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Los ‘amish’: un modelo de negocio del siglo XVIII para triunfar en el XXI
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LAS CLAVES DE SU ÉXITO EMPRESARIAL

Los ‘amish’: un modelo de negocio del siglo XVIII para triunfar en el XXI

Sin usar la tecnología, la tasa de éxito empresarial de los 'amish' es sorprendente y sólo un 10% de sus actividades cierra antes de los primeros cinco años

Foto: Un 'amish' de Pensilvania con su carreta. (Reuters)
Un 'amish' de Pensilvania con su carreta. (Reuters)

Todos los días, a las seis de la mañana, un par de furgonetas aparcan junto al mercado municipal de Filadelfia, enclavado entre los rascacielos del centro de la ciudad. Del primero de los vehículos salen hombres con barbas hasta el pecho, tirantes y sombreros negros de fieltro. Del segundo, mujeres con pañuelos blancos en la cabeza y faldas largas de colores oscuros. Parecen actores caracterizados para una película de época, pero están lejos de ser una obra de ficción. Son amish y están ahí para hacer negocios. Detrás de su devoción religiosa y su estilo de vida espartano, representan a uno de los grupos de emprendedores que más éxito ha obtenido en Estados Unidos en los últimos años.

Los primeros inmigrantes amish cruzaron el charco a fines del siglo XVIII huyendo de la persecución religiosa en Holanda. El grupo original, de unas tres mil personas, creció y se multiplicó (tal y como les pide la Biblia) y hoy son más de 270.000, en comunidades repartidas por diversos estados americanos, aunque sobre todo en Pensilvania.

Sus creencias los han convertido en símbolos de resistencia a la modernidad. Están convencidos de que la tecnología los aparta de Dios y de las relaciones humanas y, por ello, se niegan a disfrutar de comodidades cotidianas como la electricidad doméstica, el teléfono móvil o la televisión. Las radios están permitidas, siempre que funcionen con pilas. Las neveras también, pero sólo las alimentadas con gas. Pueden montar en coche, pero no conducirlo. Y los únicos vehículos en los que pueden tomar las riendas, literalmente, son los carros de caballos. Para desplazarse por la ciudad alquilan furgones y chóferes, que los transportan en grupos hasta el mercado, donde son dueños del 30% de las tiendas.

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Amós Miller es uno de los amish que salieron del primer furgón aparcado frente al mercado de Filadelfia. Su familia, como tantas otras en su comunidad, depende cada vez menos de la agricultura y cada vez más del comercio, la artesanía y los negocios. En la última década han fundado más de 10.000 empresas en sectores como la alimentación, el textil y los muebles. Miller, por ejemplo, convirtió uno de los terrenos familiares en una distribuidora de productos orgánicos que ya llega a 26 estados. Sus alimentos son vendidos también en el mercado central, donde tiene dos tiendas que coordina junto con su mujer.

Totalmente ajenos a la revolución tecnológica, los empresarios amish no han tocado nunca un iPhone ni sabrían qué hacer con un ordenador. Tampoco han pasado por una escuela de negocios, ya que otra de las limitaciones que impone su comunidad es recibir educación más allá de la primaria. Sin embargo, su tasa de éxito empresarial es sorprendente y sólo un 10% de sus actividades cierra antes de cinco años (en EEUU la mitad de las empresas creadas desaparece en ese plazo). ¿Cómo lo consiguen?

Secretos del siglo XVIII

El interrogante se lleva tiempo planteando en muchas universidades de EEUU. Uno de losestudios más importantes al respecto fue conducido por el americano Erik Wesner, que estudió a fondo sesenta negocios amish y llegó a una serie de conclusiones. En su opinión, son básicamente tres las razones por las que sus hábitos, propios del siglo XVIII, resultan tan eficaces en el mundo moderno.

