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El legado de Nelson Mandela
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"NOS DIJO QUE DEBÍAMOS VIVIR EN PAZ. ESO HACEMOS"

El legado de Nelson Mandela

El padre de la Sudáfrica libre falleció el 5 de diciembre de 2013. 'Madiba' deja tras de sí toda una historia de libertad.

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Abre la puerta de su casa, con orgullo, y me dice: “Esta es mi nueva casa. Tengo que poner algunas cosas pero estoy muy contenta”. Lo que yo veo dentro es un suelo de cemento rodeado de ladrillos con un techo de hojalata. Hay un hornillo en la cocina y una vieja nevera junto a un cubo grande de agua. En la sala no hay puerta divisoria, pero sí un viejo sofá de dos plazas y un madero largo que sostienen en cada esquina dos cubos. Junto a él, una pequeña mesa de madera endeble.

Es la casa de Rose, una limpiadora negra de Ciudad del Cabo que vive en la barriada de Khayelitsha. Su parte del barrio se está reformando y fuera hay otras casas de ladrillo junto a algunas más viejas de cartón. Todas las nuevas forman parte del plan del Gobierno que algunos afortunados disfrutan: les regalan el material para hacerse una “casa” de cemento. Una lotería para afortunados. Cuando miro al cielo veo cientos de cables de luz que enganchan de un único poste eléctrico. Rose no tiene aún luz, pero pronto espera engancharse también para poner a funcionar su nevera.

Foto: Nelson Mandela

En esta barriada viven cientos de miles de personas hacinadas en la más absoluta miseria y violencia. La bellísima ciudad de la Table Mountain ocupa muchos años los primeros puestos de las listas de asesinatos en el mundo por los crímenes que ocurren en esta parte de la urbe. Rose vive con sus dos hijas, sin su marido, que la abandonó tras maltratarla. Su vida ha sido una constante penuria difícil de digerir. ¿Qué piensas cuando vas a Ciudad del Cabo y limpias esas maravillosas casas? “Nada”, responde. ¿Te hubiera gustado tener otra vida? ¿Has perdonado a los blancos por no dejaros ser libres?Míster Mandela nos dijo que había que vivir en paz, todos juntos, y nosotros lo hacemos”, contesta con parsimonia.

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Thomas es un blanco rico de Ciudad del Cabo. Su casa, un enorme chalet, está bajo la ladera de la famosa Table Mountain. Tiene dos plantas y una enorme piscina. Él es de origen británico. Una noche, tras una fiesta ajetreada que acaba tarde, miramos el horizonte. A lo lejos se ven miles de pequeñas luces. Son las township, las barriadas como Khayelitsha o Langa o Guguletu que rodean la preciosa ciudad. “A veces me parece increíble que toda esa gente viva allí, tan cerca”, me explica. ¿Lo increíble es que no se levanten una mañana y decidan venir hasta aquí a llevárselo todo?, le contesto. “Probablemente sin Mandela eso ya habría pasado”, replica él.

El pasillo es estrecho y hace frío. Thulani Mabaso, guía oficial de la prisión de Robben Island, donde Mandela estuvo preso 20 de los 27 años de su condena, abre la puerta de la celda del expresidente. Thulani, que estuvo también aquí diez años encarcelado, ha accedido a concederme una entrevista para hablar de Madiba. “Era increíble, aquí había muchas peleas también entre la gente del ANC y los panafricanistas. Sólo cuando hablaba él todos callábamos”. “Todavía hoy muchas mañanas cuando cojo el barco para venir al trabajo me dan ataques de ansiedad y me entran ganas de llorar”, explica. ¿Has perdonado? “Madiba nos dijo que viviéramos todos juntos y lo hacemos. Yo he perdonado, pero no he olvidado, no puedo”.

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El coqueto Barrydale Karoo Hotel, enclavado en el corazón del “Klein Karoo”, zona de retirada de los afrikáners, está cerca de cerrar. Es de noche. Un matrimonio inglés completamente ebrio que lleva un tiempo viviendo en Sudáfrica, dos jóvenes camareros de origen boer, dos clientes de avanzada edad, mi acompañante también de origen holandés y yo conversamos sobre el futuro de Sudáfrica. “Ustedes son muy pesimistas, muy aburridos quejándose de todo”, suelta el inglés a bocajarro. Los ancianos siguen sin interés la conversación mientras el camarero más joven suelta: “Yo estoy orgulloso de mi país y creo que Mandela es lo mejor que tiene Sudáfrica, no me quejo”.

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Marika, una treintañera profesora de origen marcadamente afrikáner, dice en una conversación de las que se produce siempre en voz baja cuando se habla del apartheid en Sudáfrica: “Mi padre reconoce que Mandela ha hecho algunas cosas bien, pero que respetará a Mandela cuando pida perdón por todos los muertos que causó cuando era un terrorista”. ¿Y tú que piensas?, le pregunto. “Creo que hizo lo mejor que pudo, pero debía pedir perdón”.

La gasolinera de Keimoes, al norte Sudáfrica, ya cerca del comienzo del Kalahari está vacía como está casi todo vacío en aquel lugar. El joven negro que me pone gasolina mira una pulsera que llevo con el número 46664, fundación de Nelson Mandela ya que era el número de preso que portaba en la cárcel. "¿Por qué lleva esa pulsera?", me pregunta de sopetón. “Es el número de Mandela. Me gusta tu expresidente”, contesto. “Pero usted es blanco”, dice él con tono recriminatorio. ¿Y? “Tata es grande”, responde él sin volver a dirigirme la palabra.

Ese es el legado que Mandela deja a Sudáfrica.

Abre la puerta de su casa, con orgullo, y me dice: “Esta es mi nueva casa. Tengo que poner algunas cosas pero estoy muy contenta”. Lo que yo veo dentro es un suelo de cemento rodeado de ladrillos con un techo de hojalata. Hay un hornillo en la cocina y una vieja nevera junto a un cubo grande de agua. En la sala no hay puerta divisoria, pero sí un viejo sofá de dos plazas y un madero largo que sostienen en cada esquina dos cubos. Junto a él, una pequeña mesa de madera endeble.

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