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"Somos los últimos permerghas. A partir de aquí comienza el territorio de los yihadistas”
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EN LA ÚLTIMA DEFENSA DE KIRKUK, IRAK

"Somos los últimos permerghas. A partir de aquí comienza el territorio de los yihadistas”

Por dos razones, Kirkuk no puede caer ante el ISIS: 200.000 barriles de petróleo diarios y la amalgama confesional de una ciudad que todos reivindican

Foto: Combatientes kurdos, pesmerghas, tras un combate con milicianos del Estado Islámico de Irak y Siria (ISIS) en las afueras de Kirkuk, al norte de Irak (Reuters).
Combatientes kurdos, pesmerghas, tras un combate con milicianos del Estado Islámico de Irak y Siria (ISIS) en las afueras de Kirkuk, al norte de Irak (Reuters).

Por dos razones, Kirkuk no puede caer de ninguna de las maneras: los 200.000 barriles de petróleo diarios que producen cada día sus pozos y la amalgama confesional que se intuye en las banderolas de colorines que delimitan las calles de una ciudad que todos reivindican, kurdos, árabes, turcomanos y cristianos asirios. Los yihadistas del ISIS están a tan sólo cinco kilómetros.

La carretera que une la ciudad iraquí de Kirkuk con el puesto de control sobre el cauce del Maktab Khalid tiene, como casi todas, dos sentidos. Por uno, el que lleva al río, circulan camionetas atestadas de hombres armados, coches con uniformados y algún que otro bulldozer que acabará parado en el arcén. El otro, el que dirige a la ciudad, a unos 20 kilómetros, devuelve pick-ups cargadas de bultos, taxis con mujeres y niños en brazos y mini-trailers sobre los que descansan humvees a los que han borrado a pintadas la bandera iraquí, signo del "Ejército de Bagdad".

"Somos los últimos peshmerga", atestigua el capitán Farman. Más allá de su checkpoint se abre territorio inhóspito, tierra de nadie que linda con el suelo ganado por los milicianos del Estado Islámico de Irak y Siria (ISIS, por sus siglas en inglés). La primera posición de los yihadistas se sitúa a tan sólo cinco kilómetros en la dirección que apunta el cañón del único tanque que renquea atrancado en una trinchera fresca, como las que comienzan a aparecer alrededor de las dos garitas en torno a las que un puñado de uniformados, la mayoría con la enseña kurda en la solapa, revolotea a la espera de tomar posiciones.

'Somos los últimos peshmerga'', atestigua el capitán Farman. Más allá de su checkpoint se abre territorio inhóspito, tierra de nadie que linda con el suelo ganado por el ISIS. La primera posición de los yihadistas se sitúa a tan sólo cinco kilómetros en la dirección que apunta el cañón del único tanque que renquea atrancado en una trinchera fresca

Las afueras de Kirkuk, la capital de la región petrolífera más rica de todo Irak, pertenecen a los peshmerga, los combatientes kurdos que hacen las veces de Ejército a las órdenes del Gobierno Regional del Kurdistán en Irak. No es que antes no hubiera. "El año pasado, los peshmerga estaban en algunos sitios", aclara Aso Mamand, líder local de la Unión Patriótica del Kurdistán (PUK, en siglas en kurdo), las mismas siglas que defienden el Gobernador de la ciudad y el presidente iraquí, Jalal Talabani. "Ahora hay más peshmerga", zanja.

No sólo hay más, concretamente unos 1.000 milicianos, sino que son la única fuerza que protege la ciudad del embiste de ISIS, que avanza hacia el este y el sur después de que la pasada semana tomase sin mayor esfuerzo la segunda ciudad iraquí, Mosul. El Ejército nacional, la institución sectaria que en el norte de mayoría kurda se ha ganado la etiqueta de Fuerzas "de Maliki" (el primer ministro iraquí, Nuri al Maliki) o "de Bagdad", simplemente abandonó sus posiciones dejando tirados por el suelo hasta los uniformes. Los milicianos kurdos, a las órdenes de los dos partidos mayoritarios (el PUK y el Partido Democrático del Kurdistán -PDK- de Masud Barzani, Presidente del KRG) acudieron a llenar el vacío de seguridad, anexionándose de facto la ciudad, en disputa entre Bagdad y Erbil desde 2009.

Situados ya a 60 kilómetros de Bagdad y tras hacerse con el control, este mismo jueves, de una de las mayores refinerías del país en Biyi, los yihadistas amenazan desde Bashir, a un puñado de kilómetros del río, donde ya se han establecido tras dos días de combates. Por dos razones, Kirkuk no puede caer de ninguna de las maneras: los 200.000 barriles de petróleo diarios que producen cada día sus pozos y la amalgama confesional que se intuye en las banderolas de colorines que delimitan las calles de una ciudad que todos reivindican, kurdos, árabes, turcomanos y cristianos asirios.