La primera razón está en lo que venden. En un mundo entregado a la fabricación en cadena, los amish van en dirección contraria y producen de manera artesanal, imprimiendo en sus productos un aura de autenticidad y originalidad. En la tienda de Miller, ninguna de sus mermeladas, tartas o panes lleva conservantes. Además, las frutas usadas fueron cosechadas en haciendas de la comunidad, que no utiliza ni una gota de pesticidas. La idea encaja a la perfección con la ‘fiebre orgánica’ que se vive en muchas regiones de EEUU, donde cada vez más consumidores están dispuestos a pagar más por productos etiquetados con adjetivos saludables. Y algo parecido ocurre entre los amish que se dedican a la fabricación de muebles, donde ofrecen la originalidad y maestría del carpintero de toda la vida frente a modelos ‘de fábrica’ tipo Ikea.

placeholder Granja 'amish' en Pensilvania. (Reuters)

Es cierto que, a la hora de hacer negocios, los amish son más flexibles que en sus vidas privadas. Por ejemplo, se puede pagar con tarjeta en sus tiendas, ya que los negocios sí disponen de electricidad. Son sus empleados, sin embargo, quienes se encargan de pasar las tarjetas para que ellos no se tengan que ‘manchar’ con la ‘suciedad’ de la vida moderna. “No me siento mal por no saber usar la tecnología. Nuestro negocio depende menos de tecnología y más de productos y personas”, dice Miller con un inglés de pronunciación cargada. Los amish hablan con un fuerte acento porque el inglés es su segunda lengua. Su idioma materno, aprendido y hablado en la casa, sigue siendo el mismo de sus antepasados: una especie de holandés antiguo.

El segundo vector del éxito amish tiene que ver con la manera en la que llevan sus negocios y relaciones laborales. Dentro de la tienda de Miller, por ejemplo, trabajan su mujer y dos de sus hijas. Sus otros cinco hijos (sus tasas de natalidad son altísimas porque los contraceptivos también están prohibidos) se dedican a cultivar el campo y a envasar y preparar los productos. En definitiva, un negocio de enorme implicación familiar y con poquísima mano de obra externa. Además, sus empleados acaban también formando parte de una suerte de ‘familia’. “Los tratan con una mirada más humana. Esto tiene impacto dentro de la empresa, tanto en la productividad como en la fidelidad de los que trabajan para ellos”, dice a El Confidencial Erik Wesner.

El tercer secreto de su éxito está en el carácter conservador de sus decisiones financieras. Los amish no hacen inversiones en publicidad porque entienden que su cultura es ya un enorme reclamo por sí mismo. También son muy prevenidos en relación a los riesgos y nunca dan un paso adelante antes de calcular todos los escenarios, ni tampoco arriesgan su patrimonio en nuevas aventuras. ¿El motivo? Si una familia acaba en bancarrota tendría que explicarlo a toda la comunidad y asumir una enorme vergüenza pública.

placeholder Una familia 'amish'. (Reuters)
Una familia 'amish'. (Reuters)

La fórmula parece funcionar y todo indica que la nueva generación de emprendedores amish cosechará nuevos éxitos y dará de comer a un número creciente de personas. Se estima que doblarán su tamaño en diez años. No sólo tienen una tasa de natalidad elevadísima, sino también un reducido índice de abandono. A los 16 años, todos tienen la obligación de ‘degustar el mundo’ fuera del ‘universo amish. Durante doce meses salen a vivir a las grandes ciudades, una fase conocida como rumspringa. Al acabar, pueden decidir si quieren seguir en su comunidad o si prefieren irse. El 93% de los jóvenes opta por lo primero. “Ser amish es más que seguir una religión, es un estilo de vida. El sentido de comunidad es muy fuerte y para ellos es muy difícil concebir la vida fuera de esta reserva”, indica a El Confidencial Donald Kraybill, de la Universidad de Elizabethtown.

Existe un último sostén de su prosperidad económica: el haber convertido sus particularidades religiosas y culturales en una gran atracción turística. En los alrededores de Filadelfia, los amish (que también son buenos albañiles) construyeron escenarios que recrean su estilo de vida y hacen tours guiados donde cuentan todo sobre su cultura, su quehacer cotidiano y las curiosidades de su religión. Al final de cada paseo, los turistas son conducidos a una tienda donde pueden adquirir sus productos y libros que glosan su historia.

Todos los días, a las seis de la mañana, un par de furgonetas aparcan junto al mercado municipal de Filadelfia, enclavado entre los rascacielos del centro de la ciudad. Del primero de los vehículos salen hombres con barbas hasta el pecho, tirantes y sombreros negros de fieltro. Del segundo, mujeres con pañuelos blancos en la cabeza y faldas largas de colores oscuros. Parecen actores caracterizados para una película de época, pero están lejos de ser una obra de ficción. Son amish y están ahí para hacer negocios. Detrás de su devoción religiosa y su estilo de vida espartano, representan a uno de los grupos de emprendedores que más éxito ha obtenido en Estados Unidos en los últimos años.

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