hasta sus aldeas natales: más de 1.500 kilómetros perseguidos por el hambre y la enfermedad, con el único anhelo de reencontrarse con aquellos a los que recordaban por amigos y familiares.

Pero, cuando alcanzaron la meta, sus deseos se dieron de bruces con la realidad. La hambruna crónica que asolaba Sudán del Sur golpeaba con fuerza y la gente no tenía nada que llevarse a la boca. Así, alimentar a esa masa famélica procedente de Jartum era, cuanto menos, imposible.

“No teníamos dónde ir y, vagando de un sitio a otro, por fin nos asentamos en Kadula”, lamenta Helena Kual. La mujer aguarda en los exteriores de su vivienda. El escenario que se dibuja ante sus ojos no es el de un campo de refugiados al uso, en el que las chabolas se agolpan una junto a la otra; en Kadula, los chamizos salpican un vasto espacio cubierto por basura y desechos.

El infierno de la estación seca

Los hijos de Helena llegan un par de horas más tarde con los bidones cargados de agua. Ríen y gastan bromas. La madre también sonríe, agradecida de que el pozo funcione un día más: “En la época de lluvias no hay problema de abastecimiento –explica la mujer–. Pero ahora, que es la estación seca, es fácil que los pozos también se sequen”. Si eso ocurre, la gente enferma; y si enferman, mueren. Esa es la única ley que rige en Kadula.

Además, ante la escasez de lluvias, los campos no tardan en secarse y agrietarse: es imposible plantar nada. “Por lo menos no nos mojamos por las noches”, se consuela la madre de los ocho niños, a la vez que señala el tejado de su chabola, compuesto por cuatro plásticos desgastados y una placa metálica.

James, el marido de Helena, bebe del agua que han traído sus hijos y enseguida se marcha. Su única ocupación pasa por recorrer las casas próximas y saludar a sus vecinos. “¿Cómo has dormido? ¿Cómo está tu familia? ¿Estáis todos bien?”, pregunta con insistencia. En un lugar como Kadula, estas cuestiones adquieren una trascendencia vital. Mientras tanto, Helena se echa el peso de la familia a la espalda. Atiende las necesidades de los niños, que al cabo de un rato se marchan, descalzos, a deambular por el campo de refugiados. Limpia la vivienda y las inmediaciones; hierve algo de agua y, con suerte, le echa un puñado de arroz.

Llega la hora de la comida –la única del día– y la familia se sienta alrededor de un plato grande que todos comparten. Casi siempre comen en silencio, respetando el turno establecido, como si de un ritual se tratase. Tras rebañar hasta el último grano de arroz, el marido se retira a un lugar tranquilo y sombrío para sobrellevar las horas de más calor. Los niños, en algarabía, se vuelven a marchar: en realidad, son hijos de la comunidad, que los protege y vigila durante toda la jornada.

El sueño de una madre

Helena sigue con la mirada a los pequeños. Suspira. “Mi sueño es que vayan a la escuela, pero es muy difícil”, reconoce con pesadumbre. Las estadísticas respaldan su afirmación: según UNICEF, tan sólo la mitad de los niños de Sudán del Sur están escolarizados. Pero las estadísticas no caben en un lugar como Kadula. Si en el resto del país muere una de cada siete mujeres en el parto, en este campo de refugiados sólo cabe una aproximación: “Muchas”, aseguran sus vecinos.

Por la tarde, Helena se reúne con algunas mujeres del campo de refugiados. A la sombra, charlan y ponen en común los últimos rumores que han escuchado: desde los cotilleos de la comunidad, hasta las últimas novedades sobre la guerra civil que asola el país y que enfrenta a las dos tribus mayoritarias: los nuer y los dinka. “Dicen que los nuer están llegando”, comenta una mujer. “Pues si es así, no sé dónde nos esconderemos”, responde Helena, apesadumbrada.

Cae la noche y las familias regresan a sus casas. Los niños de Helena, mal alimentados, se tienden exhaustos sobre el suelo. La mujer extiende una estera sobre la que dormirá con James: “Al menos tengo a mi marido, que nos protege –susurra Helena–. Muchos de los hombres han muerto en la guerra, o se fueron y no volvieron. Tengo a toda mi familia junta en Kadula; no es el mejor lugar, pero no tenemos otro al que ir”.

Cuando el fotoperiodista Kevin Carter tomó la imagen de unniñodesnutrido, al borde de la muerte y acechadopor un buitre, Sudán del Sur atravesaba una de las peores hambrunas que ha conocido el hombre en los últimos siglos. Los más débiles –siempre niños, mujeres y gente mayor–, se recogían en sus propios huesos para esperar la inevitable visita de la muerte. Carter conmocionó al mundo con una instantánea que reflejaba el sufrimiento de millones de personas. Han pasado 21 años desde entonces y la situación no ha cambiado demasiado.

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