“Un Kirkuk para todos”

“Algunos árabes y turcomanos están contentos con la presencia de los peshmerga en la ciudad”, esgrime Mamand, “si se marcharan de (las afueras de) Kirkuk, los terroristas vendrían, estamos haciendo Kirkuk para todos”. El político asegura la existencia de comunicaciones diarias entre Bagdad y Erbil. “El Gobierno central no tiene fuerza para llegar aquí, ISIS ha cortado las carreteras”, continúa, “no pueden asegurar la zona”.

En el frente, sobre el río, donde el viento ardiendo casi desolla, la figura firme del uniformado Farman balbucea mientras sus hombres pululan a su alrededor señalando la dirección desde la que hace dos días aseguran que atacaron su posición. “Soy capitán del Ejército iraquí”, confirma. En las hombreras luce las dos estrellas que avalan el rango, pero no hay ni rastro en el traje de la enseña iraquí, que ha dejado sólo un resto de velcro en la camisa.

Por dos razones, Kirkuk no puede caer: los 200.000 barriles de petróleo diarios que producen cada día sus pozos y la amalgama confesional de una ciudad que todos reivindican, kurdos, árabes, turcomanos y cristianos asirios. Los yihadistas del ISIS están a tan sólo cinco kilómetros

Un patrón parecido se repite en las calles de la ciudad, donde son los Asayish, el equivalente a la policía kurda, quienes patrullan las calles. Las fuerzas de seguridad federales, compuestas por todas las etnias, aún se dejan ver en algunas zonas. “La seguridad (dentro de Kirkuk) aún pertenece al Gobierno central”, clama Aso Mamand desde la sede del PUK.

En apariencia, Kirkuk está en paz. Por sus aceras se respira calma, como si nada pasase más allá del límite urbano, aunque aún hay quien recuerda que en una esquina o en tal edificio volaron a más de una decena de personas.

“Toda la seguridad trabaja día y noche”, responde Halkawt Absulaziz, jefe de la Asayish en Kirkuk, “especialmente en los barrios árabes”. Es la nueva ley no escrita. Con la irrupción de ISIS, una escisión aún más radical de Al Qaeda, de corte suní wahabita, los árabes suníes se han convertido en sospechosos habituales. “Algunos son conocidos por apoyar a los terroristas”, ilustra.

La advertencia se repite en el bazar a las faldas de la antigua ciudadela, que se levanta en mitad de la ciudad como una mole de adobe. “No vendemos armas a los árabes, por si acaso”, suelta Goran, “sólo a los kurdos”. Aún no ha caído el sol y son pocos los hombres que caminan por entre las callejuelas donde las tiendas mantienen las puertas cerradas a cal y canto para impedir que entre el calor y salga el aire acondicionado que, a una temperatura invernal, ni siquiera enfría.

Sólo un corrillo surgido en torno a algunas mantas extendidas en el suelo y otras tantas cajas semejantes a mesas de tahúr llama la atención. Dentro, descansan a la sombra un par de kalashnikov y algunos fusiles chinos junto a decenas de cargadores y munición que pueden comprarse a 20 dólares la caja.

“La gente tiene miedo, necesita protegerse”, comenta el joven, que asegura que han aumentado ligeramente su arsenal a costa de las armas vendidas por los mismos soldados del Ejército regular que han abandonado su puesto. Él, afirma, compra a 500 dólares y vende a 600; los beneficios le parecen suficientes. “No queremos hacer dinero con esto”, protesta a sus espaldas otro vendedor ya entrado en años, “sólo vendemos a quien quiere protegerse”.

De regreso desde el puesto de control que sirve de frontera con la guerra que ha hecho estallar Irak en poco más de una semana, el olor a alquitrán que desprende el paisaje atenaza con la misma fuerza con la que el viento casi quema los ojos. En el mismo tramo de carretera entre Kirkuk y Mosul se levanta la sede de la North Oil Company, protegida ahora por las fuerzas kurdas, las mismas que se parapetan del sol bajo un tenderete improvisado en el culo de ese mismo (y único) tanque que apunta en dirección a los yihadistas. “Hay quien quiere convertir Kirkuk en Mosul”, sentencia Aso Mamand, el político kurdo, en referencia, dice, a algunas “tribus suníes” que apoyaron en la toma de la ciudad, “Erbil es la capital del Kurdistán y Kirkuk es parte del Kurdistán”.

Por dos razones, Kirkuk no puede caer de ninguna de las maneras: los 200.000 barriles de petróleo diarios que producen cada día sus pozos y la amalgama confesional que se intuye en las banderolas de colorines que delimitan las calles de una ciudad que todos reivindican, kurdos, árabes, turcomanos y cristianos asirios. Los yihadistas del ISIS están a tan sólo cinco kilómetros.

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